14 de noviembre de 2025
Agustín Alzari (Junín, 1979) es escritor, editor y músico. Entre otros libros, publicó la crónica La internacional entrerriana (2014) y las novelas La solución (2014) y La joven promesa (2023) y compiló, entre otros trabajos como editor, Estas primeras tardes y otros poemas para la revolución de Juan L. Ortiz (2012) y Ciudades, campos, pueblos, islas. Relatos clásicos santafesinos (2016). Vive en Rosario.

El escritor volvió la cabeza antes de cerrar la puerta. Fue apenas un gesto que le alcanzó para abarcar un fragmento del comedor y la antesala; vio la espalda de su esposa, la cual llevaba al hombro a uno de sus hijos, el más pequeño, que tenía la vista fija en él; y detrás, al fondo, la ama de llaves, con rostro amable y postura rígida, algo inclinada hacia adelante, siguiendo atentamente el paso de la joven institutriz de idiomas extranjeros, relativamente nueva en la casa, a la cual el escritor no llegó a ver pero cuya voz pudo escuchar mezclada con la de una de sus hijas mayores. Luego cerró la puerta y fue atrapado por la luz intensa de la mañana y por el zumbido de los insectos que volaban entre los pastizales que cercaban el bosque.
El sendero por el que comenzó su caminata –la misma que repetía cada día durante los últimos dos años– estaba hecho para el paso de hombres. Salía siempre a la misma hora, alrededor de las nueve, después de haber contestado la correspondencia y antes de escribir. Aunque conocía la tradición de escritores, pintores y filósofos en relación a las caminatas, no quería formar parte de ella. Jamás escribía sobre el tema. Tampoco caminaba para inspirarse. Menos aún para recrearse. Sus paseos eran más bien un diálogo doloroso consigo mismo, el pasaje a una zona íntima y tortuosa que requería distancia, discreción. Las caminatas lo fueron atrapando con su oscuro magnetismo. La vida del escritor había sido, por su parte, una extraña sucesión de placidez y padecimientos, en cuya tortuosa combinación él no llegaba a ver un orden ni patrones.
Mientras la curva del sendero dejaba asomar hacia el flanco izquierdo una loma con un campo de trigo, se preguntó cómo podía ser tan desgraciado. Sobre todo siendo un escritor de su posición. De los diez o doce motivos para ser feliz él los tenía a todos. Tenía un cuerpo fuerte y atlético, una mujer que lo amaba, hijos sanos y una fama que se acrecentaba con cada nuevo libro. Por otra parte la literatura, que había sido su temprana apuesta en contra de los deseos familiares, estaba en su apogeo. Era sencillo imaginar un futuro incluso más provechoso, donde por vía de la educación miles de analfabetos serían convertidos en futuros lectores de sus novelas. Era lo que siempre le repetía su editor. La literatura era una tierra prometida y él se contaba entre los primeros exploradores. Estaba a sus anchas y podría cubrir leguas y leguas de fama antes de toparse con la molesta presencia de algún colega. La pregunta, sin embargo, era válida por el simple hecho de que se sentía, en aquel momento, completamente desgraciado.
Inmerso en aquel pensamiento tardó en reaccionar a la sutil seña que la monja le hizo desde la lomada. Llegó a saludarla antes que ella desapareciera por completo de su vista, pero sin la certeza de haber sido visto. La monja cazadora, pensó. La cruzaba de vez en cuando. El escritor apuró el paso y se escondió detrás de unos arbustos. Allí estaba ella. Llevaba el arco en su espalda y una ristra de conejos muertos colgando de su grueso cinto negro. Tenía paso ágil pese a su avanzada edad. La monja había adaptado su traje y debajo de la falda llevaba disimuladamente un pantalón. Su habilidad con el arco era notable. El escritor lo había podido comprobar un día en que, oculto como ahora, la había visto acertar a la cabeza de un conejo a una distancia de veinte metros. También era hábil con el cuchillo. Lo insólito del caso, sin embargo, no eran sus destrezas ni la modificación de su atuendo. Lo verdaderamente interesante era un dato que había obtenido de manera accidental meses atrás: en aquella región no había monasterio alguno. Desde que lo supo, juzgó la mano levantada de la monja cazadora menos como un saludo que como una advertencia: «Hasta aquí llegaste, forastero, no te acerques más».
Escondido, observó cómo del cinto de la monja se desprendía accidentalmente un conejo. Ella no pareció darse cuenta y no tardó en desaparecer en la espesura del bosque. El escritor bajó al trote la loma y llegó hasta donde estaba la presa. Agitado, miró en dirección al bosque. Se agachó y tomó el pequeño cuerpo entre sus manos. Estaba tibio. Se preguntó si debía seguirla. Internarse en el bosque detrás de la monja era un deseo muy recurrente en él. Pero intuía que era una sentencia de muerte.
Titubeando tomó el sendero que iba en dirección al bosque. Sintió el cambio en la humedad del aire. Pisó el lecho oscuro, las ásperas ramas de los abetos lo rozaron. Creyó ver a la monja, algo negro, una figura moviéndose a gran velocidad delante suyo entre las ramas. Un pánico repentino se apoderó de él. Soltó al conejo en el acto y dando media vuelta se alejó a la carrera hacia la loma.
El escritor retomó la senda justo donde la había abandonado. Caminaba con cautela, como si alguien o algo lo acechara. Se detuvo en el arroyo para enjuagarse las manos. A su regreso, cerca de las diez, no comentó el episodio con nadie. Como siempre, le respondió a su esposa cuando esta le preguntó cómo había estado el paseo. Y sin embargo, aquel día no pudo escribir una sola palabra.
