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Recuerdos barriales

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Susana Cella

Infancia en Mataderos
Claudio Zeiger
Emecé
149 páginas

Memoria. El escritor bucea en las primeras experiencias del protagonista.

Foto: Télam

En la última novela de Claudio Zeiger surge lo que podría llamarse «la vuelta al barrio», tema de relatos y canciones que indica ese lugar donde transcurrieron los primeros años de vida, por lo que el espacio está atravesado por un tiempo ido, más o menos lejano, y que suele llegar como suma de recuerdos, de experiencias tempranas, de edad de aprendizajes y tentativas. En este caso ese regreso se desencadena por un hecho decisivo e irreversible: la muerte del padre del narrador cuyo velatorio conduce a Mataderos, un sitio que adquiere un rol fundamental.
Lejos había quedado, quizá doblemente, tanto porque el protagonista continuó su existencia en otras localidades como porque aquel período inicial quedó recóndito en la memoria.
Y será el retorno el que permita revivir, recuperar, calles, casas, escuela, familia, parientes, amigos y hasta evocar la historia de Mataderos remontándose a tiempos lejanos y sucesos que tuvieron repercusión. En el discurrir de una prosa que se caracteriza por su limpidez y ritmo pausado, caben tanto los acontecimientos puntuales como las costumbres y relaciones sociales de una clase media no estereotipada; las andanzas de un chico y las conclusiones que va sacando, y sobre todo, entretejido con eso, las opiniones de quien está rememorando para narrar, por lo que el tono reflexivo proyecta toda la historia a una dimensión mucho más honda.  
«¿De dónde somos?», dice el protagonista para enseguida referirse a los límites del barrio, pero en el transcurso de la novela esa pregunta que sigue obsediendo apunta a indagar aquel lapso que conecta con el origen, con eso que quedó tan atrás e irrecuperable pero que a la vez dejó una marca indeleble.
La modulación de la voz que narra se aleja de un recuento nostalgioso o sentimentaloide para que sí se vea, no estentóreo sino más bien dulcemente asordinado, de pronto presentificado mediante los verbos que soslayan el tiempo pasado para emplazar la escena nítida en presente, ese movimiento que quiere «penetrar en los secretos confines de la infancia».

En este punto el autor plantea el imposible enfrentamiento con el «verdadero yo infantil», porque, según dice, se nace dos veces: la primera queda latente y la segunda, desde pequeños, es la que podemos conocer a través de las máscaras que construimos y que el tiempo suma, a través de las cuales concebimos el mundo y actuamos. Y son muchas las máscaras que presentan todos los episodios de este relato, en el cual lo autobiográfico es evidente, sin que se trate de una autobiografía. El procedimiento sirve para desplegar un lapso, sobre todo esos años de niñez que transcurre en los años 70, no en una visión más o menos panorámica ni general, al contrario, en las puntuales anécdotas acaecidas en el barrio y sus alrededores.
Que el libro se titule Infancia en Mataderos adquiere toda su significación porque condensa las dos palabras básicas y necesarias enlazadas: así fue esa infancia porque así fue ese barrio, al que el paso del tiempo modificó, valga el ejemplo emblemático de la existencia del Hospital Salaberry. Solo volviendo a sus recovecos pudo realizarse el desafío de preguntar por causas y azares que configuraron un destino en otros lugares, pero con el ineludible bagaje de lo que podríamos llamar la escena primordial de un narrador que conjuga miradas y sentimientos de niño con sutiles sentires y razones del adulto que quizá desee mucho entender ciertas cosas.

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