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Damon Albarn frota la lámpara

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Alejandro Lingenti

Cracker Island
Gorillaz
Warner

Banda animada. Los integrantes ficticios y los músicos de carne y hueso en CABA.

Foto: Télam

Ya pasaron más de veinte años desde la primera noticia que tuvimos de Gorillaz, aquel explosivo debut con un disco que, a caballo del hit internacional «Clint Eastwood», puso en el mapa del pop a un proyecto extraño, nacido cuando Blur empezaba a languidecer y al que nadie podía pronosticarle por entonces un futuro como el que tuvo. ¿Una «banda virtual» con integrantes ficticios (hologramas con nombres propios, eso sí, como 2-D, Noodle, Murdoc Niccals y Russel Hobbs) podía tener una carrera seria? La respuesta resuena fuerte hoy: sí, una trayectoria además muy exitosa en términos comerciales y con buenos momentos artísticos, como los de aquel primer álbum, Plastic Beach y ahora este Cracker Island, que deja claro que Damon Albarn todavía puede frotar la lámpara y regalarnos otra vez buena música.
Con el aporte de muchos invitados de peso –Bad Bunny, Thundercat, Stevie Nicks, Tame Impala, Beck, De La Soul–, Albarn consiguió producir uno de los discos más enfocados de Gorillaz, a partir de la economía de recursos (algunas bases son las del preset de un teclado de juguete) y de desplegar su reconocido talento para las canciones pop gancheras y las baladas de espíritu épico.
Hay una idea central alrededor de la cual giran las letras de Cracker Island, una perplejidad frente al escenario planteado por el avance tecnológico que se refleja en una pequeña historia, contada explícitamente en el disco: la de una secta ocultista afincada en una isla remota, que funciona como alegoría de una sociedad distópica en la que la tecnología sirve para adoctrinar a la población e imponer un pensamiento único.
Como hombre ya ingresado a la mediana edad, Albarn encuentra grietas evidentes en este presente de bombardeo informativo, comunicación a la distancia e individualismo extremo. Aun siendo creador, con el historietista Jamie Hewlett, de una aventura como la de Gorillaz, signada desde siempre por el uso de recursos tecnológicos digitales, el exlíder de Blur sigue tomado por el pesimismo, y lo cuenta a su manera: la fórmula del synth pop brillante con discurso melancólico que domina a la perfección, como les volverá a quedar claro a los que se reencuentren este año con esa banda clave del britpop en alguno de los conciertos multitudinarios que formarán parte de un nuevo tour de retorno que, quizás, será también un anuncio de despedida definitiva.
En el horizonte de Albarn aparecen más señales de continuidad con Gorillaz que de reinicio con el grupo que lo hizo famoso en los años 90: con ambos proyectos grabó una cantidad de discos similar, pero es Gorillaz el que logró meter seis de esos álbumes en el Top 20 de Estados Unidos. Y si hay algo que ha quedado en evidencia en los últimos años es que Albarn desea mantener su estatus de estrella global dedicada mayormente a los espectáculos masivos. Así lo revela también la elección para Cracker Island de un productor con mucho recorrido en el mainstream como Greg Kurstin (Adele, Pink, Paul McCartney). No es un disco para pocos, sino apto para todo público.
De todos modos, lo único que ha cambiado es el contexto: el mismo hombre que en su juventud capturó con sagacidad el flemático estado de ánimo de una nación luego del inhumano experimento social del thatcherismo con Modern Life is Rubbish (1993), sigue desilusionado hoy con un mundo en el que, según nos cuenta en sus canciones, se acaba el tiempo, nada es lo que parece y la realidad se configura en base a las alteraciones producidas por un simbólico y omnipresente autotune

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