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La Iguana vuelve a las raíces

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Gabriel Plaza

Every loser
Iggy Pop
Gold Tooth

Ave Fénix. El cantante resurge de las cenizas con un disco incendiario y punk.

Foto: Shutterstock

¿Se podría pensar el mundo sin Iggy Pop? Absolutamente no. Cuando esa rabia contra el estado de las cosas y la sociedad adulta iba subiendo como un volcán en erupción desde las plantas de los pies hasta el corazón de un adolescente de cualquier parte, su música estaba allí para incendiarlo todo como un método de catarsis. Como el ave Fénix, Iggy «Punk», el fundador y líder de la icónica banda The Stooges, resurge entre las cenizas y desmiente que esté disfrutando de un retiro bucólico en su mansión de Miami con Every loser, cuyas letras reflejan la energía de un veinteañero y la sabiduría hosca de un ermitaño.
Bajo la guía de Andrew Watt, un joven productor que a la manera del veterano Rick Rubin se volvió un experto en crear discos que sirvan para reposicionar a figuras del rock (Eddie Vedder, Ozzy Ousbourne), la Iguana demuestra a los 75 años que tiene su gancho izquierdo listo para noquear de un solo golpe. En el álbum lo acompaña una selección de celebridades, que son sus alumnos musicales: Chad Smith de Red Hot Chili Peppers, Duff McKagan de Guns N’ Roses, Travis Barker de Blink-182, Dave Navarro y Eric Avery de Jane’s Addiction, Stone Gossard, Josh Klinghoffer y Taylor Hawkins, el baterista de Foo Fighters fallecido en 2022.
«Frenzy», el tema que abre su nuevo trabajo, no busca envolver a Iggy Pop con arreglos aggiornados a la época (ya estuvo a la vanguardia junto a Bowie y Lou Reed en los 70), sino que atraviesa una nube de distorsión, transpirando un rocanrol primitivo, sediento de adrenalina eléctrica. El cantante da rienda suelta a su fama de artista maldito, que lo convirtió en un mito y casi lo mata en vida, con una letra salvaje que le escupe en la cara a sus detractores, los haters que lo ridiculizan como una pieza de museo en las redes: «¿Cuándo debería retirarme?/ Cuando a mí se me antoje/ y justo ahora no se me antoja», canta, entre aullidos.
En su decimonoveno álbum en solitario se vuelve a plantar lejos del artista curioso  capaz de experimentar con el jazz, filmar con Jim Jarmusch, tener un programa de radio en la BBC y colaborar con bandas como Underworld y Måneskin. En estas once nuevas canciones, Iggy resbala por las alcantarillas de su pasado con el gesto burlón de un señor que se mantiene sobrio, practica tai chi y lleva una vida de lujo en Miami, pero que sin la música puede sentirse como un perro enjaulado.
Una canción como «Strung out Johnny», sobrecargada de teclados post-punk, cuenta la historia de un yonqui con esa voz cavernosa que baja a las profundidades de la oscuridad pero que igual resulta adictiva. «New Atlantis», en cambio, se parece más al suave reposo del guerrero, donde mezcla el fastidio y con una declaración de amor. Mientras que en «Modern day ripoff» no se toma tan en serio su leyenda y vocifera: «Una persona respetable no diría tantas maldiciones/ Al menos sigo pateando». La agitación, el fraseo corto, la distorsión de la voz que estremece hasta los huesos en «Neopunk», convive con deliciosas baladas melancólicas como «Morning show», más cerca de Bowie y Leonard Cohen, donde su voz se balancea como la de un chansonier sobre unas guitarras límpidas y la nostalgia de un teclado Hammond de los 70. Desde su imperio incendiado de rocanrol, Iggy convoca a una nueva ceremonia con esa voz de ultratumba –áspera, sedosa, susurrante, atractiva y cautivadora como el peligro– para anunciar que la leyenda camina de nuevo entre los vivos.

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