Cuento | Por Kike Ferrari

Carlos

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Kike Ferrari nació en Buenos Aires en 1972. Es autor de las novelas Operación BukowskiLo que no fue (Primera Mención del Premio Casa de las Américas en 2009), Punto ciego –en coautoría con Juan Mattio–, Todos nosotros y El significado del fuego y del libro de cuentos Nadie es inocente. En 2012 Que de lejos parecen moscas recibió el Premio Memorial Silverio Cañada a la Mejor Ópera Prima Criminal en la Semana Negra de Gijón. Traducido al inglés, al francés y al italiano, escribe periódicamente en revistas de Europa y América y también en la revista de los Metrodelegados, el sindicato de los trabajadores del subterráneo de Buenos Aires, del que fue delegado de base.

«Well Frank settled down in the Valley
and hung his wild years
on a nail that he drove through
his wife’s forehead.»

Tom Waits


–A ver, amigo: tenemos el bidón, tenemos la declaración del chino y el pibe de la Shell… Explíquenos qué pasó, estamos seguros que tiene que haber una explicación. Hagamos esto más fácil para todos…
El tipo no da muestras de estar escuchando. Mira el suelo, sus manos, la tacita de café que le trajeron y ni probó. Se llama Fran y es un vendedor de muebles usados al que no le va del todo mal. De hecho, con un préstamo a treinta años, se está pagando la casita en la que vive más o menos feliz –feliz en la medida de lo posible, tan feliz como puede serlo un tipo que se gana la vida vendiendo muebles usados y tiene por delante un préstamo a treinta años– con su mujer y un perro. Un chihuahua nervioso y chillón.
El policía más joven vuelve a preguntar qué pasó.
Es paciente el pibe, piensa Fran. Hace un largo rato que le hace preguntas. Y él todavía no le dio nada. Ahora lo hace.
–Carlos –dice.
–¿Carlos, qué? ¿Qué pasa con él?
Fran vuelve al silencio, es todo tan difícil de explicar. El policía joven se pasa la manga del uniforme por la frente y la tela queda oscurecida por el sudor. Quiere terminar con eso de una vez para ir a buscar a su novia. Esta noche iban a ir al cine, a la función de las nueve y cuarto, y después, claro, a coger. Necesita ese desahogo semanal como ninguna otra cosa. Pero sobre todo quiere terminar el interrogatorio para demostrarle a su compañero, un duro de la vieja escuela que lo mira condescendiente, que las cosas se pueden hacer de otra manera.
–¿Quién es Carlos? –insiste.
El policía más viejo se pasa la lengua por sus dientes de chacal y después por el bigote.
Una hora para que terminara su jornada, le había faltado apenas una hora después de cuarenta y ocho de servicio. Una. Pero no, les habían traído al tipo este hediendo a nafta, al chino y al pibe de la estación de servicio y ahí está: todavía estancado con un pirómano y este pendejo inútil que ni un interrogatorio sabe llevar.
Para qué carajo queremos una confesión, piensa, como si no alcanzara con lo que tenemos.
Todo por el puto de Laurenzzino y la nueva política policial: nada de apremios, nada de cabos sueltos, el que empieza los interrogatorios los termina.
–Los casos cerraditos, bien atados –dijo Laurenzzino cuando lo nombraron comisario–, que no quiero que ningún abogado ni ningún juez me vengan a tocar el culo.

–Vamos a ver, amigo: usted llegó a su casa ya con el bidón… –insiste el policía joven. El tipo, Fran, mira sin ver la tacita de café que le trajeron y se enfría.
Pasa un minuto y después otro que se hacen diez de preguntas repetidas y silencio sostenido. El policía veterano siente crecer en su pecho un animal salvaje hasta que ya no cabe dentro suyo y lo deja salir.
–Hacela corta, la puta que te parió, que no tenemos toda la noche –grita, entonces, agarrando a Fran de las solapas del saco, escupiendo por entre los bigotes gruesos y canosos–. No quiero más pelotudeces: quiero saber por qué y desde cuándo lo planeabas. Y lo quiero saber ahora.
Fran piensa que los dos ratis son de manual. Uno lo llama amigo y lo trata de usted. Le ofrece café. El otro lo tutea entre gritos e insultos. Lo zamarrea. Uno joven, el otro no. El bueno y el malo. El violento y el comprensivo. Dos formas de entender el trabajo policial para un juego de equipo que da cero.
No se equivoca, claro. Aunque ya hace un tiempo largo desde que colgó sus años salvajes –los clavé, como un cuadro, en la frente de mi mujer, suele decir a sus viejos amigos–, Fran sabe cómo funcionan estas cosas.

–Carlos… –dice– Nunca pude…
Hay expectativa en los policías. Fran vuelve a callarse. Baja la cabeza.
–No importa –agrega.
La expectativa se transforma en desasosiego. Tedio. El policía joven se tapa la cara con las dos manos por un instante. El viejo abre la puerta de la oficina y grita hacia fuera que alguien averigüe quién carajo es el puto Carlos ese.

El tipo, Fran, tiene olor a cerveza.
Antes de ir a la Shell hizo una parada en el mercadito del chino Chang y compró seis birras. Volvió a subir al auto –un Corsa de cuatro puertas bastante bien tenido, aunque un poco jugadito de chapa– y se las fue tomando mientras manejaba por la Panamericana.

El chino del mercadito contó que Fran compraba ahí de vez en cuando. Solían hablar de las noticias, del concurso de baile de la tele, de sus familias.
–Señor Fran decía que su esposa era despojo, pero preparaba buenos bebida y sabía callarse la boca. Mucho raro, señor Fran. No hijos, pequeño perrito ciego.
El pibe de la Shell no tenía mucho que agregar: el tipo solía llenar el tanque todos los viernes, pero ese día solo compró un bidón con cinco litros de súper.
–Yo no le pregunté nada, pero empezó a hablar –contó–: dijo que su casa era chiquita. Que tenía apenas dos ambientes, pero que la cocina era totalmente autolimpiante. Un bidón va alcanzar, dijo. Autolimpiante, repitió, así Mary no rompe las bolas. Yo no sé qué quiere decir eso de autolimpiante pero me imagino que…
A nadie le importó lo que se imaginaba.

Cuando salió de la Shell, Fran manejó hasta su casa. Al llegar, la roció con el combustible y, con un Zippo que le había regalado su esposa el día de su aniversario de casados, la prendió fuego. Así, sin más, como quien enciende la parrilla para preparar un asado. Después cruzó la calle y se quedó, con una sonrisa imbécil que le enmarcaba la boca, mirando el espectáculo: anaranjado jalogüin, rojo chimenea; Holanda y la URSS.
Cuando el fuego consumió la pequeña casa de dos ambientes y cocina autolimpiante que estaba pagando a treinta años, puso en marcha el Corsa, buscó en la radio Los Cuarenta Principales y se alejó por la autopista rumbo al norte.

–Señor –dice uno de los agentes entrando a la oficina sin golpear la puerta ni pedir permiso–, ya lo tenemos. No lo van a poder creer…
Los dos policías levantan la cabeza y sonríen. Después de más de dos días, piensa el más viejo. Todavía estoy a tiempo de llegar a la función de las nueve y cuarto, el otro. El tipo, Fran, los mira.
–Tenía esa enfermedad en la piel rarísima –dice.
El agente que trae la noticia lo interrumpe, no quiere que le saquen el remate de aquella broma macabra:
–Sabemos quién era el tal Carlos…
Durante un segundo toda la habitación es un silencio expectante. Hasta que Fran lo rompe con una frase:
–Nunca pude soportar a ese perro.
–Nunca pude soportar a ese perro.

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