Cuento | Por Cecilia Szperling

Diario del dolor

Tiempo de lectura: ...
Cecilia Szperling

Cecilia Szperling nació y vive en la Ciudad de Buenos Aires. Especializada en escritura autobiográfica, publicó los libros Confesionario. Historia de mi vida privadaConfesionario II (antologías, 2005, 2007), El futuro de los artistas (cuentos, 1997), Selección natural (novela, 2006, traducida al inglés), El año de la militancia verde (crónica, 2018), La máquina de proyectar sueños (novela, 2016; España, 2022) y Las desmayadas (novela, 2023).

Quería tirar la notebook donde había escrito mi Diario del dolor, entre 2018 y 2022. Una amiga me dijo que no lo hiciera, que lo guardara.

La pantalla se quedó en negro y pensé que había explotado y que por suerte y de todas maneras, pese al impedimento de mi amiga, ese diario con sus pestes se extinguiría.

Fui a lo de un especialista en su casa de Saavedra con mi notebook rosa gold, para que la diera por perdida, pero me dijo que había un problema eléctrico de conexión entre la pantalla y el teclado y que estaba todo el contenido intacto.

Me ofreció arreglarla por pocos pesos pero no me animé a dejarle mi bomba, no quería que leyera lo que yo había escrito esos años aciagos del dolor, el abandono, el maltrato y la vergüenza.

Cuando por fin logré que él se fuera, mediante un grupo de amigas literatas y dos psicoanalistas me dispuse a hacer orden en lo posible. Bajé a una baulera enorme que tiene el departamento donde vivo alrededor de dieciocho bolsas de consorcio y diez cajas de cartón. No sé cómo llamarlo, ¿Archivo o Acumulación?

Empecé limpiando su colección de dvds. Al llegar a Los sopranos y darme cuenta que el plástico de los dvds ya estaba deshaciéndose en polvo, detuve la tarea y me decidí por meter todo en bolsas de consorcio. La tarea completa me llevaría el mismo tiempo que a Funes el memorioso hacer la lista de la diferencia de cada pelo de la crin de un caballo.

Bajadas gran parte de sus cosas, corrí el escritorio que él tenía contra el ventanal que da al edificio vecino dándonos la espalda, abrí las puertas corredizas y liberé el camino repleto de trastos sin uso, para acceder a este balcón precioso que ahora miro de frente.

Estamos en el piso 3 a la altura de las copas de los árboles. A la altura de los pájaros amarillos, de las palomas y las cotorras. Ayer al despertarme encontré la marca del impacto de una paloma bailarina que se chocó contra el ventanal. Me acordé de esa vez que igual, en el medio de su muro de hielo en el que me negaba la conversación y la mirada, quise mostrarle la huella de una paloma contra una de las ventanas laterales. No dijo nada, pero la filmó, la usó en una de sus películas y luego la editora se la volvió a pedir. Así yo fui su usina de palabras, de imágenes, también baby sitter y compañera leal. Bancando todas las malas del mundo del arte, el cine y su familia.

¿Qué hacés mirando mi biblioteca? Quien recomendaba libros a todos, en casa me prohibía mirar su biblioteca. Entraba con la bolsa de Céspedes a escondidas. No era negarme el comentario, sino que me atreviese a saber en qué andaban sus lecturas. Todos con su nombre y fecha en la primera página. ¡Imaginate leer esos libros! ¡Pecado! ¡Crimen! Muchas actividades me empezó a negar y a prohibir o desalentar mi participación ¡Porque sos mi mujer! Todo lo contrario por lo que nos habíamos unido: leernos las notas de cada uno, los libros, cada proposal, ir a la sala de edición mil veces, viajar a la India, que no se perdiera un viaje a ningún festival. Seguir siempre free lance para poder viajar, acompañarlo o cuidar a la familia aquí y que viajara tranquilo.

Pero básicamente el día que me enamoró fue cuando mi amiga Karin me cortó el pelo dejándome como una prisionera en Auschwitz y él vino a mi casa 1 am y yo lloraba y le contaba toda esa situación con el pelo y él me dijo: Podés contarme siempre lo que quieras. Ese era nuestro pacto y de repente se empezaba a demoler, ladrillo por ladrillo, toda la construcción invisible del amor.

Ahora desde mi escritorio veo a un escalador en los árboles. A dos escaladores. Uno tiene traje ombú y suéter verde, el otro suéter rojo. Son pájaros humanos con motosierras que podan los árboles secos del invierno. De golpe siento el alivio, como cuando se te cortan las puntas secas del pelo, o cuando me corto las uñas muy muy cortas y mis dedos están más libres. El que corta las ramas parece conocer a ese árbol, casi acariciarlo. ¿Será que quien te conoce mejor sabe cómo destruirte?  

Ahora la fogata, la hoguera, la llama, el combustible –no sé cómo definir la materia, si más cerca de la vida o  de la muerte– que habita en mi notebook es también papel, migró. Una mañana le leí una página del Diario del dolor a una amiga experta en diarios literarios, ¡Tenés la bomba atómica!, me dijo.

Para enfriar y volverlo objeto, de las 400 páginas impresas, igual faltan y hay demasiado blanco, me dediqué a clasificar su estado de crudeza. Me generé un índice termómetro que por suerte me volvió el material un poco científico, a la manera de Charles Darwin, que inventaba clasificaciones para ordenar el caos de la naturaleza.

Interrumpo y voy al cuartito de cosas guardadas y me doy cuenta de que se siguen acumulando bolsas de dormir, vinchas de pelo, trenes de madera, mochilas, carpas, libros y más libros, revistas, un pianito Casio. Lo que voy sacando llena todo el pasillo y de golpe veo la forma de un gusano negro, y me caigo en el pasado. Me acuerdo de mi hijo diciendo en un casting que en mi casa se iba todo por un agujero negro. El dicho lo heredé de mi madre.

Ayer despedí a mi hijo, se volvía a Boston. ¿Qué estás haciendo ahí? Estudio el SuperBlackHole, me dijo, y me regaló esta taza negra en la que tomo un polvo de hongos que reemplaza al café y dice Center for Astrophysics Harvard & Smithsonian.

Así que sí, como dijo alguien, las palabras crean realidades o Del dicho al hecho. El refrán completo culmina Hay un largo trecho. Pero a un novio yo le decía Vos sos del dicho al hecho (sin largo trecho) y quedó así, como remate. En la inmediatez del amor, de nuestras acciones, en la velocidad palabra acto, el remate era decir Y…del dicho al hecho.

El mueble antiguo de madera de quince cajones tamaño oficio que le había regalado para un Día del padre, ahora carga el Diario del dolor y otras ocho carpetas con escritos. Se ve que a los gritos e insultos respondía con escritura y lectura. Es la primera vez que tengo tanto escrito. Empecé el montaje como si fueran materiales de una película. Ya no sé ni lo que significa lo que dice cada carpeta. Lo veo más bien como una pintura. Cada carpeta con su color, su temperatura, su brillo, su vibración. Como si tuviera un gran lienzo blanco del tamaño de una fábrica abandonada y estuviera por inaugurar una muestra. Debo llenarlas con lo que tengo de la mejor manera posible. También inventar e improvisar, porque el espacio es vasto.

A los 15 años leí La maldición de los Dain, de Dashiell Hammett. Me acuerdo del final. Una de las hijas de los Dain había permanecido drogada con opiáceos en su cuarto. Era la loca, la adicta, así que no contaba. El detective le dice entonces que gracias a la droga evitó ser parte del baño de sangre que sufrió esa familia. Pienso que el Diario del dolor me hizo un efecto parecido. Me quedé sin pantalla, sin imagen, como mi compu, pero intacta. Con todo mi contenido preservado.

Estás leyendo:

Cuento Por Cecilia Szperling

Diario del dolor