Cultura | Cuento | Por Eugenia Almeida

Bruma

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Por Eugenia Almeida

Eugenia Almeida (Córdoba, 1972) ganó el Premio Internacional de Novela Dos Orillas por El colectivo (2007). Además, publicó
La pieza del fondo (novela, 2011), La boca de la tormenta (poesía, 2015), Inundación y El lenguaje secreto del que estamos hechos (ensayo, 2019).

Hugo Horita

El que vino fue Luciano. Se bajó del auto a las corridas, el motor en marcha, el ruido de la puerta de metal, esos golpes ya decían.
Yo estaba terminando de poner la mesa. Me quedé así, demorada en un tiempo sin margen, un cuchillo en la mano, un tenedor en la otra. Mirando el suelo, pensando en cómo se habían ido borrando esos arabescos.
Luciano todo pálido, todo flaco, no sabiendo dónde poner los ojos, no sabiendo qué decir o qué hacer, cómo manejar su cuerpo, cómo hacerse sitio en mi casa.
De verlo nomás, ya supe. Algo grave. Algo que te lleva a golpear con el puño una puerta de chapa.
–Tenés que venir.
–¿Qué pasa?
–Vamos.
Ya entonces se abrió la bruma. Empecé a pensar pero no quise preguntar. Me miraba las manos, los cubiertos de plata de la tía. El mantel, la mesa.
–No puedo salir corriendo.
–Vamos, vamos. Es Martín.
Apoyé el cuchillo.
–Mamá.
El tenedor al costado izquierdo del plato.
–Mamá. Está muerto. Tenés que venir.
No sé cómo fue salir, caminar por la calle, subirme a un auto. No sé.
Luciano hablaba sin parar y yo iba viendo los carteles, leyendo, poniendo los ojos en esa fugacidad.
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–Nos llamaron temprano, Marta se quedó con los chicos. Dicen que lo encontraron en Tucumán, que lo están trayendo, que tenemos que ir.
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–¿Tucumán?
– Andá a saber en qué andaba.
–¿En qué va andar tu hermano? No seas estúpido.
Se calla. Un segundo.
Ya sé, ya sé, nunca le hablo así. Pero esa frase, ahora, justo ahora, esa frase. No crié hijos para que se atacaran entre ellos. Eso le digo.
–No lo ataco, digo algo que es cierto.
–No sabemos qué hizo estos años.
–¿No sabemos? Se borró, desapareció, se fue a la mierda y te tuvo a vos con el corazón en la boca.
De dónde saca este chico esas expresiones. «El corazón en la boca». Debe estar viendo novelas.
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–¿Qué más te dijeron?
–Ahora nos van a explicar.
La danza del simulemos. Sabe algo. Sabe algo horrible y no quiere decirlo. Que otro haga el trabajo. Tendrá miedo que me quiebre. No me conoce.
–Mamá.
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–Mamá.
–Qué.
–Martín andaba en cosas jodidas.
–De dónde sacás eso. Si no sabemos de él hace años.
–Escuchame.
–Lo mismo de siempre. No tenés que juzgarlo, no sabés qué le pasa, qué problemas tiene, qué dificultades. No sabés.
–Mamá, por favor.
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–Vos nunca quisiste saber.
–Para qué, si ya estás vos, que sabés todo.
Lo veo acomodar la espalda, bajar los hombros, lo veo reaccionar como un nene. No crié bien a este. Muy frágil, muy débil.
–Estuvo preso.
–¡Quién estuvo preso! ¡Quién! ¡Dejá de hablar mal de tu hermano!
–Estuvo preso. Mucho tiempo. No te dijimos nada para que no te amargaras.
Una víbora por dentro, un latigazo de piedra, algo que me llega hasta las manos, tendría que golpearlo, tendría que.
–Ya te habías acostumbrado a eso, a no saber. ¿Para qué te íbamos a contar?
–Pará, pará el auto ya.
El frágil hace una movida veloz y traba las puertas. Eso me impacta. No lo hubiera creído capaz.
–Quisimos cuidarte.
–¿Y para cuidarme dejaste abandonado a tu hermano? ¿Que se pudra en una cárcel sin que lo visite ni la madre?
–Lo visitaba yo.
Después de años siento la necesidad, violenta, de prender un cigarrillo. La desesperación por sentir el humo en la boca. Abro la guantera. Revuelvo las cosas hasta encontrar una etiqueta, un encendedor. Hago girar la piedra, estalla el fuego.
–¡Mamá! ¡No podés fumar!
–Vos podés ocultarme una cosa así y yo no puedo fumar.
–Mamá.
–¿Tenés idea de lo que fueron estos años? ¿Todo el tiempo esperando que vuelva? ¿Las noches con el oído alerta por si se abría la puerta? ¿Tenés idea?
–Hubiera sido peor.
–¿Tener un hijo en la cárcel hubiera sido peor que no saber dónde estaba?
–Sí.
–No entendés nada.
–Yo también tengo hijos.
–¿Y? ¿Te gustaría que te escondan algo así, que te mientan, que te traten como si fueras un estúpido que no puede con las cosas?
–Hice lo que creí mejor.
–¡Claro! ¡El perfecto! ¡El santo! Hizo lo que creyó mejor y se cagó en todo lo demás. ¿Quién te creés que sos? ¿Con qué vara lo juzgás a tu hermano? Qué. Hizo algo mal. Robó algo, se mandó una macana, se equivocó. ¿Y? Ahora me entero que lo dejaste a un lado, le quitaste la posibilidad de que lo acompañe. Y me obligaste a mí a tragarme todos estos años de no saber.
–No robó, mamá.
–Lo que sea, no me importa.
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No puedo evitarlo. Ya no puedo. La mano se mueve sola. Mi puño cerrado golpea la cabeza de Luciano, todo este odio de haberme convertido en otra. De haber perdido la vieja tranquila que era hasta hace una hora. Toda esta furia de no saber dónde ponerme. A quién odiar.
Luciano no espera el golpe y reacciona como puede, el volante se mueve brusco a un costado, el auto se va hacia la izquierda, roza el poste de cemento, hunde la trompa contra una tapia. La cabeza de Luciano choca contra la ventanilla y parte el vidrio, golpea contra la tapia y veo cómo vuelve, casi un rebote manso, el cuello en un movimiento extraño y después el mentón que cae. La cabeza de mi hijo abandonada de toda fuerza.
Gente que se acerca corriendo, que grita, alguien que llama por teléfono, después, mucho después, una ambulancia, un tipo vestido de naranja, el ruido de un cortafierros, una camilla, el cielorraso del hospital, pasillos, luces brillantes, un sonido agudo.
Después Marta. Marta que llora y dice «tu hijo está muerto» y yo que pienso en Martín y pregunto y ella que se levanta de golpe y se va.
Después alguien que viene a decirme. Luciano. Su entierro. Preguntan si me acuerdo de lo que pasó. Ya no respondo.
Después días. Bruma, no sé. Las enfermeras, ese cotidiano en sordina en el que nadie viene a verme pero ellas me dan charla. Después la mañana en que la chica nueva me trae diarios y revistas viejas, «a usted que le gusta leer, Doña Elvira, le dejo esto acá».
Después no sé, blanco.
Después el día –quizás el mismo, quizás otro, quién sabe– en que veo uno de los diarios y, en la última página, la foto de Martín con un nombre que no es el suyo. Las letras negras y gruesas. «Encuentran muerto al principal responsable de la trata de menores en el Noroeste argentino».
Después bruma.

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