11 de noviembre de 2023
Del notero insolente de los tiempos de CQC al conductor que escarba en la intimidad de los famosos en PH, un repaso de su zigzagueante recorrido televisivo y radial.
Espontaneidad. L-Gante reaccionó ofuscado frente al interrogatorio al que lo sometieron Kusnetzoff y otros invitados.
Foto: Captura
Comercio de vida privada: ¿cuánta plata ganás? ¿Tu papá abusaba de vos? ¿Por qué te dejó tu papá? Allá lejos resuena como un primo lejano más honesto y barroso el «Si querés llorá, llorá», con el que Mami Mo hizo carne al talk-show. Esto es otra cosa: emociones gélidas bajo la cúpula de plateados neones como en Las Vegas. Los temas favoritos de Andy Kusnetzoff: chascos en citas, gaffes sexuales, separaciones escandalosas, hurgando con sus secos interrogatorios íntimos.
Los chimenteros del 13 lo acusan de disfrazar, en PH Podemos hablar, el ansia de intimidad tras un juego de escenario, una perfo hecha de charla pautada, competencia infantil y conversación sobre la vida en un VIP de famosos. Él es el mayor moderador de «la casta» televisiva, los que gozan de ostentar sus canjes en Instagram, los que convocan la atención de miles, los que se saludan en los restós sin conocerse de antes: los famosos.
El conductor es, además, deseo de ser e imponer «normalidad»; esfuerzo por desdibujar las barras machirulas que existieron en la Metro durante añares; así es el Andy de la tele: una escucha pseudo psi perdida en la ciudad de las psicólogas como su madre, Chiche, que le insufló junto con su padre, Juan Carlos, ese arte para la atenta escucha, en el que se destaca, su mayor virtud: el prestar oreja y guiar la respuesta con el aire de que la conversación transcurre como en la vida misma, sin los hilos de una entrevista rectora.
PH es reunión de amigos diseñada para identificar a los que miran tele un sábado a la noche, desde esos dos o tres ambientes con la pantalla encendida, no como ellos en un cóctel, un VIP, una «mesa con toda la onda», que se representan en esta pieza de diseño: la vida social y confesional de los otros, que viven y se muestran en pack deluxe.
Entre los invitados, a veces se cuela un seco, un austero, un obse de la restricción sobre la vida privada que contesta «en conceptual», y es un demonio que a Andy lo pone particularmente tenso. Entonces interrumpe, acota, desmiente, desvía rápido siguiendo el ars de conductor experimentado, hábil en barajar alocutores con especial atención a los conectores. Esa es la razón de ser de su modelo de conductor: armar hilo, guiar la atención del espectador lábil, huidizo, a puro coup d’effet. Ay, el famoso (a veces, el político) que ingresa al PH con la fantasía de llenarse de brillo y de foco, y justo enfrente suyo encuentra a Andy, que en materia de captar la atención viene siendo un militante idóneo y constante.
Se hizo popular como un insolente de perfecto inglés, bien educado, pero un poco zarpado, canchero, como para besarle el Oscar a Mel Gibson o los labios a Angelina Jolie (era «pre-Rubiales»), en esa alfombra roja de la que fue –en tono opuesto, menos informado y más jodón– su cronista más persistente, junto con Axel Kuschevatzky. Andy, el redento de sus bullyings del pasado que, el mismo día de la acusación de Anamá Ferreyra –de haberse burlado de su eterno portuñol– la citó en un bar de Av. del Libertador e hizo públicas las disculpas. Andy, el que exhuma sus pecados pasados diciendo en entrevistas ad hoc: «Ya no soy ese rubio».
«Un día me la voy a cobrar y hoy se da», dijo Pampito Perelló Aciar en el living de Intrusos, y recuerda –de sus comienzos– cuando lo boludeó «junto a un famoso representante» y no le dio la nota que le había prometido. «Algún día yo voy a hablar», dice un exconductor de la Metro, todavía dolido tras la movida de Andy (y otros) de llevarse la programación de la señal a Urbana Play, afectado al personal de su ex querida radio, que le habilitaba junto con Telefe sus misiones solidarias. Ahí se hacía fuerte en su «ser es dar», su convocatoria de ocho cuadras de cola para donar a comedores que automáticamente lo colocan en el territorio del bien, con ese aura positiva que construyó junto a la Fundación Sí, como garantes de alimentos una o más veces al año.
De vidas ajenas
Su black book está en YouTube, donde es posible ver a otro Andy, en la era previa a la corrección política, fijado en el contacto físico con las estrellas de Hollywood siendo notero de CQC, invasivo y un pasito por encima de los demás mortales. Su CV dirá que fue el mejor aliado de la farandulización del menemismo, y que protagonizó un tiroteo verbal burlón y a veces violento dirigido al político o al hegemónico de otros tiempos. Lo de hoy es otro speach: «Saber que a todos nos pasa de todo», dijo el otro día desde su atrio, en el que se desliza entre un piropeo frío de hombre casado y una transgresión esta vez asociada al fisgoneo entre sábanas ajenas, como las de Wanda y L-Gante, que reaccionó ofuscado frente al interrogatorio al que lo sometieron en dúo con Pía Shaw.
En radio, el ayudar a levantar, a ganar entradas, a conseguir un beneficio, lo colocó siempre del lado de un «populismo» de FM hecho de orejas comprensivas y verbas aceleradas que pelean para dar su consejo u opinión. Llega un momento –si no seguís la trama diaria, si no conocés la lista de nombres de pila y seudónimos con que se refieren los unos a los otros– que no se entiende nada. Son un devenir de tribu hecha de conductor, panelistas y productores, todos visibles ahora que se hace radio como tele, y la principal aspiración de Andy, así en el streaming como en el showbiz, es la espontaneidad.
Andy, el ídolo del chabón que quiere levantarse minitas; el asexuado ícono que –paradoja mediante– no piensa más que en eso y sobre «eso» vuelve, como le enseñó su papá «sexólogo», y así entramos en las camas ajenas, en las vidas que se viven «a full». Ay, la idea fifa de las secciones de la Metro, cuando eran tan jóvenes estos celestinos centelleantes que solo podían concebir a una de las partes como objeto sexual. Su revolución –no solo la suya, sino de la crew Metro– fue la antítesis de los juegos reglamentarios de la tele de hoy: allí su marca fueron los diálogos sobre la nada, perdiendo el tiempo: lo dejaban ir; no lo capitalizaban porque solo el objetivo era ese acompañamiento jocoso y bardero de una histriónica barra de varones que hoy, en Urbana, se aggiornó con un cupo para mujeres y trans.
«¿Da para darse?», insistía antes en esas maratones de asistencia sexo-sentimental, que lo hicieron un «aliado», uno más, el amigo que tenemos del otro lado; el «porteño chamuyero», el celestino levemente malévolo que le subraya lo ridículo al requirente, y vibra en el rechazo de «la minita» porque en el fracaso del otro se hace fuerte su palabra –su autoridad–, siempre un pasito más arriba, apto para dar consejo y asistir emocionalmente. «No la vi venir», dijo hace poco cuando se emocionó por haber estado 20 años en el aire: fui la compañía de media vida, dijo, el aliado que está pensando en tu bienestar, y por eso el tiempo no transcurre, se deja estar; simplemente porque él y ellos están ahí, constantes e inmutables, para que seamos felices.