5 de abril de 2022
Con las plataformas y la corrección política en el centro de la escena, la entrega de estatuillas sigue sin levantar vuelo. Escándalo viral y baja audiencia.
GETTY VIA AFP/DACHARY
Según Variety, la influyente publicación de la industria del cine, «CODA hizo historia». Es una afirmación por lo menos polémica. ¿Cuál fue el hito que marcó? ¿Tiene que ver con su sensible retrato de la comunidad hipoacúsica interpretado por actores sordos? No: Variety alude bastante menos a los contenidos de la película de Sian Heder y a su «gesto inclusivo» que al cambio de paradigma de la industria y el mercado.
CODA hizo historia «al convertirse en la primera película de una plataforma de streaming en ganar un Oscar a mejor largometraje». Su triunfo en la 94 entrega de los premios de la Academia ofrece, dice, «una potente muestra de cambios tectónicos que tienen lugar en Hollywood, un giro en la manera en que se hacen y se distribuyen las películas».
Pero si bien estos cambios se vieron acelerados y consolidados por la pandemia (el público aislado en sus casas, los cines cerrados), ya habían empezado bastante antes. El año pasado, las contendientes más notorias de Nomadland, la película ganadora (que sí tuvo un estreno cinematográfico, aunque limitado), fueron Mank y The Trial of the Chicago 7, de Netflix; Sound of metal, vista acá en Amazon; Judah and the Black Messiah, de HBO. Es decir, títulos que habían sido mayoritariamente estrenos exclusivos de los servicios digitales, así como en años anteriores se destacaron Roma (2018) y El irlandés (2019), ambas de Netflix. Este ya era, para entonces, el «nuevo paradigma».
CODA tuvo un lanzamiento reducido en salas, pero su principal canal de exhibición fue Apple en Estados Unidos y, por estos lares, Amazon. Y su principal competidor (entre otros más tradicionalmente «cinematográficos», como Amor sin barreras o Licorice Pizza) parecía ser El poder del perro, estreno de Netflix que al final ganó el Oscar a Mejor Director/a (Jane Campion). El mensaje parece ser que «el cine» ya no es solo eso que está en las salas, donde las proporciones de la pantalla alguna vez fueron indicativas de grandes ambiciones narrativas. Es una redefinición que viene planteándose desde que el soporte mismo de proyección dejó de ser la «película» propiamente dicha, el celuloide, para volcarse enteramente al digital.
Vale preguntarse quién se va a acordar de CODA dentro de unos años. Puede parecer un planteo híperconservador, dar por sentado que antes se premiaban películas «mejores». En otro artículo de Variety, el periodista Owen Gleiberman plantea que no se trata tanto de producciones buenas o malas sino de grandes o pequeñas. Y CODA, que ha quedado en compañía de El Padrino, La malvada, Lawrence de Arabia, Lo que el viento se llevó, La lista de Schindler y Titanic, entre otros clásicos modernos que mantienen su vigencia varias décadas más tarde, es acaso una película genuinamente conmovedora, dice Gleiberman, pero indudablemente pequeña. ¿En qué momento los Oscar, acusados tanto tiempo de haberse destinado a la autocelebración y la consagración de los egos de la industria, dejaron de premiar films épicos de la escala de Gladiador?
Varios cambios atravesaron la lógica de la premiación a lo largo de las últimas dos décadas. En 2009 las nominadas a mejor película pasaron de ser cinco a un número variable de entre ocho y diez. Eso indudablemente dispersó la atención que antes concentraba ese puñado selecto, que en general las convertía en las más buscadas de la temporada de premios, las que más expectativas generaban, las más publicitadas. El público pasó de no querer perderse Rain Man, Pasaje a la India o Conduciendo a Miss Daisy, a no saber siquiera cuáles eran todas las candidatas.
Además, en los últimos años sobrevinieron cambios externos al modelo narrativo y de distribución: las agendas de reivindicación de causas sociales y políticas parecen haberse impuesto en el imaginario de los votantes. El imperativo de la industria de mostrar que tomaba conciencia, reflexionaba sobre sí misma y corregía brutales omisiones del pasado, en línea con el movimiento #metoo, los reclamos de visibilidad de los artistas afroamericanos y de la diversidad sexual. La relevancia sociopolítica quedó por encima de la puesta en escena. El qué sobre el cómo.
Cuando Ariana DeBose ganó la estatuilla a Mejor Actriz de Reparto por Amor sin barreras y aludió al espacio de los latinos en Hollywood, al menos hubo una conexión evidente, directa, con los temas centrales del film por el que era premiada. La reivindicación de su personaje como un pionero de la tolerancia de la diversidad sexual en el ámbito represivo del televangelismo, que ensayó Jessica Chastain al recibir su Oscar a Mejor Actriz por Los ojos de Tammy Faye, pudo sentirse algo forzado. Pareciera que en su discurso de agradecimiento todos sienten la necesidad de subrayar la conciencia política de la obra en la que participaron.
Que la ceremonia del Oscar es larga, aburrida y deslucida es algo que se dice desde hace décadas. Los productores prueban cambios que no funcionan («pregrabar» algunos premios secundarios), buscan nuevos maestros de ceremonia o ensayan cómo es no tener ninguno para luego tener no uno, sino tres: mujeres, dos de ellas negras, en un gesto quizá demasiado autoconsciente. Y con todo, el resultado de la emisión televisiva fue, a pesar de quedar un 60% por encima del rating del año pasado, bastante pobre. Si la de 2021, aún muy limitada por la pandemia, fue la menos vista de la historia, esta fue la segunda o tercera de la lista, con unos 16,6 millones de espectadores, muy por debajo de los 30 a 40 millones promedio de las últimas décadas. Donde sí se sabe que ha pegado un salto contundente (arriba del 140%) es en su repercusión en redes sociales, a lo cual seguramente ha contribuido el «escándalo del cachetazo». Dicho lo cual, en un mundo en el que aún es posible, en medio de tantos mensajes de amor y tolerancia, un episodio público y en vivo de violencia como el que protagonizaron Will Smith y Chris Rock, quizá lo mejor sea que llamen a una figura políticamente incorrecta como el actor británico Ricky Gervais para que conduzca la ceremonia, le prenda fuego al Dolby Theater de Los Angeles, ofenda a todo el mundo sin culpa ni hipocresía y le devuelva a esta premiación el esplendor que parece haber perdido hace rato.