Cuento | Por Natalia Rodríguez Simón

El silencio

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Natalia Rodríguez Simón nació en Quilmes en 1984. Publicó la nouvelle La vi mutar (reeditada en 2023) y las novelas Era tan oscuro el monte (2019) y Barro (2022) y diversos relatos en revistas literarias y antologías de Argentina, Chile y México.

La animalada ha empezado a rondar inquieta, como buscando. Entrarán por las paredes, por las puertas, romperán los vidrios de las ventanas. Entrarán por estas almas que se nos han quedado y más que nada por el silencio, carne fresca.
Yo nada voy a decir. Todo lo voy a guardar en el fondo de mis tripas.
Hay cosas que los hombres no entendemos, hay cosas que son de las mujeres. Y uno no tiene por qué andar husmeando como un zorro viejo alrededor de la sangre hembra.
La mujer parió al chiquito, lloró, todos lloraron. Muchos días con sus
noches. De repente, el silencio, que ahora es un lugar espeso, una sombra que trepa desde abajo las paredes de la casona.
La mujer parió al chiquito en su pieza, la que tiene puerta. Yo no he
sabido esto, yo he llegado después. Cuando yo he llegado la mujer ya andaba metida en la pieza que tiene puerta. A mí me ha contado Matamba, que ha sido mi amigo.
Dijo Matamba –Dios lo tenga en gloria– que antes la mujer andaba con las otras, haciendo las cosas de la casa. Y así pasaban los días con sus noches. Dijo Matamba que ha habido baile una noche. Que la agarró uno de los hombres. Que después del baile la mujer quedó encinta. Andaba creciéndole el vientre a trancho largo, como a una demonia. Ahí nomás parece que se volvió furiosa. Le pidió al patrón la pieza, le exigió la puerta. Dijo Matamba que el patrón temía y le dio pieza y puerta y ahí quedó ella y más nunca salió. Las otras mujeres le llevaban el alimento, el agua, el licor que espanta el frío. Hasta ahora lo hacían, hasta que el silencio y las bestias, que andan buscando por dónde pasar para reclamar lo suyo.
Matamba –descanse en paz– anduvo con la mujer ese día del parto,
como si ella lo hubiese llamado con los pensamientos. Le dio su consuelo, su magia, su calor.
Dijo: le saqué el chico de las entrañas.
Y más nunca habló del tema. Y enseguida murió.
El chiquito berreaba como un cerdo listo para el sacrificio. Desde el
primer día con su primera noche. Así chillaba y nos dejaba los pensamientos locos. Matamba hubiese querido entrar a dar consuelo y abrigo, pero ya no podía andar. La muerte lo encontró ese día, el del parto. Le besó la nariz con su aliento a tierra mojada. Trae un alma y se lleva otra para mantener el equilibrio. Matamba enfermó primero. Quedó postrado en el catre de la pieza que hemos compartido. Yo he puesto paños en su frente.
Digo que el chiquito berreaba, no dejaba vivir. La mujer le cantaba, le
lloraba. Una noche de tormenta no chilló más. Pasaron los minutos, creímos que volvería. No volvió. La mujer quedó en la pieza detrás de la puerta. No salió. Nadie la vio. Era el silencio de los dos. Ella tosió más luego. Creímos que el griterío volvería a empezar. Nada.
Hace tres días con sus tres noches que estamos así con el silencio y
nadie pega un ojo. Los hombres andamos montando guardia.
El primer día asomó uno de los animales. Miró por ventanas, rascó
puertas. Así como ha venido así se ha ido. Ese día los hombres salimos, hicimos el trabajo, las mujeres hicieron las cosas de la casa. El segundo día volvió una jauría entera. Lo mismo hizo: buscó huecos donde meter sus cuernos, sus patas, sus hocicos. Andan curiosas las bestias. Andan cada vez más adentro.
Matamba también murió una noche larga de tormenta, la misma noche. Había truenos, relámpagos, el chillido quebrado del chiquito. Toda esa noche mantuvimos las velas. Les dimos el fuego con nuestro mismo aliento. Tronaba el cielo y tronaba la voz del chico al otro lado de la casona, como llamando a su Dios. La voz de Matamba no tronaba, era aire entre los dientes. Se le escurría la sangre por las venas secas. Me miró, me dio la mano en la frente, me sopló un aliento.
Y ahí nomás se fue mi amigo bueno. Su cuerpo quedó en el catre, vacío de toda sangre, de todo fuego. Lo metimos entre las velas, tantas velas rodeando el catre, el cuerpo de Matamba que nos había dejado la muerte.
Y enseguida también vino el silencio. De golpe. El silencio del cielo en tormenta y el silencio del chiquito, que lleva ya tres días con sus tres noches. Y enseguida los animales se vinieron a mostrar los dientes, a buscar. Matamba hecho pura piel ahí en el catre, al calor de las velas que limpian el alma. El chico vaya uno a saber, detrás de la puerta con la mujer callada.
Yo podría decir tantas cosas. Yo veo la sombra de este silencio, el alma de este silencio que, como las bestias, come las paredes de la pieza, de toda la casa. Anda en pena saltando de viga en viga, llorando para adentro. Pero yo no digo nada. Hay cosas de mujeres y cosas de hombres. Los chiquitos son de las mujeres, ellas saben todo mejor.
Vendrá la luna y se llevará las penas. Ahora vienen las bestias a buscar lo suyo. Andan rompiendo ventanas, puertas. Se vienen en jauría, en manada, en bandada, vuelan, corren, trepan. Olfatean la sombra del silencio. Andan detrás de la sangre de Matamba, que dio una vida y ahí nomás se le vino la muerte. Andan como fieras detrás del olor. Pasan como dueños, como patrones, y a los hombres que nos quedamos cuchilla en mano, en guardia, ni nos miran, ni a las mujeres que se esconden detrás de nosotros. Ni un miedo les corre por los ojos.
Llegan a la pieza de Matamba, su cuerpo entre velas. Quiero ir a
sacarlos: necesita más tiempo. Enfundo la cuchilla. Los otros me retienen, me miran raro. Dice uno:
Ya Matamba se ha ido para siempre, dónde vas.
Lloro la muerte del amigo. Como un chico lloro. Berreo como el chico que de golpe se hizo silencio.
Las bestias toman la sangre de Matamba. Lo destrozan, lo despellejan, lo vuelven carne de su carne.
Lloro.
Habrá hecho a tiempo el fuego, habrá podido limpiarlo todo, habrá
llegado su alma a algún cielo.
Cuando no queda mucho de Matamba pasan de nuevo por donde
estamos. Nos miran con los colmillos sangrados, los bigotes rojos, las alas negras de la muerte.
Entonces la mujer abre la puerta. Tiene un batón blanco por el que
chorrea la leche que le brota de las tetas. El pelo duro, los ojos negros, todo párpados, todo piel. Tiene al chico en brazos. El silencio. Todo azul, todo venas. Las bestias se acercan despacio, sigilosas. Ella entrega.
Y así con el cuerpo del chico en andas, como cargando una misma cría, se van los animales.
Qué habrá de ser de su alma aquí encerrada, pululando por las paredes de la casona. Prenderé mil velas, daré mil oraciones. Y vendrá la luna a limpiar las penas. Vendrá también el patrón un día y sabrá lo que tendrá que hacer. Hay cosas que son de patrones. Yo no soy patrón, yo soy llegado. Y los llegados, aunque sepamos mejor, no decimos nada.

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