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Ensayos sobre el desamor

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Gabriel Plaza

De todas las flores
Natalia Lafourcade
Sony 

Climas. «De todas las flores» transita el vacío, el duelo y el amor después del amor.

En 2018, Natalia Lafourcade tuvo una ruptura amorosa. Ese mismo año abandonó los escenarios. Las canciones de ese quiebre en su vida empezaron a salir con el tiempo en su refugio en Xalapa, la capital del estado de Veracruz. De todas las flores, el flamante disco de estudio de la cantante, es el primero con temas nuevos desde hace siete años y es un viaje por ese mundo interior teñido de melancolía. Es un álbum clásico, grabado en cinta analógica a la manera de los vinilos de los 60, con una instrumentación clara y precisa, sin sobreproducción. Las doce canciones flotan sobre un ambiente crepuscular, empujado por la brisa de esa voz medida que habla de la fragilidad del amor.
En Mujer divina, su trabajo de recopilación de obras maestras de Agustín Lara; en su álbum doble Musas junto a Los Macorinos, dedicado al cancionero latinoamericano; y en su disco de amor a las canciones mexicanas Un canto por México, la intérprete absorbió todo ese patrimonio musical y entendió su camino. Este disco es el reflejo de su maduración. En De todas las flores hay letras autobiográficas, sencillas y profundas, guiadas por el halo protector de Adán Jodorosky (productor de bandas pop como Bandalos Chinos), que tienen la aspiración de convertirse en standards de la música latinoamericana. El álbum respira ese aire atemporal de las maestras y los maestros que la inspiraron: Violeta Parra, Simón Díaz, Mercedes Sosa, Agustín Lara.
De todas las flores es un ensayo sobre el vacío, el duelo, la reconstrucción y el amor después del amor. Las canciones están atravesadas por ese clima de serenata desvelada, que le da peso a las palabras en diminutivo y al trino suave y bonito de Lafourcade. Las notas suspendidas del piano y la guitarra eléctrica, ese arco generacional entre el sonido clásico del joven arreglador Emilio Dorantes y la búsqueda moderna del veterano Marc Ribot, ofrecen la narración musical de esa angustia. Pero no es un álbum triste, sino melancólico, que alimenta su atmósfera general con las orquestaciones retro, el uso elegante de las cuerdas y la combinación sutil entre el efecto cálido de los instrumentos de madera y la vibración de la sección de metales.
Los temas son envueltos por ritmos como el son jarocho, la rumba y la bossa nova, que de alguna manera alivianan el viaje introspectivo de la cantora. El tono más trágico y pasional lo aporta el bolero. En «Vine solita», parece hundirse en el vacío azul del mar, una cita al clásico álbum Blue (1971) de Joni Mitchell. «De todas las flores», la rumba suave que da título al disco, es la declaración perfecta de su historia, escrita con los fragmentos de un corazón roto. Mientras que «Pasan los días» tiene el santo y seña de los boleros clásicos. Al igual que «Llévame viento», con una introducción de piano que parece un homenaje a «Vete de mí», y un aire de tonada folclórica.
El tiempo cura las heridas. El álbum cuenta ese proceso en temas de una belleza inusual como «Pajarito colibrí» y «Mi manera de querer». «Canta la arena» tiene un delicioso solo de Ribot junto al vaivén del piano con el sabor del clásico «El manisero». Boleros como «Caminar bonito» logran el efecto del flashback del amor, como quien pasa un álbum de fotos. Pero el disco, además de catarsis, sirve para transmutar el dolor en las décimas de la canción «Muerte»: su propio «Gracias a la vida». Como en esos vinilos añejos, que dejan una huella en la historia, la estela de estas canciones va a quedar flotando en el aire. 

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