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Rebeliones y sumisiones posibles

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Sonia Budassi

La merma
María Moreno
Penguin Random House
160 páginas

Crudeza. La autora narra la ambigua coreografía de los médicos y las enfermeras que la rodean.

Foto: Alejandra López

La larga tradición sobre duelo, dolor y literatura suma, con el más reciente libro de María Moreno, un nuevo capítulo de prosa radiactiva: no nos expulsa de la trama, nos sumerge en descubrimientos entre el shock de la toxina sin estridencias, y la tristeza de lo inexplicable, como si se tratara de una novela de iniciación, en la cual su protagonista descubre una nueva y mutante identidad. O casi: si la esencia persiste, las acciones y reacciones a partir de que su cuerpo fue azotado por un ACV varían. Para ella misma y para el resto.

Como una más ácida Joan Didion argenta, en La merma cobra forma el análisis de los mecanismos de producción de vida y literatura; las aceptadas burocracias del sistema sanitario; sus valores estéticos, sus perturbadores sesgos nacidos de la más simple contundencia de la limitación y sus puntos de fuga, cifrados en los obstáculos que la narradora pretende, parece, no sortear sino burlar. La parálisis de un costado del cuerpo es un territorio y ella, detective escritora, aprenderá a conocerlo casi tanto como a las rutinas de la institucionalización.

Para los seguidores de su obra, se trata de una continuidad: su razón de ser, que siempre coloca en foco la reflexión literaria. Acá asistimos no solo a lo que sucede en los dispositivos médicos, sino en su escritura: «He renunciado a mis excesos barrocos y a mis enumeraciones caóticas rococó. He llegado a la síntesis por un déficit, no por voluntad. Y he ganado lectores: ahora soy transparente, mientras que mi habla se vuelve, a veces, infranqueable».

La declaración genera algo de desconfianza, porque la autora es un as de las triquiñuelas para mantenernos en vilo. Lo que sucede en este libro, por momentos, es en ella nuevo y clásico. Recordemos la novela Black out e incluso hasta Oración. Carta a Vicky y otras elegías políticas. En ellos, como en La merma, aflora la marca autoral de quien no abandona el objetivo de hacer crítica cultural sobre su entorno y sobre sí misma. Moreno ríe de las estrategias de figuración de cada intelectual con quien departe; teje hilos narrativos y descriptivos de lo que ya no encaja; enumera reglas diseñadas ante la limitación física, los criterios organizacionales de las tiranías de la salud.

En el detalle poco violento se escenifica, así y todo, la gradación de fuerzas. En cómo te peinan en una cama de hospital se cifra un poder, un énfasis pragmático en el cercenamiento de la autonomía. Y la infantilización consolatoria, insoportable, de la buena intención médica: «Comienzo a balbucear, a pesar de que no se entiende nada –al principio no era consciente de eso–, a intentar tocarlos con la mano izquierda. La mujer me felicita, para un accidente como el que tuve, estoy bastante bien. Lo hace con voz falsamente eufórica, como se da la bienvenida a los niños pequeños en el jardín de infantes».

La resistencia se nutre de la autoestima: es maravillosa la ajustada repetición del verbo y sustantivo jactancia, siete veces en el texto. Según la RAE, «presunción u orgullo excesivo de uno mismo o de sus cosas». El alarde del verbo depende del contexto. «Me rotan, puesto que no puedo rotar sola. Lo hacen violentamente a la izquierda (…). Es la vida mínima, de un animal capturado, sin acceso al lenguaje, pero con la desgracia de comprenderlo». Y luego: «Entonces me jacté de haberme vuelto más inteligible».

En esas exploraciones semióticas resurgen los marcos ¿piadosos? de lo supuestamente alternativo, desviaciones de las bellezas aceptadas. Las tipologías de esta prosa envolvente funcionan como mandíbulas mordedoras de buenas conciencias. Es un libro sobre el cuerpo, sí. Pero más que nada sobre las lecturas de las rebeliones y las sumisiones posibles. Moreno elabora las jerarquías y las ambigüedades de todo sistema que se presente apetecible al mercado, sin decirlo. «Los aplausos las acompañaban ya desde la entrada como ejemplo de superación personal y puesta en escena de “otra clase de belleza”. Se me había olvidado que no era la silla lo primero que veían o no veían en mí, la invisibilidad no se debía a mi condición de “disca” sino a mi vejez. Pero me adelanto. Ese brazo muerto me hacía disca entre los discas o debería buscar en internet otra comunidad más afín», escribe.

La develación de las coreografías de enfermeras, médicos, amistades y los aparatos de designios políticamente correctos, imposibles de domesticar que rodean a esta narradora díscola, no solo descubre el solapado diseño del mundo de lo «normal», sino cómo se construyen y recrean los mecanismos narrativos cuando lo que prolifera entre el desborde desesperante de las normas invasivas es una involuntaria o buscada escisión. 

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