25 de noviembre de 2025
El norte la montaña, al sur el lago, al oeste el camino, al Este el río
Lazslo Krasznahorkai
Sigilo
176 páginas

Estilo. El reciente Nobel construye oraciones largas y claras en su textura.
Foto: Hartwig Klappert
Si el criterio de los Premios Nobel de Literatura fue cuestionado cuando lo ganaron escritores de vocación ecléctica como Bob Dylan, más reconocido en el plano musical y, luego, por el de la bielorrusa Svetlana Alexievich porque su obra era de no ficción, el húngaro Lazslo Krasznahorkai, galardonado en octubre pasado, parece tener todas las fichas puestas en el casillero de lo que suele llamarse «alta literatura».
Nacido en Hungría en 1954 –es el segundo autor de su país en obtener el reconocimiento de la academia sueca, luego de Imre Kertész–, su biografía y parte de su obra e intervención pública está trazada por la experiencia histórica soviética y la etapa posterior. Sus primeras novelas son consideradas críticas oblicuas al régimen comunista. Luego, en Melancolía de la resistencia, entre otras, se narra la desilusión social que sobrevino junto al cambio radical, sobre todo en las grandes ciudades que adoptaron una fisonomía claramente capitalista de manera abrupta, mientras otras localidades quedaron perdidas en la lógica del pasado.
Solo en la actualidad el autor ha dado declaraciones políticas explícitas, críticas al régimen «psiquiátrico» de Viktor Orban y a su «democracia iliberal». Hoy el autor vive entre Austria y Alemania y su obra fue publicada en nuestro país por la prestigiosa editorial independiente Sigilo, tal como sucedió con la coreana Han Kang, Nobel 2024, descubierta en estos pagos por el sello Bajo la luna. Y este detalle habla de un criterio diferencial en la valoración general de su obra y en su distribución global.

Si la gran crítica estadounidense Susan Sontag, por ejemplo, se refirió a él como «el maestro húngaro contemporáneo del apocalipsis que inspira la comparación con Gogol y Melville», los libros que acá circulan se desvían de ese pesimismo tan citado (no así los títulos de la española Acantilado). Podemos reconocer la universalidad mencionada en Al norte la montaña, al sur el lago, al oeste el camino, al Este el río y en la bella El último lobo, pero no aquella oscuridad tan reseñada. Por un lado, suele señalarse su estilo de oraciones largas, con muchas subordinadas, separadas con comas, en detrimento del punto. Por eso, suena lógica la relación creativa con el cineasta Béla Tarr, quien cultiva los planos secuencia desde 1988, tal como el escritor se empecina en la hipotaxis.
En El último lobo el monólogo está imbricado en la acción. Y atrapa: un profesor de filosofía recibe por sorpresa una invitación para buscar al animal en la región de Extremadura, España, y le cuenta el fracaso de su periplo a un mozo en Berlín. En cambio, en El norte… el narrador es una tercera persona que fragmenta las escenas capítulo a capítulo. La supuesta exigencia que le insume al lector seguir sus libros no se debe, en este caso, a que su prosa sea complicada, pues no lo es. La puntuación no impide que su textura y sentido sean claros.
El nieto del príncipe Kenji, cuya salud se revela frágil, sale de Kioto en búsqueda de un templo budista y un jardín secreto. Su percepción –podemos aceptar que el punto de vista esté teñido de la subjetividad, por momentos en trance, del protagonista– quizá sea el motivo por el cual haya capítulos enteros solo dedicados a descripciones minuciosas. Del viento, de los gingkos, de los altares de oro, como si la novela se hibridara con un estudio topográfico e iconográfico del paisaje japonés, donde la naturaleza y las representaciones religiosas son nutrientes de un sentido filosófico y espiritual que, tal como al peregrino, al lector no le serán no tan fáciles de asir. Pero, aun así, valdrá la pena el viaje.
