Cuento | Por Walter Lezcano

Cerdos y peces

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Walter Lezcano

Walter Lezcano nació en Goya, Corrientes, en 1979. Docente de literatura, editor y periodista freelance, publicó entre otros títulos los libros de cuentos Jada Fire (2011), Tirando los perros (2012) y Los wachos (2015), las novelas Calle (2013), Luces calientes (2018) y Nunca seré policía (2022) y los ensayos La trilogía de Él mató a un policía motorizado (2017) y Nací en una generación. Periodismo, monotributo y cultura (2017).

Hay un tipo enfrente mío del que me dijeron que es mi viejo. En 40 años (esa es mi edad en este momento: algo que me resulta imposible de creer) es la primera vez que le veo la cara, que lo tengo tan cerca. Ahora mismo podría pedirle algunas explicaciones, también podría darle un abrazo o podría cagarlo bien a piñas. Todas las opciones me gustan, me atraen. Todas las opciones me parecen necesarias.
Nos separa una mesa de madera con dos manteles encima: uno de tela y arriba otro de hule.
Estamos en la cocina, preciosa, cuidada y amplia de la casa de mi tía. Estamos en Goya, estamos en el corazón de la provincia de Corrientes, a unas horas de la capital.
Mi mamá me sacó de esta geografía cuando yo tenía un año y algunos meses. Más bien se trató de un escape nocturno, según sus palabras. Ahora, ella está en Buenos Aires ganándose la vida como enfermera de ancianos que no controlan sus esfínteres y yo estoy conociendo a mi viejo en mi tierra de origen. No sé quién de los dos la está pasando peor.
Lo de verle la cara a mi viejo por primera vez es literal: nunca tuve ni siquiera una foto de él. Mamá, por otra parte, era terrible para las descripciones y nunca pude hacerme una idea certera de su fisonomía, de sus facciones, de sus gestos. Siempre fue un fantasma que moraba en alguna parte de mi cabeza y que a veces cobraba distintas vidas en mis sueños.
De pronto, tiene una cara, un corte de pelo, un cuerpo, olores. Está sentado.
Esto es extraño. Lo veo a este tipo, lo veo a mi papá (me cuesta usar esa palabra que me es completamente extraña) y no me reconozco. Y no sé bien cómo sentirme al respecto. Esto es confuso y en cierto modo lisérgico. Mi cabeza no se encuentra en condiciones de dimensionar lo que ocurre.  
¿Qué hago en Goya? ¿Para qué volví tanto tiempo después de haberme ido con mamá? Vine simplemente a pasar unos días de vacaciones con mi novia. Pero estoy más tenso que nunca.
Una amiga que vive acá (nos conocimos en Buenos Aires en una lectura de poesía que salió mal de principio a fin, algo habitual) me prestó su casa y al rato de llegar recibí el llamado de mi tía para hacer una merienda. Esas fueron sus palabras. ¿Era en serio? Te invitan a cenar, a la pileta, a escabiar, a robar un banco, pero nadie te invita a merendar. Acepté en un segundo.
Así que fuimos (vinimos) con mi novia. Mi tía nos recibió con emoción que sentí sincera. Y un poco me emocioné también. Creo que fue por el abrazo que me dio. Agarró fuerte, sin vergüenza, con entrega. No es común esa entrega física sin cálculo ni especulación, eso me tocó.
Cuando entré a la cocina me encontré a un señor canoso y morocho, sentado, algo encorvado y con cara de preocupación (o al menos eso me pareció, no se lo veía contento ni tranquilo). Detrás mío, la voz de mi tía crecía para avisarme sin anestesia que ese señor vestido como si recién viniera de una obra en construcción (su ropa no estaba muy limpia ni cuidada) era mi papá.
La sensación de ser huérfano (con esa palabra sí me sentía a gusto y satisfecho, representado) siempre fue parte de esa identidad que quise construirme para el afuera. Yo era el hijo bastardo que flameaba la orfandad con un orgullo irracional de poseerla. Pensarme así me ubicaba en el mundo, me daba un lugar propio. Ahora no, el suelo se abría debajo de mis pies: tenía un papá que estaba ahí. El huérfano había muerto.  
Al ratito de sentarme frente a mi papá (no intercambiamos ni una palabra y tampoco miradas) caen a la cocina otros parientes desconocidos que querían conocerme, hablar conmigo, escucharme, preguntar cosas. Se siente todo muy natural, nada forzado ni incómodo. ¿No es lo que hacen las familias después de todo: darte un espacio? Yo recién me estaba enterando porque nunca tuve una familia además de mi mamá.
De pronto, todos están merendando y recordando hechos y acontecimientos de los que no formé parte. El tiempo empezó a deformarse. Traté de retener cada detalle de lo que decían porque era parte de mi historia. La cronología se destruyó en mil pedazos. El tiempo lineal, entonces, ya era una cuestión del pasado.
Mientras tanto, mi papá (ya me había acostumbrado un poco a esa palabra) sigue sin hablarme ni dirigirme la mirada. Sus ojos están clavados en el piso. Desvío la mirada, ya no lo tolero. Por la ventana se ve la caída del sol, la oscuridad llega y aterriza como un anuncio claro de la partida.
Nos levantamos con mi novia, saludamos de lejos a esta familia recién descubierta y volvemos a la casa prestada en la que, creo que ahora sí vamos a poder, descansamos.
Mi novia me pregunta cómo me siento por haber conocido a mi papá.
No sé qué responderle. Estoy confundido. Solo fui a una merienda y terminé conociendo a mi papá y toda una rama de la familia que desconocía. Tal vez si me hubiesen avisado antes no hubiese ocurrido nada de eso. No prepararse para lo definitivo es bueno. Pero no es tan sencillo como suena. Algo empieza a declinar.
Trato de prestar atención y escuchar mis huesos, mis articulaciones, la velocidad de la sangre. Y lo que me llega es el sonido de un motor defectuoso latiendo con mucha agitación. Un carraspeo que anticipa el derrumbe o la destrucción. ¿Me estoy disolviendo?
Pienso que tal vez con cerveza se me pase y llegue la calma. Quiero meterme adentro de una botella.
Voy al kiosco de la esquina, compro cuatro cervezas en latas de medio litro. Vuelvo, las guardo en el freezer.
Me llevo una lata al baño y antes de abrirla se me aflojan las piernas, me siento en el inodoro y simplemente me pongo a llorar. No puedo ni quiero controlarlo. La puta madre.
Abro la cerveza, le doy el trago más largo que puedo. Fondo blanco.
Cuando salgo, mi novia está en la cama, lista para dormir. Me acuesto a su lado. Ya no lloro. Ella no me dice nada y me da la espalda como un acto de extremo respeto y cuidado. Me largo a llorar otra vez.
Me levanto a buscar más cerveza y pongo música de YouTube. No soporto nada de esto. La primera canción que encuentro dice: «Tiempo, tiempo sin una palabra/ Viaje, soledad y depresión». La dejo, la canto (no sé bien la letra y no importa), la bailo en la oscuridad de esta casa donde somos extranjeros. Quiero generar contenido en el aire para no pensar en lo que no entiendo, en lo que duele, lo que arde. Porque lo que duele es eso: el desierto. Y a veces toca atravesar el desierto. 

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