25 de abril de 2024
Leonardo Oyola nació en Isidro Casanova, Buenos Aires, en 1973. Entre otros libros publicó las novelas Siete y el Tigre Harapiento, Hacé que la noche venga, Chamamé (Premio Dashiell Hammett en la Semana Negra de Gijón) y Ultra tumba, y el libro de relatos Nunca corrí, siempre cobré. Otra novela, Kryptonita, fue llevada al cine (2015) y se adaptó como serie de televisión (2016) y cómic. «Escribo policiales y le guiño un ojo a lo fantástico», dice, y en este cuento rinde homenaje a Alberto Laiseca, en cuyo taller pasó parte de su formación.
¿Sabe, Maestro? Un par de años atrás escribí sobre el temor que me da el día que no estén más físicamente Bruce Springsteen, Sylvester Stallone y mi papá. Sobre la sensación de quedarme inevitablemente huérfano de todo lo que son y todo lo que representan para mí ellos; mis referentes, mis héroes, mi sangre. Los nombré –mejor dicho: los escribí– a los tres y no a usted, Lai, porque ya andaba coqueteando con irse para el otro barrio. No creo que de forma consciente. Y mucho menos que lo deseara. Pero desde que se fue Fogwill usted se quedó enganchado con su propia finitud. Con la oscuridad. Con lo que se le venía. Y con lo que no iba a poder esquivar. Los nombré a ellos y no a usted, Maestro, porque tenía miedo de estar invocando a la Vieja Cosechera; y que me lo encontrara a mano para llevárselo junto a ella como terminó pasando ese puto jueves 22 de diciembre del 2016.
¿Sabe, Lai? Creo que para nosotros es cómodo definirnos como discípulos suyos. Porque en verdad los que empezamos a escribir con usted, los que aprendimos a escribir junto a usted, terminamos teniendo una relación que –mal que le pese por sus creencias y vivencias propias, Lai– excedía el vínculo de maestro y alumno. Volviéndolo más familiar. Ese vínculo. Nuestro vínculo. Los vínculos… Término, palabra clave si la hay, en sus enseñanzas socráticas. En su manera de entender la literatura. En la relación entre escritor y sus personajes. En la relación entre el autor y sus lectores. Privilegiar la honestidad en lo que queríamos contar. El no ser mezquinos con lo que vamos a dar. Con lo que vamos a compartir. El término discípulos así como abarca en demasía tampoco se hace cargo de todo lo demás que nos supo dar usted.
¿Sabe, Conde Laisék? Jugando decíamos que éramos sus súbditos. A usted eso le copaba. Y más cuando, cual grito de guerra, repetíamos y repetiremos en clave y al infinito ¡Tecnocracia! ¡Monitor! ¡Triunfo! Discípulos, súbditos… y hasta magos y arquitectos. Porque nuestra amistad fue más bien como la de su Cetes y su Tofis en La hija de Kheops. Lo amábamos, Conde. Lo amamos. Incondicionalmente. Como así también más de una vez lo quisimos estrangular. Es que usted estaba más loco que Tofis; que tenía flor de mambos con los mosquitos. Bueno, usted la flasheaba mal sabe Dios con qué otras cosas. Y esta es la parte que por nombrar a Dios usted se enoja para la mierda. Como la vez que vio Bowling for Columbine y quiso hacer con Michael Moore lo que Charlton Heston no pudo: pegarle un tiro en el culo con un rifle. O cuando le daba bronca no poder empatizar con el James Spader de La secretaria porque se moría de ganas por tener al costado de su escritorio a Maggie Gyllenhaal gateando en cuatro llevando sobres y papeles en la boca. ¿Sabe que ella también con otras magias lo hechizó al Bad Blake de Jeff Bridges en Loco corazón? Y no se puede imaginar lo que lo encontré a usted en el Bad Blake de Jeff Bridges.
¿Sabe una cosa, Bestiaza? Que ahora que usted ya no está, entiendo por qué nunca le pude entrar a El artista. Porque en más de una situación la película terminó siendo premonitoria. Será por eso que prefiero setenta veces siete a Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo porque ahí estaba el Bestiaseller haciendo lo que mejor sabía hacer en esta vida: contar una historia. Delirante. Que de El artista elijo recordar que después de exhibirla en el Festival de Cine de Mar Del Plata lo tiburoneó Graciela Borges y que usted se plantó en no corresponderle porque no pensaba ir con una mujer que antes había tenido un amante apodado LA Anguila. Haciendo mucho énfasis en el LA mientras señalaba un tamaño importante con las palmas abiertas a la altura de sus hombros. Sí. Puedo verlo una y otra vez en Querida… Nunca más voy a volver a ver El artista y tampoco puedo dejar de pensar cada vez que pasan La suerte está echada o El aura que usted debería de haber estado ahí. Pero que lo sacaron cagando de los castings, siendo que ellos mismos lo habían convocado, porque usted estaba en su etapa Richard Nixon y no dejaba de imitarlo ni de citarlo. Y que en la película de Borensztein tenía que contar que su personaje le había dado la mano a Alfonsín y decir algo del Plan Austral y en el lugar de eso proclamaba: «Diré simplemente que si algunos de mis conceptos fueron errados (y de hecho, algunos lo fueron) se basaron en lo que creí en ese momento ser el mejor interés de la Nación». Que le pedían que se acogiera al guion. Y usted dale que te dale con el «Diré simplemente…». Mientras que en la de Bielinsky se tenía que morir apoyado en un árbol. Pero usted antes largaba el chumbo y con las dos manos hacía la V como Nixon antes de subirse al helicóptero. Recién entonces palmaba. Le sacaron tarjeta roja en las dos. Obvio. Y no fue Guillermo Nimo. ¿Se acuerda que lo quería conocer? Y tener una foto con él. Porque a usted le gustaba el videoclip de La guitarra de Los Auténticos Decadentes. Y soñaba con que él le sacara tarjeta roja y usted mirara para abajo el piso y con las manitos atrás recibiendo la sanción con expresión compungida. Bien que con Nimo no le hubiera pintado el Nixon. Por lo menos, así lo veo yo. No se hubiera hecho el loco. ¿O sí?
¿Sabe, Alberto? Días antes de que se fuera leí una novela que le hubiera encantado: A morir de Broemmel & Castagna. Sabe que también vimos con la Flaca una película de terror que calificaría de muy genia: The Babadook. En la novela, además de chinos muy malos re-malos re-malísimos, hay un motoquero que bien podría haber sido fan de La Horrible Abuelita; el grupo de heavy metal que aparece en Los Sorias con su hit Le pego a mi nena con la cadena de la bicicleta. Me da la sensación que el Babadook debería de agregarse al listado de monstruos químicamente puros de su Beber en rojo. Qué sé yo. Usted era el experto. ¿Sabe que hace poco le publicaron a Leandro Malicia? Cómo lo cuidaba al borrego. Cómo nos cuidaba a todos. «Cambielé el nombre a esos personajes que después se le van a aparecer los verdaderos y le van a dar flor de biaba». Nosotros le decíamos a Lean que todavía era joven y que los huesos de lo que le fueran a quebrar seguro le iban a soldar y a usted no le hacía gracia un carajo. ¿Sabe que a su lugarteniente después de varias vueltas finalmente le van a sacar Diamante? ¿Que el Hay gente que no sabe lo que hace de Ale fue uno de los libros del año? Tiene que estar orgulloso de ellos. De sus chanchines. De los demás vagos (cuando no escriben). Sabe muy bien de nuestros laburos, de nuestro compromiso con la escritura. Solo usted, Alberto, más que el viento pudo haber sido capaz de amontonarnos.
¿Sabe, Laiseca, lo que nos duele que se haya ido? ¿La impotencia que sentimos? ¿La de preguntas que nos hacemos? ¿Lo que le deseamos para su obra ahora que ya no está? Mínimo lo que pasó con Levrero. Ojalá que sea un boom como Bolaño. Pero… ¿por qué? ¿Por qué mierda se tienen que ir al otro barrio para que las grandes editoriales les rescaten la obra completa? ¿Sabe, Laiseca? Estoy dolido con Página. Se lo tengo que contar. El resto de los diarios fueron generosos. Pero en el Radar salió solo lo que le escribió Ale. Sin copete. Sin nada que mencionara que le había tocado perder un par de días antes de navidad. Por la misma fecha también les tocó a Rivera, Berger y Piglia. A cada uno les dedicaron suplementos completos. ¿Y a usted por qué no? Sé que mi reclamo puede sonar infantil. Pero justo Página… ¿Me va a decir que no había nadie que hablara de su amistad con Soriano? «El Gordo», como cariñosamente usted lo llamaba. Si hay un cariño y admiración entre colegas, si hay cosas que están bien en lo que a nosotros nos concierne como narradores, eso es lo que tuvieron ustedes dos. ¡Mierda! ¿Me va a decir que más allá de lo ya contado una y mil veces sobre Los Sorias no había alguien para hablar de sus otros libros, de lo que era usted narrando en vivo, de sus increíbles talleres? ¿Justo Página? ¿Sabe, Maestro? Tengo mil y un recuerdos con usted. A lo Sandro: un mundo de sensaciones. Ese jueves que nos leyó Ébano absoluto de Felice Picano. Y cómo lo preparó para grabarlo en sus Cuentos de terror. De sus perros. De sus gatas. De lo importante que es tener un animal cerca. De cuidarlos mucho porque ellos también nos cuidan a nosotros. Como lo escribió Katherine Mansfield en El canario. Que ese relato y el de Picano me los fotocopió para que los leyera porque usted no prestaba sus libros. Esa famosa y enigmática biblioteca forrada enteramente cada ejemplar de blanco. Para evitar pedidos y hurtos, ¿no? ¿Sabe, Maestro? Que de los recitales más lindos que fui en mi vida están las veces que en el ZAS usted narró las andanzas del Vintén. La rompía. Ladrando. Ese ladrido específico del perro protagonista de esos cuentos. Poniéndole la voz a sus dueños con tan pocas luces, en especial ese que se había dado unos besitos con otra chica que no era la novia y que por eso lo terminaban enterrando vivo. De cómo lloraba ese pobre cristiano. Y de cómo el Vintén iba a buscar ayuda transformando en héroe a un borracho. O de la vez que el perro se enfrentó a esa bruja que tenía tetas-boleadoras y que atacaba con ellas bailando un malambo. Me acuerdo de las carcajadas de la gente mientras usted folckloreaba un chucutu-TUCÚNchucutu-TUCÚN y lloro de la alegría, Maestro. Porque así es como lo quiero recordar siempre. En un escenario. Y con mucho público. Sus libros cerca. En una mesita para aquel que los quisiera comprar y tener más de Alberto Laiseca, del Conde, un domingo a la noche. ¿Sabe, Maestro? «Diré simplemente…» que Bruce Springsteen y Sylvester Stallone pueden ser algo así como un tío favorito y un padrino protector. Y que mi papá es mi papá y lo amo y tengo la suerte de todavía tenerlo cerca. Y que usted –mal que le pese, horrorice y lo haga putear– también para muchos de nosotros… fue un padre. Y punto.