Cuento | Por Luciana De Luca

En camino

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Luciana De Luca (Buenos Aires, 1978) publicó el libro de relatos Las fiestas no son para los niños (2013) y las novelas Otras cosas por las que llorar (2021) y El amor es un monstruo de Dios (2023). También es autora de libros para niños, entre ellos Soy un jardín, Ratón de Biblioteca y Nunca vi una bruja, que fueron traducidos al inglés, al coreano y al portugués y distinguidos por Alija (Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de Argentina) y The New York Public Library.

Hace 18 horas la partera me dijo no vengas.
Las dos hicimos silencio. Todavía falta. Escuchó a la distancia mi respiración relajada.
Hasta que sean cada 5 minutos. Te vas a dar cuenta. Va a ser un dolor nuevo. Recién ahí vení al hospital. Antes, nada. Antes, aguantar.
Cortamos las dos al mismo tiempo. Ella primero.
Pasé el domingo caminando por la casa. Un día entero caminando.
Pensando en mis pies que iban horadando el piso de madera, dejando una marca pálida en los mosaicos de la cocina.
Pregunté en voz alta qué iba a pasar con esas huellas: se lo pregunté a las cosas limpias de la alacena, a los paquetes de pasta sin abrir, a la bolsa de la harina, a las botellas cerradas y sus cuerpos de lupa.
Las contracciones hicieron un trabajo prolijo y ordenado.
Cada diez minutos. Un dolor moderado. Un dolor comprensible. Un extranjero hablándote lento, con ademanes, alzando la voz para hacerse entender. Esta-es-mi-casa. Esa clase de dolor.
Tomé agua. Revisé el bolso, las ventanas.
Descolgué el teléfono, escuché el tono hasta que dejó de ser una cinta larga y tersa y se volvió ruido punteado.
Puse la radio. Música. Ahí está el dolor. Ahí viene. Lo veo llegar como siento la lluvia antes de que golpee contra el suelo. Por el olor del pasto o la inquietud en los perros, en los vidrios. Una vibración que viaja hasta los huesos, los dientes.
Una puntada en el medio de la espalda. En el vértice del cuerpo. Antes el cuerpo no tenía nudos. Ahora hay un centro y está todo lo demás, que gravita alrededor.
Una puntada que se queda y late. Se despereza y me ocupa entera.
Me recuesto en la cama. De costado, soy un barco. Un animal muerto hace diez millones de años.
La barriga estirada hasta la transparencia. La piel pide. Basta. Es un mapamundi lleno de venas gruesas y azules, relámpagos.
La piel pide. Parí.
Me quedo dormida.
Sueño con un televisor prendido, con una película que no existe. En el sueño me caigo justo adelante, boca arriba, como una tortuga. Ni las embarazadas ni las tortugas respiran boca arriba. Me asfixio y no puedo pedir ayuda.
Me despierto boca arriba, ahogada, con las piernas húmedas.
Me pongo de costado para poder levantarme. Pararse es una demanda cada vez más grande.
Hay una mancha monstruosa que avanza, como una nube, sobre las sábanas. Me desaguo. Hay un río que sale de mí. Con la corriente se va un poco el dolor, pero al rato vuelve gruñendo, aullando. Me siento más pesada que antes. No tiene sentido.
Tengo los pies chicos. No pueden sostener el peso de este cuerpo que ya no es el mío: es el cuerpo de este hijo que me puebla.
Miro el reloj. Pasaron doce horas desde que llamé a la partera.
Ahora cada 7 minutos.
Acomodo los libros que me esperan encimados en la mesa de luz.
Camino hasta la puerta del patio. La abro. Me asomo. Acá, la huerta, los sillones de hierro descascarados, tiesos. Allá, la cerca de alambre. Más allá el campo. Los mugidos, los ladridos. El árbol que se enciende de noche con la luz de los huesos que van dejando las vacas al morirse.
Un auto pasa lejos. El ruido se arrastra como un gato entre las matas y las cuevas de las comadrejas.
Quiero que se haga de día. Que pase rápido. Que deje de doler. Que todo deje de pasar, afuera y adentro. Que las cosas pasen en otro lado, donde yo no esté.
A la hora, estoy en cuclillas, abrazada al respaldo de un sillón. El dolor duele de otra manera. Es un planeta desconocido y peligroso.
Tengo un miedo rapaz prendido en la nuca. El miedo a los pasos en la casa, a medianoche.
Quiero gritar. No grito. En una parte muy oscura, honda, disfruto estar sintiendo esto. Disfruto del cuerpo que se me va rompiendo en pedazos, en astillas sueltas, inútiles, pobres, todas ellas.
Ahora cada seis.
Cada cinco.
Todavía no amanece. Me quedo dormida en la bañera, sentada, con el agua a medio caer, la canilla abierta y el chorro golpeándome en la cintura. No me duermo, me voy borrando.
No me borro, me ausento, me desaparezco. Dejo al cuerpo haciendo lo que es suyo.
Cuando me despierto, escucho que es de día. Huelo a los pájaros.
Cuatro.
Me pongo la ropa interior de inmensa, de otra, que uso ahora.
Me pongo una bata floreada, unas alpargatas blandas y anodinas.
Me cuelgo el bolso al hombro.
Salgo al amanecer sin cerrar la puerta.
El campo está nuevo y mojado. Sacude las alas, las hojas.
Paro cuatro veces a respirar. Me agacho. Me desintegro. Me rehago.
Me junto.
Subo al auto. Enciende. Arranco. Me hostiga, me persigue ese dolor nuevo, como un perro carroñero. Ese dolor entero, azul.
Paso de la tierra al asfalto. La ruta está vacía.
Acelero. El horizonte baila y flaquea, con sus espejismos de agua.
Respiro y canto. La canción de la película del sueño.
Una vaca cruza cerca. Una estampida boba, individual, lo suficientemente lejos y a tiempo como para no asesinarla con el auto. Ni morir yo. La esquivo.
Un camión se cruza al mismo bicho estúpido, desorientado, en la otra mano de la ruta. Ni él ni la vaca tienen suerte.
Miro por el espejo. Una nube de polvo disimula el desastre.
Sigo manejando.
Son tres.
Mi pelvis cruje. Le pido que espere. No salgas todavía, le digo. No acá. Esperame.
Entorno los ojos. Alcanzo a ver a un hombre parado en el medio de la ruta. En el medio. Por donde tengo que pasar. Mira hacia adelante. Me da la espalda. Su adelante es el mismo horizonte que miran mis ojos.
Toco la bocina. Cinco, cuatro, tres, dos. Otra vez el dolor.
El cielo es una olla de cosas desordenadas: nubes, pájaros, basura que vuela.
El tipo no se mueve.
Lo esquivo.
Apenas lo paso, una mujer corre atravesando el campo y apunta su cuerpo hacia la trompa de mi auto.
Esperame. Todavía no.
Ese dolor nuevo.
La esquivo con el frente, pero la golpeo con la parte de atrás. Con la cola. Acelero. No miro.
Hay un camión tirado al costado de la ruta, otro animal prehistórico, muerto. Hay humo y un lago oscuro sobre el asfalto, que se estira largo y no se acaba nunca.
Falta poco para llegar a la ciudad.
Otro auto me cruza. El conductor hace una seña desesperada. Tiene pánico estaqueado entre los ojos y la mandíbula.
Lo miro. Leo: cuidado. Leo: corra. Leo: pare. Leo: ¿qué está pasando?
El parabrisas de su auto está atravesado de gotas de sangre que se alargan por efecto de la velocidad, del viento.
Acelero.
Un hombre a caballo se mete en la ruta. Lo atropella un auto nuevo, gris, brillante, que viene de frente. Todo vuela por el aire.
No nazcas todavía.
Cierro los ojos.
Este dolor que ya no es nuevo. Que es tan inmenso.
Entro en la ciudad.
Hay olor a sangre y silencio y desastre.
Hay más y más gente tirándose como flores encima de los autos en las esquinas, saltando de las veredas, cayendo desde los edificios.
Esquivo.
Salto.
Acelero.
Esperame. Todavía no.

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