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Manifiesto sobre el cine

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Damián Damore

El jockey
Director: Luis Ortega
Intérpretes: N. Pérez Buscayart, Ú. Corberó, D. Giménez Cacho, R. Carnaghi, D. Fanego y O. Núñez.
País: Argentina

Jinetes. Pérez Biscayart y Corberó, protagonistas de la candidata argentina para los próximos premios Oscar.

Foto: Prensa

El estreno de El jockey, de Luis Ortega, fue una explosión: su llegada a las salas está antecedida por el anuncio de que será la candidata argentina para competir por el Oscar a mejor película internacional y, en simultáneo, por un puñado de críticas que la alaban, elogian, ponderan.

Todo es merecido. Aunque la historia gira en torno a un jinete y se desarrolla en un hipódromo, El jockey no trata sobre la pasión absorbente que genera el turf. En esencia, es una película sobre el cine: Ortega parece haber creado un manifiesto para reivindicar una forma de filmar que se aparte de los contenidos dominantes en las plataformas. Un cine de otro tiempo, hecho ahora: azulejos, madera, mármol, exteriores urbanos y rurales, pistas oficiales y clandestinas, túneles, pasillos, petacas, bares.

En sus primeras producciones, Ortega dejaba entrever influencias de Leonardo Favio y David Lynch. Aquí también se detectan esos ecos, pero esta vez el director parece haber encontrado su voz. Su estilo se había vuelto más personal en El ángel, su proyecto mainstream, pero estaba pensado para un público masivo. Aquel pasado experimental sirvió de base para que hoy convivan su mirada más íntima y la que interpela a gran escala, con un efecto especial: El jockey es su mejor película.

Parafraseando a la obra maestra de Marco Ferreri, La gran comilona, podríamos decir que se trata de «la gran comediona», con una fuerte cuota de trash. Remo Manfredini (Nahuel Pérez Biscayart, en una extraordinaria actuación) es una leyenda del turf, excéntrica y autodestructiva, que consume tiempo, sentido y lo todo lo que encuentra en su camino. Abril (la española Úrsula Corberó, en tal vez su mejor versión) es su contraparte y su complemento: yoqueta profesional y competente, está embarazada y debe decidir cómo seguir.

Ambos corren para Sirena (Daniel Giménez Cacho, multifácetico, destaca por una sensibilidad única), un empresario emberretinado con el mundo hípico.

El punto de quiebre de la historia se da durante una importantísima carrera: Remo sufre un accidente, desaparece del hospital y empieza a deambular sin identidad por Buenos Aires. Liberado de su trama sincrónica, el film se vuelve surrealista, lleno de gracia, agudo, existencialista, onírico, callejero y celestial.

Los cinéfilos encontrarán marcas de otros autores porque El jockey dialoga con el séptimo arte. No sería correcto hablar de homenajes ni citas: todo puede asociarse a otras películas. Desde el humor físico chaplinesco hasta la peluquera en la cárcel, que recuerda a la novia de Uma Thurman en Kill Bill, pasando por el uso de la fusta camino a las gateras, que remite al bastón del Alex de Malcolm McDowell en La naranja mecánica y los aires secos de Kaurismaki para mostrar a cada personaje.

El jockey acumula referencias cinéfilas, musicales y literarias, pero no transpira erudición forzada. Están dispuestas para quien quiera y pueda captarlas. ¿Vemos al payaso de la tapa del primer disco de Almendra en el vendaje de Remo? ¿O es un alienígena de Tim Burton? La grandeza de Ortega radica en no reducir esa acumulación al simple guiño, siempre reservado.

Hay una meticulosa composición de cada cuadro y el resultado es cautivante. Una vez que entramos en su mundo, queremos explorarlo más, deleitarnos, intentar comprender la cadena de razonamientos que se ponen en juego, aunque sepamos que será en vano. En una escena lisérgica y campera del tramo final suena «Trigal», de Sandro. El jockey, Luis Ortega, Remo Manfredini saben borrar, como dice la letra, «mi tiempo y esta herida».

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