Cuento | Por Pablo Katchadjian

El comerciante y el proveedor

Tiempo de lectura: ...

Pablo Katchadjian (Buenos Aires, 1977) publicó entre otros títulos las novelas Una oportunidad (2022), En cualquier lado (2017) y Qué hacer (2010); los libros de relatos Tres cuentos espirituales (2019) y El caballo y el gaucho (2016); libros de género indefinido como El Aleph engordado (2009) y El Martín Fierro ordenado alfabéticamente (2007), y también poesía. Su obra fue traducida al inglés, francés, portugués, armenio, hebreo y neerlandés.

Esta historia es sobre un comerciante que empezó con un pequeño local y le fue bien y entonces consiguió un local un poco más grande y también le fue bien y así creció su reputación, lo que lo alentó a buscar un local mejor ubicado y mejores proveedores.

Consiguió un buen local y también logró que un proveedor muy prestigioso lo aceptara bajo la condición de que el comerciante le pagara siempre por anticipado. Cuando el proveedor le mandó el primer envío de mercadería, el comerciante notó que faltaban tres ítems. Habló con el proveedor y se lo dijo. «¿Estás seguro?», le preguntó el proveedor. «No tengo dudas», le dijo el comerciante.

«Bueno», dijo el proveedor, y le mandó los tres ítems faltantes. El comerciante vendió todo y le pidió al proveedor un nuevo envío; pagó por anticipado y lo recibió; chequeó todo y vio que esta vez sobraba un ítem. Habló con el proveedor y se lo dijo. «Ah, bueno, gracias», le dijo el proveedor, y mandó a alguien a buscar el ítem extra.

El comerciante se quedó pensativo. Evidentemente, se dijo, el proveedor no estaba seguro de si la primera vez yo había dicho la verdad sobre los ítems faltantes y ahora quiso chequear mi honestidad con el ítem extra; a la vez, siguió diciéndose, quizá simplemente el proveedor es distraído y a veces manda de más y a veces de menos, pero me cuesta aceptar que un proveedor tan prestigioso sea distraído; como sea, siguió, yo hice lo correcto, y él ahora sabe eso: que yo soy correcto y honesto. Entonces se quedó más pensativo, es decir, pensativo dentro del mismo pensamiento, y se dio cuenta de que si las anteriores habían sido señales del proveedor, no tenía forma de saber si no se había perdido otras señales, y en ese sentido no podía saber qué pensaba el proveedor de él. Quizá, se dijo, yo no vi en el primer envío que había mandado algo de mayor calidad y que… O, siguió, quizá no noté que… Deberé estar más atento, se dijo. Y así fue en los siguientes envíos: revisaba todo con obsesión y ansiedad y, aunque ya no había ítems de más o de menos, creía descubrir pequeños gestos y guiños de parte del proveedor; después desechaba los gestos y guiños como una fantasía suya, pero enseguida encontraba otra prueba de que en verdad…

Una vez lo llamó al proveedor para confirmar si eso que veía eran gestos y guiños, y el proveedor al escucharlo se rio, y el comerciante no pudo entender si la risa era una confirmación o una burla o un gesto de simpatía a su obsesión y ansiedad. El comercio prosperaba, por lo que el comerciante cada vez le compraba más mercadería al proveedor, lo que tenía por resultado que chequear con atención y entender los gestos y guiños le ocupaba cada vez más tiempo. Decidió entonces contratar a un empleado que se hiciera cargo del trabajo en el mostrador para poder dedicarse él de lleno a la tarea de chequeo. A veces pasaba días sin dormir: tomaba notas, hacía gráficos, anotaba las señales, intentaba ver vínculos entre las señales, y los veía, pero enseguida los desechaba, y luego volvía a verlos, y volvía a desecharlos. Empezó, entonces, a usar el método inverso: preparaba el pedido que haría con mucha antelación, disponiendo ítems extraños e inusuales como trampas, y se pasaba semanas anticipando los gestos que recibiría. Siempre veía confirmaciones y al mismo tiempo dudaba de las confirmaciones.

Volvió a pensar dentro del pensamiento, y luego otra vez, y ya estaba tan protegido por esferas de pensamiento que la realidad se le volvió inaccesible. Pero como era un comerciante eso no lo llevó a la abstracción sino, al contrario, al pragmatismo: se convirtió en el cerebro del comercio. El empleado era el cuerpo y él el cerebro. Y aunque el empleado temió, en un momento, que los extraños pedidos anticipados acabaran por destruir el comercio, esto no ocurrió: todo lo que el comerciante pedía al proveedor, por más extravagante que fuera en cuanto a cantidades e ítems, era comprado casi con desesperación por una clientela fiel. Al empleado le pareció que ya era necesario contratar a otro empleado; le preguntó al comerciante y el comerciante no entendió la pregunta, pero le dijo que a partir de ese momento hiciera lo que le pareciera bien sin preguntarle; al tiempo, el empleado decidió abrir otro local y contratar cuatro empleados más, y luego más locales, y más empleados.

El comercio era un éxito, pero el comerciante no lo sabía: vivía en el fondo del primer local, escondido, pensando, anotando, intentando comprender la mente del proveedor en listas interminables de pedidos sorprendentes. O sí lo sabía, porque hacía pedidos cada vez más grandes, pero no lo experimentaba porque no era ese el eje de su pensamiento y de su acción.

Y ahora tenemos que decir que el proveedor estaba más o menos al tanto de lo que pasaba: desde el primer momento había seguido con curiosidad las decisiones del comerciante y había decidido ayudarlo a ponerse en esta situación de comercio abstracto que, él lo sabía, no podía significar otra cosa que el éxito. El éxito de apartarse de las leyes de la oferta y la demanda, por una parte, pero, también, por otra, el éxito de pensar y querer una sola cosa, es decir, el éxito de la pureza de corazón. El proveedor sabía esto, porque sabía lo que era desear una sola cosa, pero no entendía cómo el comerciante podía ver tanto significado en los ítems de los envíos, cómo podía abstraerse de esa manera tan pura, es decir, no entendía la mente del comerciante, y era por eso, justamente, que se había dedicado a seguirlo y ayudarlo. Y así, como espejados, uno y otro pensaban en el otro sin comprenderlo y eran premiados con el éxito. Fin de la fábula.  No digan «¡Qué absurdo!», estudiantes de la carrera de administración de empresas, porque así es como fracasarán.

Estás leyendo:

Cuento Por Pablo Katchadjian

El comerciante y el proveedor