Cuento | Por Fabián Soberón

El serrucho 

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Fabián Soberón (Juan Bautista Alberdi, Tucumán, 1973) es escritor, docente universitario y cineasta. Entre otros libros publicó La conferencia de Einstein (novela, 2006), Vidas breves (relatos, 2007), El instante (relatos, 2011), Ciudades escritas (crónicas, 2015), Cosmópolis. Retratos de Nueva York (crónicas 2017) y Naranjo esquina (relatos, 2023). Como director de cine, realizó entre otros los documentales Hugo Foguet. El latido de una ausencia (2007), Luna en llamas. Sobre la poeta Inés Aráoz (Tucumán, 2018) y Groppa. Un poeta en la ciudad (Jujuy, 2020). 

Estaciono en el costado derecho de la estación de servicio. Milagrosamente, la estación está vacía. Hace un par de horas el viejo Hasper me ha confesado lo que ya sabía –que está enfermo– y he regresado a Naranjo esquina, movido menos por el placer que por la urgencia.
Una chica morocha y baja se acerca a mi lado. Tiene una camisa azul, de esas que le provee la empresa. Con el brazo izquierdo se apoya parcialmente en el techo de mi auto. El otro brazo es más corto y cuando lo levanta noto que no tiene mano. 
Ella sonríe y me pregunta cuánto cargo. Le pido el tanque lleno. Me ofrece limpiar los vidrios. Acepto. Usa el único brazo para mover el haragán chico sobre el vidrio. Un chirrido molesto se activa mientras la chica mueve la mano. Al finalizar me consulta por las ruedas. Las mira y antes de que diga nada se ofrece a inflarlas con el equipo de aire que está al costado. Le pago la carga de nafta y me ubico con el auto en el rincón apropiado. La chica me guía con la única mano. Estaciono. Y me bajo.
Mientras coloca la manguera en la primera cubierta le pregunto por la estación de servicio, por los días de atención. Ella no me mira. Solo deja que el aire fluya por la manguera. Me acerco a la vereda y noto que lleva puestas unas botas de invierno en medio del oprobio del calor.
Comento la situación del clima. Ella pasa con la manguera a otra rueda. Veo que hace fuerza con el brazo y que hace malabares para colocar la punta de la manguera en el pedacito de cuero de la rueda. Le pido que me recomiende un restaurante. Me dice que en el pueblo a esa hora está abierto el almacén del Chuña y el bar de Doña Vicenta. Frente a la tercera rueda, noto que lidia con la manguera como si fuera una serpiente. Esta se ha convertido en una tortura. Me arrodillo e intento ayudarla. Me dice que no hace falta, que así como la veo ella se da maña.
Por simple curiosidad, le pido que me explique lo de su brazo.
Ella dice que ha sido un accidente, un hecho azaroso pero que marca un antes y un después. Se queda callada.
La miro y le quito suavemente la manguera. Me acerco a la rueda que falta y coloco el equipo. La rueda se infla lentamente.
Reviso la playa y sigue desierta.
«No hay nadie», digo.
«A esta hora nunca hay nadie».
Hago unos pasos y compruebo que en el interior del bar tampoco se ven clientes. Solo se mueve el hombre que está detrás de la barra.
«Voy a tomar un café, lo necesito antes de ir a hacer lo que tengo que hacer».
Ella recibe el billete que le doy y camina hacia los surtidores.
Desde la puerta de entrada al bar, me doy la vuelta. Ella está apoyada en uno de los surtidores y mira hacia lo alto. Unos pájaros silenciosos surcan el cielo. Como está de espaldas no me ve.
«Escuchame, te invito a tomar un café».
Ella se da la vuelta al escuchar mi voz pero no alcanza a entender lo que he dicho.
«¿Cómo?»
«Te invito a un café», digo alzando la voz.
Vacila. Camina hacia donde me encuentro.
«Estoy en horario de trabajo», dice.
«Ya lo sé, pero no hay nadie».
«¿Y si viene el jefe?».
«No va a venir», trato de convencerla. Entro y dejo que la puerta automática se cierre sola.
Me siento. El hombre detrás de la barra me mira, en silencio.
Ella entra detrás y se acerca.
«¿Usted también se siente solo?», dice, de sopetón.
Sonrío. El hombre se aproxima y la mira. Percibo una complicidad en sus ojos. Ella le pide un café chico. Yo cambio de idea y solicito una medida de whisky. Ella me dice que es temprano para el whisky y yo le digo que nunca es temprano ni tarde para la tristeza.
Ella baja la cabeza y después se mueve en la silla.
«Zulma Paredes», dice y estira el brazo. Le doy la mano.
«Un gusto, Augusto Rodríguez», digo. Y sonrío. 
«No le doy la otra por razones obvias», dice y lanza una carcajada negra.
«Zulma, no hace falta que se hiera a sí misma».
Cuando llega el whisky, lo trago de un golpe. Ella sigue mis movimientos con prolijidad.
«Usted es de aquí, ¿no?», dice.
«Me fui hace mucho».
«El pueblo sigue igual. No ha cambiado nada».
Le pido que me siga contando. Ella hace un chasquido con la boca y mira hacia la barra. El hombre la mira y mueve la cabeza indicando que hable.
Me cuenta que estaba en la casa, tranquila, con su hijo de diez años y con el padre, quien hasta ese entonces vivía con ellos. El padre tenía un serrucho eléctrico enorme, uno de esos que se ven en las películas. Estaba trabajando en uno de los árboles del patio. Ella jugaba con el niño a la pelota. El niño salió corriendo y se cayó cerca de la base del árbol intervenido y se golpeó la cabeza con una piedra que había volado. El niño quedó tirado en el suelo, sin reacción evidente. El padre tenía unas orejeras gruesas, de esas que usan los que taladran el cemento en la calle. Cuando Zulma vio que el hombre estaba dando vuelta con el serrucho sin advertir que el chico estaba inconsciente en el suelo corrió hasta el lugar y se tiró al piso con la intención de proteger el cuerpo desvalido. El padre giró con la brusquedad de la sordera y la sierra aún en movimiento cortó el brazo de Zulma. La sangre brotó de una forma inconcebible y ella aulló como una cabra. El niño se asustó y tuvieron que llevarlo al hospital por un desmayo. Ella dice que todavía ve la sangre abundante como un río, la sangre en el resto de piel que le colgaba como un pedazo de plástico y que sigue viendo la mano que perdió en los días posteriores. Después siguieron peleas interminables, ataques, celos, culpas compartidas, enojos y el divorcio inevitable. Ahora vive con su hijo en la misma casa.
«Ya no hay árboles ni sierras eléctricas», dice.
Le digo que su historia se parece a la mía.
Ella me mira asombrada.
«Usted es un cínico», dice y mira hacia la barra.
Le digo que no se adelante, que las heridas son de distinto tipo, que el golpe mortal lo tengo dentro de mi cuerpo y que aunque no se vea, la herida sigue ahí, con la sangre invisible chorreando como un río.
Un auto se estaciona en el playón. El que maneja estira su brazo y llama desde su asiento. Zulma se para, hace una seña con la mano y el hombre detrás de la barra entiende su gesto.
«Me tengo que ir», digo. Ella asiente con la cabeza y atraviesa la puerta. Sale al playón y descarga la manguera de la nafta en el cubículo del auto. El cliente se baja y se posiciona con un celular en la parte trasera del vehículo. Ella le pide que lo guarde. El hombre hace caso, guarda el aparato y le mira el brazo corto. Ella lo pone detrás, lo oculta. El hombre busca el brazo escondido, insiste, y vuelve a su asiento. Le dice algo que no alcanzo a escuchar a su acompañante. Seguramente se burla del brazo amputado. Pago la cuenta y subo a mi auto.
Saludo a Zulma y ella mueve el brazo con la mano ausente.

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