Cuento | POR Liliana Escliar

Borges o yo

Tiempo de lectura: ...
Liliana Escliar

Liliana Escliar (Buenos Aires, 1959) es escritora y guionista de cine y televisión. Por su primera novela, La arquitectura de los ángeles, recibió el Premio Planeta en el año 2000. Para televisión ha escrito entre otros los guiones de Se presume inocente y Mujeres asesinas, con Marisa Grinstein. Las novelas Los motivos del Lobo (2017) y Tumbas rotas (2020) conforman una serie protagonizada por el investigador Daniel Parodi.

Despertó sin recuerdos en una sala llena de espejos. Las imágenes, apenas sombras vislumbradas, reproducían su figura vencida, una y otra vez.
Una voz.
–¿Sabe dónde está, Borges?
Supo que le hablaba una mujer, pero no pudo calcular edad o procedencia. Su escasa frecuentación de las damas lo privaba de la mínima experiencia para hacerlo. Eligió creer que era joven y bonita.
–Estoy en un cuarto de espejos –dijo. Una obviedad que seguramente defraudó a su interlocutora. 
–Arroz con manteca –dijo la mujer–, del Dorá –agregó mientras dejaba el plato al lado de Borges.
El escritor, ducho en policiales, infirió sin esfuerzo que el hecho de que hubieran averiguado el plato y el restaurante preferido era un vano intento de tranquilizarlo.
–No es necesario.
–¿El arroz?
–Intentar apaciguarme. Soy un hombre ciego y no me ha sido dado el coraje para los combates o las meras escaramuzas. No es necesario apaciguarme –repitió–. Tal vez, si es posible, explicarme por qué me encuentro en esta habitación.
 –Está secuestrado, Borges.
El escritor comenzó a reír. ¿Quién querría secuestrar a un anciano cuya única fortuna, si es que tenía alguna, era haber logrado ciertas páginas válidas? Por otra parte, la elección del arroz y el hecho de que lo hubieran encerrado en un cuarto de espejos hablaban de una meticulosa investigación de la que no habría escapado, supuso, el exiguo saldo de su cuenta bancaria.
–Deben saber que ni Madre ni yo disponemos de dinero para… –comenzó a decir, pero la mujer ya estaba saliendo del cuarto.
Horas más tarde oyó caer una lluvia minuciosa, pensó en Madre y también en Fanny, que lo esperaría como siempre al pie de la cama estrecha con el pañuelo perfumado y los dos caramelos.
¿Preguntarían ellas por su retraso? ¿Se alarmarían? Pensar en eso lo sumió en el desasosiego.
Borges, el agnóstico, se hincó sobre el suelo de cemento –pensó brevemente «se me van a ensuciar los pantalones»– y comenzó a rezar el Ave María.
–… y en la hora de nuestra muerte, Amén.
La puerta se abrió con un chirrido leve como invocada por la plegaria cuando el escritor se incorporaba.
–No sabía que usted rezaba, Borges.
–Siempre supuse que Dios, si existe, no aceptaría sobornos. Pero dadas las circunstancias creí que no sería infructuoso intentarlo.
No estaba dispuesto a revelarle a su captora que aquella era una rutina nocturna, una promesa que había hecho a Madre, siempre preocupada por su alma inmortal.
–¿Podría decirme el monto de mi rescate?
–No hay rescate, Borges. Usted va a escribir para nosotros.
El escritor sonrió. La idea de convertir la escritura en una tarea forzosa era casi tan absurda como la de obligar a alguien a leer. Pero la muchacha –a esta altura no cabían dudas de que era una mujer joven– hablaba con el fervor de los prosélitos. Tal vez era una de sus alumnas de la universidad, esas muchachas jóvenes con voz chiquita.
–¿Nos conocemos?
La mujer le puso dos caramelos y un pañuelo perfumado en la mano:
–Duerma, Borges. –dijo. Y también: –Soy María Kodama.
«¿De qué otra forma se puede amenazar que no sea de muerte? Lo interesante, lo original, sería que alguien lo amenace a uno con la inmortalidad».
En la pesadilla de su imagen multiplicada por los espejos, en la vigilia de aquella primera noche, el escritor repasó el plan que esa mujer con nombre de duende había tramado: Borges, encadenado en aquel cuarto, seguiría urdiendo su literatura. Otros firmarían los contratos y recibirían el mérito.
A la mañana siguiente, Kodama le dio una muda de ropa junto con el desayuno. Para entonces, él había listado una serie de objeciones y las recitó apenas tartamudeando: ¿Qué pasaría con sus clases en la Universidad? ¿Quién ocuparía su habitación de soltero y recibiría la bendición de Madre, antes de dormir? ¿Quién comería cada domingo con Bioy y Silvina? Entre un sorbo de café y el siguiente, la mujer desmontó uno a uno todos los razonamientos.
Hacía meses habían encontrado al doble.
–Un hombre tan parecido a usted como su imagen en el espejo.
Borges, rendido, entendió que la de sus captores era una idea desatinada e ilógica. Y por ello mismo imposible de refutar. Intentó, sin embargo, un último argumento:
–Dicen que soy un gran escritor. Agradezco esa curiosa opinión, pero no la comparto. El día de mañana, algunos lúcidos la impugnarán fácilmente y me tildarán de impostor o chapucero o de ambas cosas a la vez.
–La gente lo admira, Borges. Mucha gente.
–Yo no me encuentro entre ellos –dijo, y parecía honesto en su modestia–. Este plan de usted, señorita, ciertamente es un error.
María Kodama miró el cuarto. En el espejo astillado, Borges repetía su objeción una y cien veces. La imagen de un eco.
–Si usted pudiera ver, Borges, si viera, vería que entre todas las imágenes, una de sus réplicas es Otro. Hay un hombre, otro hombre que mira e imita sus movimientos. Ni siquiera yo, que he pergeñado el engaño, puedo reconocerlo.
En los días que siguieron, el escritor pasó del descreimiento a la certeza de que el plan de sus captores había funcionado.
El primer domingo, en el almuerzo, Bioy comentó con Silvina que la quijada de su amigo se veía «más cuadrada», pero lo imputaron al cambio de su dentadura postiza.
También Madre notó algunos cambios sutiles y estuvo a punto de comentarlo con Fanny, pero temió que lo atribuyeran a los estragos de la memoria o peor, de una incipiente senilidad, y eligió guardar silencio.
Los otros interlocutores celebraron la habilidad recién adquirida de hablar en público sin tartamudear.
Para entonces su libro El hacedor ya estaba en imprenta, pero el escritor insistió en sumar un último cuento: «Borges y yo».
En el texto –exquisito, por otra parte– hablaba de mí sin ninguna cortesía. Me trataba de vanidoso y perverso, terminaba clamando «mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página».
Ni por un momento se le escapó a Kodama la intención de Borges. Pudo ver –quizá fue la única en darse cuenta– que desde su prisión Borges clamaba por auxilio.
–Es inútil, Borges. Ha frecuentado tantas veces el tema de dobles y espejos que esta será, a lo sumo, la forma más celebrada de su prosa. Nadie lo rescatará, Borges. Para usted, la única fuga posible es seguir escribiendo. Por cada texto que nos entregue –dijo Kodama, versada en convenios– su doble o yo le leeremos un poema o un cuento.
En los años que siguieron, Borges intentó todas las formas del suicidio: tanteó las paredes para encontrarme, dejó de escribir, quiso matarse para matarme, pero le faltaron recursos, o coraje. Tal vez entendió que su muerte sería en vano, que yo seguiría existiendo aún si él desaparecía.
Cuando en 1969 escribió El laberinto («Sé que en la sombra hay Otro, cuya suerte/ es fatigar las largas soledades/ que tejen y destejen este Hades/ y ansiar mi sangre y devorar mi muerte./ Nos buscamos los dos. Ojalá fuera/ éste el último día de la espera»), supe que Borges se había resignado a su destino, que es el mío.

Estás leyendo:

Cuento POR Liliana Escliar

Borges o yo