Cultura

Central en la periferia

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Un perfil del prolífico escritor cordobés, ponderado por nombres como Julio Cortázar y David Viñas. Autor de más de 50 títulos inquietantes, todos de siete letras, su literatura comienza a encontrar, al fin, más lectores. Opinan especialistas y biógrafos.

 

Escribir un libro por año, de la A a la Z, en cada género: eso se propuso Juan Filloy. Todos los títulos de sus obras, más de 50, se componen de siete letras, y por lo menos uno se corresponde con cada letra del abecedario. Murió a pocos días de cumplir 106, durmiendo la siesta. Corría el año 2000. Logró otro de sus objetivos: ser un habitante de tres siglos.
Trabajaba como juez en Río Cuarto, pero había nacido en Córdoba, en el barrio General Paz, en 1894. «No era un jurista, era más bien un escritor, pero respetaba mucho el ser juez», dice su hija Monique. Tenía siempre un cuaderno al lado de los expedientes con apuntes para sus ficciones, con las que se entretenía hasta tarde, cuando todos en la casa dormían. «Siempre estaba escribiendo. Tenía en la mesa de luz papeles en blanco abrochados y un lapicito atado. Se ve que de noche se le ocurrían cosas».
En la Biblioteca Vélez Sarsfield, cerca del almacén de sus padres, Filloy se convirtió en lector y tuvo su primer trabajo como bibliotecario. «Era un hombre tremendamente inquieto», dice la directora actual, María Cristina Ruata. Filloy, además de escritor y juez, era caricaturista, grafólogo, encuadernador, calígrafo, columnista en distintos medios, árbitro de box, récordman de palíndromos y  de megasonetos.
Su abundante biblioteca tuvo que dividirse en tres lotes de donaciones. Erudito y desmesurado, sabía tantas cosas que hasta podía leer la suerte en las manos de los demás. Las personas lo buscaban pidiéndole consejos, aunque para hacerle confidencias tuviesen que gritarle; la sordera empezó a alcanzarlo temprano. Grande también fue su tarea como gestor cultural. Propulsó la creación de clubes –de ajedrez, de golf–, museos y espacios de encuentro.
Desde hace más de una década, la editorial argentina El Cuenco de Plata viene reeditando su obra en una colección especial, y también el sello de la Universidad Nacional de Río Cuarto. Antes de estas reediciones, pocos de sus títulos podían conseguirse en casas de usados.

 

Escritura multidireccional
Filloy comenzó publicando en ediciones de autor, financiadas de su bolsillo y distribuidas por correo personalizado. La imprenta Macció, donde publicó títulos como Los Ochoa o Usaland, atesora primeras ediciones, con portadas diseñadas por él mismo. «Las tiradas eran, por lo general, de 500 ejemplares», cuenta el editor. De ahí, en 1975, se secuestraron las impresiones de su novela Vil & Vil. Filloy la consideraba «un fuerte alegato social», pero cuando lo detuvieron se pasó el interrogatorio explicando la diferencia entre la opinión de un escritor y la de sus personajes. Así se salvó.
Donde antes estaba su casa –en la misma manzana donde está el tribunal al que iba a trabajar–, hay un estudio contable. El buzón de cartas, testigo vertical, todavía está en la puerta: la correspondencia que Filloy mantenía era abundantísima. Esos ejemplares enviados a lectores y bibliotecas de todo el país generaban, a su vez, cartas y cartas de vuelta. Por correo se había enamorado, también, de su esposa Paulina. Un conocido en común le sugirió enviarle uno de sus libros. Pasaron un año escribiéndose y decidieron conocerse, al fin, en Buenos Aires –ciudad que Filloy detestaba–, en la confitería Las Violetas. Al día siguiente eran novios, al otro se comprometieron y al tercero se casaron.
«Si por razones de incomprensión, de política literaria o simplemente por falta de información hay en nuestras letras grandes marginados, Filloy es el gran ignorado, por su propia voluntad», escribió Bernardo Verbitsky para una reedición de Op Oloop. Lo cierto es que su obra es exigente con el lector. Multidireccional, compleja y tan erudita como él, está escrita en un estilo irónico y recargado, en un tono que podría catalogarse como «jodón».
«Hay que odiar lo simple porque lo simple nos delata y nos perjudica», dice uno de los linyeras que protagonizan su novela Caterva. «Caterva es como un mecanismo de relojería: hay ese juego de pecados, virtudes, afinidades y oposiciones que tienen todos los personajes. El viejo es como los Beatles: los tipos eran geniales, también, porque eran capaces de distinguir lo bueno de lo no tan bueno. Ellos eran sus primeros críticos. Filloy también. En el año 37, imagino, se dijo: “yo no puedo escribir algo mejor que esto”», razona una de las personas que más analizó su obra, el crítico y docente Hugo Aguilar, a quien le costaba creer que alguien pudiera redactar libros así, hasta que lo conoció en persona. En el mismo sentido, su hija dice que le da impresión leer las cosas que escribía su papá, «porque es como escucharlo».

 

Universo cordobés
El mito Filloy no está fundado solamente en su particularísima producción; también descansa sobre una personalidad extraordinaria. En este momento hay, por lo menos, tres investigadores trabajando en una biografía suya. Uno es Omar Isaguirre, director del Archivo Histórico Municipal, donde se guardan muchas pertenencias del escritor. Lo recuerda como un hombre «enorme, corpulento, sarmientino: calvo, los labios gruesos, circunspecto».
En el lugar hay cajas apiladas: fotos, objetos, correspondencia y hasta unas planillas con los gastos domésticos de la casa. Es un rastreo obsesivo que lo emparenta con el Estadígrafo, protagonista de Op Oloop. «En cierta manera, él aparece en los libros», dice Isaguirre, mientras muestra una carta del pintor Emilio Petorutti en la que pide le mande un ejemplar.
La máquina de escribir de Filloy, con la barra espaciadora erosionada de tanto uso, está en exposición en la filial local de la Sociedad Argentina de Escritores. Ahí también se encuentra un tercio de su biblioteca: destinó a esa institución, de la que fue socio fundador, sus libros de poesía. «Filloy fue un tipo que se quedó y defendió su lugar», define Claudio Masiero, su actual presidente. El cordobés se resistía a ingresar en el circuito porteño y se lo puede pensar, por eso, como a un «escritor provinciano». Para Candelaria de Olmos, quien investigó su correspondencia en su libro Filloy en tres tiempos y también trabaja en una biografía, «Filloy siempre fue central, pero central en la periferia».
Masiero cuenta que el autor de La purga ofrecía encuentros de lectura en la biblioteca: «Durante la dictadura le ponían un oficial que escuchaba las charlas. Se la pasaba tomando nota, para informar. Ese hombre, que venía a controlar, terminó convirtiéndose en escritor». Por esos mismos años se produjo el encuentro con Borges: «Había venido a dar una charla sobre tango, tenía unos 80 años ya. Cuando lo ve a Filloy, le dice: “La verdad, ahora que lo conozco me doy cuenta de que yo lo tendría que haber leído más a usted”. A eso, Don Juan le respondió: “Y yo me doy cuenta de que a usted lo tendría que haber leído menos”». El propio Filloy se encargaba de contar que una vez le envió una novela al autor de Ficciones y la encontró en una casa de usados. Lo que hizo entonces fue comprar el libro, renovar la dedicatoria y enviárselo otra vez.
«Sus dibujos son su escritura más íntima», asegura Ariel Liendo, quien organiza muestras itinerantes de los retratos que hacía de los reos en los juzgados. Canal Encuentro emitió, el año pasado, un capítulo dedicado al cordobés, y el Cuenco de Plata sigue reeditando, ahora su primer libro de poesía: Balumba. «Su obra podría ser releída, porque se actualiza permanentemente. Altera los géneros discursivos y literarios. Reformula la tradición decimonónica. Le da una nueva perspectiva a la literatura argentina. Filloy lograba quebrar, o así parecía, los límites formales del universo lingüístico», concluye el poeta riocuartense Marcelo Díaz.

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