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Encuentro con el diablo

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Ezequiel Obregón

Fausto y lo femenino eterno
Adaptación: Rubén de León
Director: Juan Manuel Correa
Intérpretes: J. M. Correa, D. Levy, V. Cipriota, P. Fridman, V. Intile, E. Rossen, M. Sorrentino
Sala: Leónidas Barletta

Diablo. Levy y Correa, Fausto y Mefistófeles en esta relectura del clásico de Goethe.

Foto: Prensa

«Más sabe el diablo por viejo que por diablo», sostiene el refrán. Y si del demonio se trata, pocas historias son más fecundas como la de Fausto, cuya materia se amasó durante siglos a partir de una amplísima cantidad de fuentes y, finalmente, quedó sellada a fuego gracias a la pluma de Goethe. Experiencia de vida y plenitud del Mal como potencia, son los componentes de esta historia en la que se lleva al paroxismo la sentencia de aquel conocido refrán.

El poema dramático del genio alemán se dio a conocer en 1832 de manera póstuma y encumbró el imaginario acerca de un hombre pródigo en conocimientos, pero a la vez insatisfecho con su existencia por considerarla incompleta, displacentera. La aparición de Mefistófeles, súbdito del diablo, sella un pacto que intercambia alma por juventud, con resultados adversos que, vaya paradoja, iluminan la más recóndita oscuridad. Fausto y lo femenino eterno recupera este relato indeleble y hace foco en la seducción y el deseo como las marcas de un camino que desemboca en el sino trágico que define al personaje central y lo eleva al estatus de símbolo.

Esta adaptación de Rubén de León puede disfrutarse en el Espacio Experimental Leónidas Barletta del Centro Cultural de la Cooperación. Cuenta con la dirección de Juan Manuel Correa quien, además, se reserva el rol de Mefistófeles, al que le aporta una variedad de matices sin por ello disminuir su sesgo avasallante. Correa ya se había destacado con sus recursos como intérprete de esta clase de personajes signados por la expresividad y un aura maldita, tal como ocurriera con Israfel. Lo acompaña Darío Levy como un Fausto abatido, primero por lo que entiende como su propia desgracia (la misma vida que se ha forjado) y, luego, como la que se desprende del fatal encuentro con Mefistófeles.

Más allá de la dupla protagónica, es necesario destacar la solvencia de todo el elenco (se completa con Victoria Cipriota, Pilar Fridman, Verónica Intile, Eloy Rossen y Miguel Sorrentino), que se ajusta a una puesta de marcada impronta expresionista en la que el aspecto climático cobra el espesor de un personaje más. El trabajo de iluminación de Horacio Novelle y el diseño escenográfico de Carlos Di Pascuo colaboran con la concreción de este descenso a los infiernos en donde la temporalidad y la espacialidad se condensan, como si se tratara de la puesta en escena de un sueño (o, más bien, de una pesadilla). Hay una preponderancia de las tonalidades rojas y verdes que nos religan a un universo alquímico y a la vez infernal.

Desde el encuentro con el mal hasta la posible redención que ubica a lo «eterno femenino» como el último peldaño, esta versión profundiza el sentido del decir y su facultad creadora; la potencia de construir imaginarios que más tarde podrán condenarnos o liberarnos. El trabajo dramatúrgico se orienta hacia la idea de señalar que, entre el bien y el mal, más que una imposición hay una permanente dialéctica.

A diferencia de otras figuraciones, Mefistófeles plantea un mal ontológico, metafísico pese a su encarnación: ya no se trata del vampiro vulnerable a la simbología de la Iglesia, sino de una forma de pensar y de habitar el universo.

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