Cuento | Por Marina Mariasch

El collar chino

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Marina Mariasch

Marina Mariasch (Buenos Aires, 1973) es escritora, periodista y docente universitaria. Integra Latfem.org y el movimiento Ni Una Menos. Entre otros libros publicó en narrativa El matrimonio (2011), Estamos unidas (2015) y Efectos personales (2022) y reunió su poesía en Paz o amor (2014) y La pequeña compañía (2022).

Si el dolor fuera un ente, tendría mi misma edad, sería un hermano gemelo. Quise sacudir el excedente de la polvera con la que le doy color a mis mejillas y se me cayó por el desagüe del lavamanos, tendré que seguir pálida. Mientras el negro parece abarcar todo el espacio, el pez rosado desaparece en un rincón entre las piedras. Si el amor fuera rosado, esta podría ser una metáfora del amor. Golpeo el vidrio y nada; golpeo otra vez y nada hacia la superficie. No estaba muerto, sólo dormía.
Era el día del cumpleaños de mi madre, el primero desde que nos habíamos separado. Usé el saquito de té para llenar dos tazas –las dos para tomarlas yo misma–. Después me di una ducha y traté de recuperar la decencia. Me puse un jean y un suéter negro, y eso raramente puede estar mal. Me puse también un collar chino de cuentas verdes, barato y brillante que llamaba la atención de todos y colmaba la intención de coquetería.
Me acuerdo bien, tomé un té detrás de otro y me sequé el pelo, porque el verano había hecho sus valijas unos meses atrás y se preparaba para dejar la ciudad. Salí con el pelo erizado por el frizz del día frío y seco, una bruja más o menos bien vestida, y grité por una mancha en la remera.  La señora que trabajaba en casa, mi mejor amiga, una extraña, toda compuesta, se dirigió a mí por primera vez con franqueza: Vos y tu histeria me tienen harta. Éramos dos. Yo, una mujer de pelo largo y oscuro y mi histeria.
Antes de salir le rogué perdón. En la calle, la insidia del sol atravesaba los párpados y lastimaba como la belleza. El hombre que me había dado un anillo y un par de hijos llegó con zapatillas nuevas. ¿A qué venía? Ya no me acuerdo. Seguramente a llevar algo de un lado del mundo al otro, de mi lado del mundo al suyo. Tampoco me acuerdo qué pinchaba más, si los rayos que salían despedidos del parabrisas del auto que estaba estacionado en la puerta de casa (salían dentados en forma de sol, una estrella en la tierra) o las zapatillas nuevas, signo de otro mundo, un mundo al que yo ya no pertenecía.
Los chicos sonorizaban la tensión que nosotros callábamos, a los gritos, y sacudían las manos dando golpes al aire y a lo que se cruzara descargando la furia de la decisión que unos meses atrás habíamos tomado. Me acuerdo bien por qué nos peleamos, pero preferiría no hacerlo. Me fui taconeando ofuscada, con un niño en cada mano y los malabares que aprendí a hacer desde que me convertí en madre. Los chicos lloraban y yo era eso, una mujer con botas y peso en las manos caminando por la vereda de la sombra.
Me gusta el aire que entra por la ventanilla del auto en forma de viento. Me gusta tener a mis hijos acurrucados en la falda dándome calor como cuando estaban adentro, sentir el contraste con el viento frío del otoño que golpea las puertas de la ciudad y aja la primera capa de piel de la cara. Las manos, ocupadas; las gotas que bajan titilando y forman cauces secos y salados. Cruzamos tres barrios hacia el norte, cruzamos tres estados de ánimo en ese viaje hasta la casa de mi madre. Cuando bajamos del taxi brindando un espectáculo tramposo, de esos que parecen una cosa pero son otra, nos vio mi tía. Se le llenaron los ojos de agua y ofreció ayuda como si se tratara de paralíticos, huérfanos, o de una mujer sin marido. Cargué todos mis bultos cuesta arriba y arriba me miré en un espejo. Enseguida llegaron los músicos y mi hermana y yo flirteamos con ellos. Armé un plato con diferentes bocados y los llevé a la habitación donde afinaban. Tomábamos vino. Mordíamos con negligencia y nos reíamos de trivialidades con los cachetes colorados.
Me tiré en el piso, o más bien me senté como una señorita, que es lo que empezaba a ser ahora, eso era lo que era: una mujer soltera con tristeza absoluta y ropa normal. Empezó la música. Mis hijos estaban más allá. Sonaba una canción francesa. El guitarrista cantaba: Muerdo, muerdo la vida como a una manzana jugosa, y me miraba. ¿Qué era eso? ¿Una bolsa de nylon en el aire? ¿O el plano de una bolsa de nylon hinchada de aire bailando contra el fondo de un muro? ¿Quién era yo? ¿La bolsa? ¿El aire? ¿El muro? Pronto la escena estaría completamente perturbada por unas hojas secas, pelusas, envoltorios de chocolate. No eran datos menores, así, siempre, algo, se iba corrompiendo, pero cuándo, me preguntaba, cuándo había tenido lugar ese momento, el momento en que se rompió todo, la armonía por ejemplo. O era una cosa totalmente diferente, un campo minado de margaritas, donde cada flor significaba una amenaza de la pregunta (¿me quiere?, ¿no me quiere?) y, entonces, otra vez, ¿quién era yo? ¿el campo? ¿las margaritas? ¿la amenaza?
Mi madre sonreía y pasaba una bandeja con calentitos. En el suelo del living, hice un hueco con las piernas cruzadas como un indio para que mi hija pudiera sentarse a mi cobijo. Como signos universales de reconocimiento primario, en las familias los gestos se leen como una lengua materna, entonces mi hija corrió hacia mí para acomodarse en mi falda, y me dio un abrazo que no abarcaba más que el diámetro del cuello, apretándolo. Eso era yo, entonces, una mujer ahogada por el amor. El collar chino se rompió y las cuentas rodaron por el suelo, haciendo un escándalo verde sobre el parqué, escapando de lo que las mantenía atadas, huyendo a rincones recónditos, escondiéndose en las canaletas de la madera o bajo las repisas o las suelas, llegando algunas y otras más lejos o más cerca.

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