13 de noviembre de 2014
La trata de personas, la violencia de género, los barrabravas y la crisis financiera global sirven de materia prima para una serie de obras recientes. Opinan dramaturgos y especialistas.
Desde la Antigüedad hasta nuestros días, el teatro no ha dejado de promover la reflexión sobre el entorno social. La tragedia griega pendulaba entre el didactismo y la identificación, dos principios rectores ineludibles para comprender a Edipo Rey o Antígona, obras que sacudían emotivamente al espectador al mismo tiempo que predicaban sobre «el buen obrar». 25 siglos más tarde, el teatro aún se revela como un lugar en donde las personas pueden encontrar el reflejo de su condición humana y repensar su rol social.
En el actual contexto nacional proliferan los ciclos y agrupaciones de teatro que se vinculan de diversa forma con el corpus social; a todos ellos los iguala la revalorización del hecho teatral como vehículo de transformación. Simultáneamente, la cartelera porteña nos provee de una nutrida variedad de espectáculos que posan su mirada sobre las problemáticas sociales que, con frecuencia, son retratadas por el discurso periodístico. Hay varios tema que sobresalen.
La crisis financiera mundial y su incidencia nefasta sobre los ciudadanos es un tópico por demás significativo en buena parte de la historia del teatro argentino e internacional; la reciente y la de 1930. Y ese tópico permite poner en parangón espectáculos tan disímiles como El crédito (dramaturgia de Jordi Galcerán y dirección de Daniel Veronese) y El corso (con autoría de Manuel Cruz, quien integró Teatro Abierto, y dirección de Jesús Gómez).
La primera pieza comienza con el implorante ruego de un hombre a un empleado bancario para conseguir que le otorgue un crédito; la segunda retrata las penurias económicas de una familia de clase baja que ofrece el alquiler de su balcón para contemplar, cual palco vip, el inminente corso que, verano a verano, acapara la atención popular. Drama de tesis y grotesco, respectivamente, son las formas para hablar de los efectos devastadores del capitalismo y la degradación de la conciencia individual y comunitaria.
Último momento
Otros temas que el teatro argentino ofrece pueden parecer más contemporáneos, en el sentido de que reflexionan sobre cuestiones que han cobrado un espesor mediático más reciente. Un caso singular es el de las obras Alma (de Armando Saire y Lorena Szekely), En el fondo (de Pilar Ruiz), Trópico del plata (de Rubén Sabadini) y La fiera (de Mariano Tenconi Blanco), que abordan la trata de personas y lo hacen con varios puntos de conexión. Son obras que, si bien tienen un anclaje en lo testimonial, construyen un rico material poético a partir de la dominación que es ejercida sobre las mujeres que retratan.
Aunque las obras de Ruiz y Tenconi Blanco son las que siguen en cartel (en Timbre 4 y en El extranjero, respectivamente), las cuatro sostuvieron varias temporadas en teatros de formato pequeño, lugares de resistencia y de contribución al campo teatral mediante la construcción de micropoéticas. Es significativo que, pese a lo revulsivo del tema, convoquen a tantos espectadores, motivo que explica su permanencia en la cartelera.
La violencia de género y el abuso sexual –sin vínculo con la prostitución– amplía el panorama, con espectáculos como Wake up, woman (de Jorge Acebo, actualmente en Puentes amarillos) y El principio de Arquímedes (dramaturgia de Josep María Miró Coromina y dirección de Corina Fiorillo, repuesta recientemente en la Ciudad Cultural Konex). Si bien las problemáticas de género que aparecen en ambas ocupan buena parte de noticieros y mesas de debate televisivos, es en ese mismo medio en donde proliferan los programas que cosifican al cuerpo femenino. Paradojas de nuestro tiempo.
La violencia en el fútbol (la de los hinchas, pero también la de otros agentes involucrados en ese deporte) también ha cobrado un espacio importante en la cartelera, a través de obras como Es un sentimiento (de Bernardo Cappa) y La pelota se mancha (de Eduardo Grilli). Cappa, hijo de Ángel, el director técnico de fútbol, sostiene que se hacía y deshacía «hincha» merced al equipo que su padre eventualmente dirigía. «Esa promiscuidad sentimental me hizo tomar distancia de eso que se dice es ser hincha de un equipo. Y esa distancia me dio la posibilidad de ver de otra manera el fenómeno del hincha: esa exageración sentimental es muy teatral», sostiene el dramaturgo, director y actor. «Con eso empecé a trabajar en los ensayos de Es un sentimiento, eso que se le dice pasión y que se actúa de una forma muy singular. Y esa forma de actuación es la que me interesó, cómo en nombre de esa pasión se puede cometer cualquier aberración», concluye.
Otros espectáculos en cartel operan sobre el revisionismo histórico en torno a la represión, no precisamente la que sufrió el país en la última dictadura, sino la de tiempos más pretéritos. En Las putas de San Julián (versión de Rubén Mosquera), Osvaldo Bayer aparece en escena y rememora un episodio que no pudo verse en el filme La Patagonia rebelde, basado en un capítulo de su libro homónimo. La obra (actualmente en gira) fue estrenada en el Teatro Cervantes y recrea la negativa de un grupo de prostitutas a «atender» a los militares que masacraron peones durante las huelgas de comienzos de la década de 1920 en la Patagonia. Por su parte, la notable Piedra sentada, pata corrida (de Ignacio Bartolone, en La casona iluminada) va más atrás en el tiempo, e imagina un encuentro entre un grupo de indios y un «civilizado» recién llegado de España.
Resistencia y metáforas
Para Carlos Fos, reconocido historiador teatral, la emergencia de tópicos sociales en la escena actual «tiene relación con la reconstrucción del Estado, proceso lento pero seguro, en el que el sujeto político exige una mirada crítica sobre la realidad y las problemáticas que afectan al colectivo. El mencionado estado de cosas no sólo es una reacción a la hipertrofiada cobertura cargada de show de los noticiarios sino que, en muchos casos, es una necesidad del hacedor como expresión de los cambios ocurridos».
Dato no menor: muchos de los creadores de los espectáculos mencionados oscilan entre los 20 y los 30 años. El docente, dramaturgo y director Ignacio Apolo (cuya obra La verdad, hasta hace poco tiempo en cartel, retomaba la tragedia de Antígona para problematizar la construcción de la verdad en los medios de comunicación) observa en la nueva generación una diversidad atribuible, en buena medida, al cambio de paradigma político posterior al contexto militante de los 70. Apolo, que publica textos de análisis en su blog La diosa blanca, considera que «hoy no está la sensación de que el teatro sea una herramienta de contundencia social, como se puede escuchar en el discurso de Norman Briski. El acercamiento a las dramaturgias no suele ser colectivo, es algo más personal que puede conectar con temas sociales y lo puede hacer muy bien. Pero no es desde un punto de vista de la pertenencia a un movimiento: es muy difícil que haya tal cosa. Cuando había sistemas estructurados en bipolaridades, por ejemplo neovanguardia y realismo en los 70, existía la posibilidad de sentir que pertenecías a un campo de combate estético».
Ya por fuera de las obras con una temática social más definida, si nos remontamos a la etapa en la que comenzaron a desarticularse los mecanismos represivos de la dictadura cívico-militar, nos encontraremos con Teatro Abierto, movimiento que gestó un espacio para pensar la realidad con voz y peso propios y que, de hecho, se transformó en un antecedente para todas las generaciones que le sucedieron. Teatro Abierto fue homenajeado hasta hace pocas semanas con el ciclo Nuestro Teatro, integrado por un grupo de obras que se representaron en el reciclado espacio que lo vio nacer: El Picadero.
Irene Villagra, ensayista y licenciada en Historia por la UBA, propone una lectura de aquel movimiento a partir de diversos actores sociales en un contexto dictatorial «aperturista». «En ese contexto surgió Teatro Abierto, que más tarde fue presentado por organizadores y participantes como un movimiento de resistencia cultural. Efectivamente, los teatristas con sus poéticas, desde la pura metáfora denunciaron en el escenario las relaciones de dominación crueles y perversas existentes en su sociedad. Y un sector social, de clase media, conformó el público que los apoyó y ovacionó por lo que ellos expresaron y significaron», sostiene Villagra.
El teatro, entonces, como «pura metáfora», adquiere un sentido específico (testimonial y poético) mediante la transpolación del material histórico en acontecimiento escénico. El caso de Teatro Abierto es crucial: cada vez que se gesta un espacio para pensar la realidad nacional desde el teatro, su eco sigue allí, imperturbable, si bien cada emprendimiento se inscribe en programas y motivaciones diferentes.
Entre los ejemplos más destacados, se podrían destacar los casos de Teatro x la Justicia, en el Tadrón Teatro, tendiente a la reflexión sobre el genocidio armenio; el Festival Justicia por Mariano Ferreyra; y el significativo aporte de Teatro x la Identidad, que cumplió 15 años difundiendo la pregunta por la identidad para lograr la recuperación de los nietos apropiados durante la dictadura.
—Ezequiel Obregón