Cuento | POR Alicia Basos

Cuentos de un minuto

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Alicia Basos

Alicia Basos nació y vive en Buenos Aires. Publicó Poesías y mandalas (2005) y las novelas Desde los ojos de un ángel (2008) y La trama de hebras infinitas (2022).

La niebla
Que la bruma envuelva y devore todo en otoño no es una rareza. Asomarse a la ventana una mañana de mayo y encontrar que no hay árboles ni cielo, ni siquiera pájaros o farolas, es lo esperable en esa época del año.
Lo sorprendente es encontrar un día cualquiera, incluso de verano, el interior de la casa invadido por la niebla. No percibir con claridad bordes, límites, y sobre todo no encontrar al otro que hasta ayer fue tu compañero.
Entre nosotros se interpuso la bruma, la más fría, la más densa.
La casa es ahora una torre de Babel donde habitan solo dos personas que hablan diferentes idiomas. Dos personas solas y solitarias compartiendo la mesa de la cena en el silencio abismal que solo puede producir la niebla. Tu mundo y mi mundo envueltos en esa densa neblina otoñal, día tras día. Una bruma que nos impide vernos y nos transforma en desconocidos que vagan a tientas por la casa.
Algunas veces dejaste pistas que me hablaban de vos. Por ejemplo, una vez encontré la etiqueta de una prenda nueva que no sabía que habías comprado. Me sorprendió ver que era dos tallas más de lo acostumbrado ¡Hacía tanto que no te veía con claridad que no me di cuenta cuánto habías engordado! Otro día dejaste en el baño tu peine con un mechón enredado. Nunca noté que te estabas quedando calvo.
En otro momento me sorprendió ver la cantidad de folletos de viajes que coleccionabas. Tenías aspiraciones de viajero que ignoraba por completo. Quizás me las habías transmitido en ese extraño idioma que hablabas. No sé, no lo recuerdo.
Hubo días en que me dedicaba a mirar fotografías que me recordaban la belleza del pasado. Ese pasado que compartimos y quizás no supimos apreciar porque ignorábamos cuán precioso era lo que teníamos y nadie nos había comunicado que podíamos perderlo. Imágenes de miradas amorosas que cruzaban el espacio hasta encontrarse en un chispazo sensual que nos unía. O la caminata por una playa, tomados de la mano, donde el fotógrafo captó, en una puesta de sol, la magia del tesoro de amor que había en nuestros corazones.
¿Cuándo y cómo entró la niebla? Te lo quise preguntar, pero no te encontré. Quizás fue cuando se distanciaron nuestros intereses. A vos se te daba por cantar, a mí por la poesía. Desarrollaste el gusto por las largas caminatas y yo me dejaba abrazar por el sofá que, con tanta obstinación, me retenía. Querías comer algo caliente y yo, inapetente, me conformaba con una manzana. Abrías las ventanas porque decías que hacía calor y yo tiritaba de frío. Te levantabas al alba mientras yo remoloneaba hasta el mediodía. Querías viajar a Manhattan y yo perderme en una selva de árboles y enredaderas.
Y así nos separó la bruma. Poco a poco, sin que nos demos cuenta.
No sospeché nada. Cuando digo nada es nada. Como el vacío absoluto, la nada total porque, de alguna manera muy extraña, todo parecía normal.
Porque (eso pienso ahora) cuando la bruma entra de a poco no alcanzamos a verla y las cosas se esfuman lentamente como en un acto de magia en el que no llegamos a adivinar cuál es el truco del mago.
Hasta ese día. Ese día en el que de golpe y sin previo aviso, la bruma se disipó.
Ese día en que preparaste todo para ir a trabajar y, en lugar del maletín, te fuiste llevando una valija.

Odilia
Odilia apareció en la oficina una mañana de verano sin previo aviso. La ubicaron en el puesto de trabajo justo frente al mío. Su aspecto causó estupor y curiosidad en todos. Usaba un vestido de colores indescriptible (como si lo hubiera confeccionado una aprendiz de costurera) y sombreros locos que no se sacaba ni para ir al baño. Sonreía sin descanso y era una experta en sistemas capaz de resolver cualquier problema. Era tan extravagante que al pasar causaba cuchicheos, sonrisas disimuladas y miradas cargadas de crítica.
Odilia permanecía completamente inmune a semejantes actitudes. Ajena a todo continuaba trabajando sin darle tregua a su sonrisa.
Yo era la única que me acercaba a ella y le hablaba, pero debo confesar que lo hacía más que nada por un interés antropológico en su persona que por simpatía.
Mi espíritu curioso me arrastraba inexorablemente al dialogo tratando de desentrañar la naturaleza de semejante persona. ¿Era un ser de la misma especie que nosotros los humanos comunes y corrientes?
El resto de los empleados solo la convocaba cuando tenía algún problema tecnológico. Odilia esto u Odilia lo otro. Por favor, se cayó el sistema, se colgó la compu, no responde la planilla de cálculos, se me puso la pantalla negra.  Ella siempre corría solícita a resolver el tema y siempre lo lograba. Después reía a carcajadas con una risa desbocada, bajo la mirada atónita del jefe y los compañeros.
Cuando llegaba por las mañanas, se sacaba los zapatos y andaba descalza por la oficina con total desparpajo. Por donde fuera dejaba aroma a flores. No flores de una loción barata, ni siquiera de un sofisticado perfume francés. Flores de un jardín en primavera, o incluso de una brisa arrastrando el aroma de una tarde de verano.
Tengo que reconocer que un día le revisé la cartera. Se fue al quiosco a comprar bebidas y la dejó sobre su escritorio. En mi descargo confieso que lo hice más como un arqueólogo, o sea por el bien de la ciencia, que por curiosidad personal. Con asombro vi que todos los elementos dispersos en el interior del bolso estaban pegoteados con caramelos. Peine, pañuelo, tarjeta de crédito, papeles varios, en un pegote imposible de desenmarañar.
A veces detenía el trabajo para sacarse selfies. Durante un largo rato ensayaba poses con su sombrero, se sonreía a sí misma y después, cuando veía el resultado, volvía a reír a carcajadas. Era evidente que tenía la carcajada fácil.
La única vez que la vi seria fue cuando me encontró llorando en mi escritorio. Yo, que difícilmente largo prenda, acababa de romper con mi novio y estaba tan desconsolada que no pude evitar soltar ahí mismo mis emociones.
Era la hora del almuerzo y ella entonces extrajo de su cartera un sándwich, envuelto en papel de diario manchado con mayonesa y me lo tendió con gesto solemne, sin decir una palabra y a modo de consuelo. Toda la escena fue tan bizarra que no pude evitar la risa. Por supuesto ella rio conmigo.
Así pasaron muchos meses. Hasta que ya casi me caía simpática. Un día dejó sus zapatos y la cartera bajo el escritorio y entró en el baño. Y no salió.
El baño no tenía ventanas. Cuando forzaron la puerta, estaba vacío.
Todavía investigan su paradero. Yo creo, estoy segura, que Odilia nunca existió, que entre todos la soñamos.

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