Cuento | Enrique Butti

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Enrique Butti (1949) publicó entre otras obras las novelas Aiaiay (1986), Indí (1998), El Novio (2007) y Araca corazón callate un poco (2020), los libros de cuentos Solfeo (1993) y La daga latente (2006) y las novelas infantiles Carnavalito (1995) y Sin cabeza y encapuchados (2001). Vive en la ciudad de Santa Fe.

Ilustración: Hugo Horita

Había que estar para ver esa tarde la felicidad que llevaba de un lado para el otro. Se extravía la persona encajetada como encajetada estaba ella. Se embellece de indiferencia; quienes estamos cerca, o dejamos de existir o fastidiamos. Yo ya sabía, y me apartaba, pero en algún momento ella siempre me descubría el pesar, y me atacaba. La alegría la encandilaba, o quién sabe, le abría los ojos, pero en medio de ese paraíso se encontraba con este dolorido y se enojaba, me gritaba cosas feas, reproches, verdades que no hay que decir jamás.
Esa noche iba a la bailanta para encontrarse con el otro. No dejó de maniobrar el telefonito y una de las llamadas me enteró de todo. Se empezó a preparar temprano. Se bañó con la manguera entre los sauces. Ni me vio o ni le importó que yo estuviera ahí y no pudiese dejar de mirarla. Juntó ramos de menta, de albahaca, flores. Todo el cuerpo, la cabeza, las piernas, los brazos, los pies se restregó con esa esponja de aromas. Yo le había impartido la enseñanza sin lograr que la practicara nunca; se me burlaba, decía que ya se había inventado el jabón perfumado. Pero ese atardecer se bañó largamente con esa fragancia que llegó hasta mi reposera para ahogarme como un humo. Nunca había querido estar conmigo con ese aroma. Y más adiviné: que se restregaba el olor de mí, que se desprendía de mí con saña.
Envuelta en la toalla pasó a mi lado como al lado de un perro. Salté y la agarré del brazo. No se lo esperaba y reaccionó tarde, o no quería ensuciarse de mí golpeándome para liberarse. Gritó, y para taparle el grito la tiré y me le monté encima. Se había bañado para el otro, pero el que la había visto agacharse, levantar una pierna y la otra, frotarse los pechos, había sido yo. No conseguí más que más odio.
Se lavó otra vez, más tarde, y en la oscuridad de la noche. Entre los dos baños se entretuvo en rejuntar sus cosas. Desechó lo viejo y rotoso con un criterio definitivo, sin importarle que una cosa que se guardaba fuese regalo mío o propiedad de los dos: calculaba sin tenerme en cuenta. En una distracción mía desapareció; habría ido a dejar los bolsos en casa de algún vecino cómplice.
Yo, entretanto, divagaba. ¿Matarla? ¿Matarlos? No soy hombre de acción; de serlo sería otro, distinto completo. Pero tampoco soy un Cristo; no me alcanzaría una vida para resignarme y olvidar un golpe fiero conociendo al culpable.
Llegó la hora del baile y se pintarrajeó medio nerviosa, recordándose de mí de vez en cuando y espiándome con el espejito, esperando aunque fuese una discusión. Yo me aparté y la dejé ir.
Me fui a tratar con mi más que hermano Raulito Sosa, mi socio del almacén. No le expliqué, no quise entrar en razones, acepté lo que me pudo dar y él lógicamente, no lo critico, se aprovechó para dármelo condicionado a que quedábamos a mano, sin derecho mío a futuro reclamo. Sin que mediaran papeles; no los hubo desde el principio porque nos sabemos gente de palabra. Él anduvo juntando plata por ahí y eso le llevó su tiempo. Cuando me apersoné al club, el baile estaba en su apogeo de bullicio y público. La música tan fuerte parecía hacernos bailar hasta a quienes estábamos quietos en la barra, y esa impresión debe suceder porque la música tan fuerte no deja fijar las miradas, ni para apuntar con seguimiento a la pareja de palomitos abrazada en medio del gentío de la pista.
Hablé con un amigo de él y lo hice llamar, con discreción, sin que ella se percatara. También eso tuvo su demora. Este amigo de él volvió diciendo que el otro se negaba creyendo que yo quería pelearlo. Lo tranquilicé, le mostré el fajo de billetes.
Al final se me arrimó, desconfiado, en ascuas. Le ofrecí mi propuesta, y en medio del ofrecimiento ella apareció de la nada, se acercó corriendo, hecha una bestia. Yo no tuve más que mirar para otro lado dejando que fuese el festejante quien se encargara de atajarla y ponerla en su lugar. Podía fiarme; fiché enseguida que se trataba de una inmundicia; me palmeaba, me decía que prefería satisfacer mi solicitud que encadenarse a una ingrata que en cualquier momento le hacía a él lo que me estaba haciendo a mí. Si estuve seguro de que cumpliría con el acuerdo de dejar de verla y rechazarla no era porque tuviese un resquicio de honor sino porque era un cobarde, y yo me había cuidado de mostrarle la pistola al sacar el fajo de billetes.
Con el tiempo supe que ella anduvo dando vueltas por el barrio hasta engancharse con otra bazofia que se la llevó a trabajar de día en la ruta y de noche en la ciudad. Ni me importa que me vengan con cuentos. Cien mil pesos son una buena suma para haberme agenciado la indiferencia que era de ella, y de paso liberarme ensartándole a ella la falta de resignación que iba a ser mía.

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