Cuento | Por Alejandro Caravario

El equilibrio del mundo

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Alejandro Caravario (Buenos Aires, 1963) publicó las novelas Costumbres de la carne (2002), Palermo (2003), La Presentación (2012), Librería Palmer (2020) y Una isla argentina (2023), y los libros de relatos Sangra (1999), No exactamente (2015) y El Choricero (2018). Es autor de la biografía Trinche (2019) y de la comedia Descubrimiento del climaterio. Diario de noviembre (2021).

Heredia madrugaba sin proponérselo. Una alarma interna, infalible, lo despertaba a las seis de la mañana. Al cabo de siete horas de sueño (apagaba la luz a las once de la noche, luego de leer dos páginas de alguna novela), se levantaba con el tiempo suficiente para afeitarse a conciencia, dedicarle un moroso tratamiento al nudo de la corbata, tomar el subte y luego caminar relajadamente, desde la estación Plaza Italia, tres cuadras hasta El Pingüino de Palermo, el bar de la esquina de Paraguay y Serrano donde desayunaba.

Porque recién entonces desayunaba. Tras haber acumulado, en la gozosa ceremonia previa, expectativas y apetito. No hacía falta que pidiera: Bruno le traía, sin urgencia, el café con leche con tres medialunas de grasa. No tenían trato, pero, con el correr de los años, Bruno se había animado a llamarlo don Heredia. Con el agregado del don, creía, anudaba respeto y confianza. Pero si prevalecía el respeto, la distancia, seguramente se debía al empecinado clasicismo de Heredia, quien, a riesgo de incurrir en la afectación, a comienzos de los años setenta todavía usaba sombrero.

Primero, Bruno descargaba de la bandeja el plato con las medialunas. Enseguida dejaba el café expreso, servido por la máquina hasta la mitad de la taza, y vertía la leche agitando apenas la jarra para mantener la espuma decorativa. El azúcar en terrones estaba en un mínimo recipiente sin gracia. Para completar el servicio, Bruno lo señalaba con un dedo, como si hiciera falta. Nunca se salteaba ninguno de estos pasos, nunca se apuraba. Lo hubiera considerado descortés, vulgar. Heredia le imponía esa conducta sin abrir casi la boca. Sin decir más que «Gracias, Bruno». 

Se sentaba junto a la ventana que daba a la calle Serrano y contemplaba el paisaje barrial: vecinos en tránsito, el colectivo 55, la llegada de los mecánicos del taller de la otra cuadra. Los conocía de vista. Sabía que almorzaban en el bar, cuando él ya no estaba. Al mediodía, Heredia prefería ordenar un sándwich de lomito y queso en un almacén, frente a la oficina.

Como si fuera parte de la propina, dejaba un cuernito de medialuna. El resto del desayuno, el excedente. Se tomaba un momento para acomodarse la ropa y saludar con un gesto. Caminaba entonces en línea recta por Paraguay hasta la bodega Giol, en la calle Godoy Cruz, silbando «Palomita blanca», un vals de melodía intrincada que Heredia creía haber perfeccionado con las repeticiones. Silbar era una distracción y un reto. En la Giol ocupaba un escritorio también junto a la ventana. La oficina recibía, durante la mañana, la iluminación estimulante del sol. El aire se tornaba tibio. Aun así, salvo en los días excesivos del verano, Heredia se dejaba el saco. No quería perder la elegancia homogénea del traje. Hasta las cinco de la tarde, se ocupaba de la distribución de los vinos.

Hablaba poco en el trabajo. Pero lo complacía escuchar a los demás. Los comentarios ligeros sobre el mundo eran un sonido cordial. Y nunca llegaban a distraerlo. A veces pensaba que se había acostumbrado por demás al silencio, su propio silencio. Era viudo y su única hija viajaba por el país siguiendo al marido militar. Diezmada la familia, sin amigos estables ni deseos de hacerse nuevos, había emprendido, hacía ya una década, una vida solitaria. Al comienzo con curiosidad, luego con verdadero gusto.

Un viernes, frente a su mesa en El Pingüino de Palermo se sentó un hombre maduro como él, de cuidada elegancia como él, pero más grueso y peinado con fijador (Heredia odiaba el fijador, su brillo abusivo, la mata endurecida que dejaba al secarse). Las medialunas de su vecino eran de manteca. Brillaban igual que su pelambre de ondulaciones tercas, indomables. Como Heredia, había elegido la ventana para extraviar la mirada en el paisaje de la calle. ¿Por qué ese hombre había atraído su atención? No supo qué responderse. Nada lo volvía digno de especial interés. Sin embargo, como guiado por una intuición catastrófica (esta fue una interpretación posterior, luego de repasar la escena infinidad de veces), no podía quitarle los ojos de encima. Así que lo vio todo. Desde el principio. Hasta que no pudo soportarlo.

Vio como el hombre, que vestía un traje marrón de solapas quizá demasiado anchas, acabada su primera medialuna, se llevaba la mano a la boca y se chupaba, uno por uno, los cinco dedos. Una succión estentórea, persistente, con el fin de absorber hasta el último resto de almíbar. Para Heredia, la exhibición duró siglos. Si se lo hubieran pedido, no habría podido describir sus emociones. Lo que sentía no estaba al alcance de su léxico. Tampoco lo registraba su memoria. Dio un puñetazo en la mesa, un reflejo que no logró controlar, que sabía inapropiado, pero del que se resistía a avergonzarse. El hombre de traje marrón repitió la operación luego de comer la segunda medialuna. Con más método que deleite –había algo mecánico, quizá atávico, en sus acciones–, lamió la superficie pringosa de cada dedo, siempre con su mirada indiferente clavada en la calle. Heredia salió a las apuradas. Temía recaer en un gesto destemplado, en una violencia que desconocía. O que le diera un ataque al corazón.

La prisa, justamente, fue la primera incomodidad. El despuntar del desasosiego. Raro en él, trabajó apresurado. Precipitándose en inferencias erróneas, en cálculos fallidos. Él era un estratega. Necesitaba serenidad para madurar las ideas y las previsiones. El runrún de los otros en la oficina lo fastidiaba. Si, a última hora, sobrevino un ralentí en su ánimo y en sus razonamientos, fue solo porque lo envolvió una tristeza también rara en él. Más que rara, inaudita.

Llegó a su casa y trató de encarrilar el día. Reconsideró el incidente en El Pingüino de Palermo, paso por paso, una vez más. Pero la indagación racional que pretendía naufragó en la reiteración de aquel pasmo sin palabras. Del horror concentrado en el resplandor del almíbar, en la glotonería insufrible de un tipo corriente. Alguien como él. Abandonó el abismo de sus pensamientos y adelantó, para gratificarse, las licencias reservadas al fin de semana: tomó una, dos copas de vino. Y cenó matambre con ensalada rusa, su debilidad del menú de la rotisería, mientras escuchaba música en la radio. No podía imaginarse qué pasaría el lunes. Por eso le costó dormirse.

El lunes llegó con paso vacilante a la puerta del bar. Arrastraba la modorra de una noche de insomnio. Esperó en la vereda y, como temía, el hombre de traje marrón, esta vez con un traje azul, llegó a la misma hora que el viernes y ocupó la misma mesa. Heredia observó de lejos a Bruno; fue una despedida. Esa mañana desayunó en el mostrador de una lechería, en la calle Gurruchaga: no lo convenció la atención y la vista era pobre. El martes probó con El Preferido, en la esquina de Guatemala y Serrano: le pareció un ambiente hostil, de parroquianos estancados en el ocio. Quizá algo peor. Así estuvo toda la semana, investigando bares, tramando un reemplazo que sabía imposible. Y trabajando sin entusiasmo: había perdido, se dijo, la perspectiva estratégica. Finalmente se resignó. Se tomó un café instantáneo con un par de tostadas en su casa. Un trámite que prolongó durante una semana. Al lunes siguiente dio parte de enfermo por primera vez en veinticinco años. Le mandaron un médico. No tenía nada que pudiera verificarse en una revisación sumaria. En la segunda visita, lo mismo. En la cama había un hombre sano, concluyó el médico y así lo reportó. Un hombre sano y ausente, voluntariamente postrado, que parecía querer seguir así para siempre. 

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