Cuento | Por Esteban Salama

El reloj de la sucursal Balvanera

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Esteban Salama (San Martín, provincia de Buenos Aires, 1980) es Licenciado en Artes Audiovisuales por la Universidad Nacional de las Artes. Dirigió diez cortometrajes, un mediometraje y escribió las series web La vuelta de Mandowski y Otro caso resuelto por el Inspector Villalba, disponibles en línea.

Alejandra Karageorgiu

«Nos faltó tiempo para darle cuerda al reloj», así se despidió. Tan distinta, pero tan igual, a aquella mañana del 11 de noviembre de 2011 cuando me regalaron ese reloj de pulsera marca Feraud, lamentablemente ya no recuerdo quién, cuando trabajaba en la sucursal de Balvanera, ahí en Oncelandia, Corrientes al 2000. De lejos se veía elegante, gris metalizado y siempre en punto. Recuerdo haberlo mirado cuando me lo regalaron.

* * *

La hora daba 11 menos 10. Como la da ahora, en el subte repleto, donde ella se encuentra recostada ocupando tres asientos de plástico naranja. Llegando tarde otra vez. Había peleado por enésima vez con el dueño de aquel reloj. Ella le había perjurado por centésima vez irse de su vida. Y le dedicó por milésima oportunidad el decálogo de siempre, que cada vez se ampliaba más: «No me llames, no me escribas, no te aparezcas en la puerta de mi casa, no me mandes mail ni wasap, no te contactes con nadie de mi entorno, no toques mis cosas».

Pero aquel descargo aún no la hacía descansar con suficiente paz. Su guardiana espiritual la despierta y le susurra que se tome las cosas con más calma. Le recuerda darse un golpecito en el timo. Y le aconseja: «Este (por el corazón) está hecho para dar amor, no para sufrir». Ella se despereza una estación antes de Plaza de Mayo.

Pero se despierta y está en su cama de frazadas lila, todavía tibia aun en invierno. El arreglo de cloacas, que hace un mes tiene a la vereda de su casa despellejada, sigue sin ver la luz del caño que lo solucione. El agua caliente cortada le recuerda tomar una muda de ropa y guardarla para cambiarse en el gimnasio donde aún paga la cuota, pero sigue sin utilizar, junto con las cosas de su trabajo de oficina y los juguetes que su hijo de cuatro años quiere tener en el jardín de infantes. El niño se ha levantado cinco minutos después, ya acostumbrado al horario o extrañándola por no poder jugar con ella durante la noche.

Toman la leche con galletitas de vainilla y parten aún entre sueños, ya tarde para el jardín, ya tarde para la oficina, en su coche plateado con un tinte marrón tierra. Está sucio, sí, «pero no lo quiero más sucio», se defiende ella cuando lee un mensaje que le han dejado escrito con el dedo sobre la tierra de la luneta trasera. «Lavame gato», dice el recado. Como si los gatos se lavasen como un guante o estos lavasen al guante que no les dejaría atrapar ratones.

Baja a su querubín de su silla-nube. La «seño» la regaña por la habitual demora. Ella sonríe como si fuera la primera vez y sigue viaje hasta Plaza de los Virreyes, donde la aguarda vacío su espacio de siempre entre el volquete y la parada del colectivo 126. Un lugar olvidado para el agente de control de tránsito.

Baja al subterráneo y sube al vagón. Se observa observando a una mujer y a su hijo ya crecido en los asientos de enfrente. Sus aparentes miserables vidas le recuerdan a la suya. Pero deja partir ese pensamiento. «Descubrí al observador del observador», se emociona. Y quiere compartirlo, quiere enseñárselo a todos los que necesiten despertar. Pero sus ojos se entrecierran. Apenas distingue el reloj del televisor del vagón.

* * *

Tan distinto, pero en cierta incómoda forma tan igual, ahora es la tarde del 11 de septiembre de 2024 cuando me despierto entumecido del frío del pasto en la plaza Roma, hasta donde supo llegar el río hace solo doscientos años. Me pellizco para reconocer si mi sueño terminó y continúa mi pesadilla, o es justamente lo opuesto.

Reparo en el Feraud que me regalaron hace casi quince años en aquella sucursal de Balvanera ya cerrada a causa de la pandemia o porque la hora viene incluida en los teléfonos móviles. El reloj, un poco rayado, ya no tan metalizado, sigue dando las 11 menos 10. Y me doy cuenta del tiempo que pasó desde que le di cuerda por última vez.

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