Cuento | Por Silvia Arazi

En el zoológico

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Silvia Arazi es narradora, poeta y cantante. Publicó el libro de relatos Qué temprano anochece (Premio Julio Cortázar de narrativa breve), los libros de poesía La medianera (Segundo Premio del Fondo Nacional de las Artes) y Claudine y la casa de piedra, las novelas La maestra de canto, llevada al cine por Ariel Broitman, La separación y La voz de la madre. Entre otros títulos de literatura infantil, El niño de pocas palabrasLa niña que vivía en las nubes y El zapatero que remendaba corazones. Sus libros han sido publicados en España, República Checa, Egipto, Turquía, Emiratos árabes, Macedonia, Alemania, Holanda e India. Vive entre Buenos Aires y Colonia del Sacramento, Uruguay.

Tengo siete años. Allí estoy, caminando por el zoológico de la mano de mi papá en mi paseo favorito. Ya desde chicos advertimos que la felicidad exige repetición, y eso era lo que yo le pedía a mi padre: volver a nuestro paraíso, al lugar donde habíamos reído juntos.
Íbamos los dos solos.
Mi hermana y él tenían, a su vez, otros paraísos que yo no compartía. Caminábamos tomados de la mano –yo lo veía como un gigante de manos grandes y tibias– a paso lento, mientras él tarareaba canciones de películas viejas de Chaplín.
Mi padre, que en mi casa siempre andaba ensimismado y taciturno, frente a los animales parecía recuperar su alegría y su candor. Los animales le causaban gracia.
Son seres tan curiosos, decía.
Le gustaba ponerles nombre y les hablaba con mucha seriedad, como si fueran personas muy respetables y en verdad pudieran comprenderlo. Una vez me pidió que lo ayudara a elegir aquellos animales que más se nos parecían.
¿A nosotros? pregunté asombrada.
Sí, a nosotros. Y a mamá.
Después de estudiarlos un rato decidió que él era un hurón. Por la nariz. Y por el carácter, dijo.
Y esa pantera es tu madre, dijo con una especie de orgullo. Tan linda como ella: la misma belleza, los mismos ojos, la misma mirada.
Le pregunté cuál era yo.
Aquella ardilla, la de pelo rojizo.
¿Una ardilla?, protesté.
Sí, claro. Bonita y vivaz.
Me gustaba cuando mi papá decía la palabra «bonita». La usaba mucho al dirigirse a mí. A veces, en medio de una charla, me interrumpía bruscamente, me miraba a los ojos, y con tono de enojo me decía:
¿Se puede saber porqué usted es tan bonita?
Y nos reíamos los dos.
Al salir del zoológico, nuestro paseo incluía tomar leche con vainillas en el bar de Don Huberto. Un bar antiguo y algo decrépito que, por alguna razón, era el favorito de mi papá.
Nos sentábamos en la barra, sobre banquetas de cuero negro.
Don Huberto sabía que nos gustaban los vasos altos y la leche con crema. En cuanto nos veía entrar gritaba, a modo de saludo:
¡Marchen dos leches con crema y vainilla en vasos altos, dos!
Yo trataba de imitar a mi papá en su forma de introducir suavemente las vainillas en la leche.
Hay que saber sacarlas a tiempo, para que no se deshagan. Ni tantan, ni muymuy, decía con tono didáctico.
Una tarde, de sorpresa, vino a buscarme al colegio.
Me dijo que me extrañaba mucho y que le habían entrado ganas de llevarme al zoológico.
Era una tarde muy fría, con un cielo cubierto de nubes espesas y blanquecinas.
En el zoológico había poca gente y aunque no era de noche todavía, ya habían encendido los faroles. Recuerdo que él llevaba guantes de cuero y una bufanda a cuadros.
Caminaba con lentitud, y estaba más silencioso que de costumbre.
Me llamó la atención que no se pusiera a conversar con los animales. Parecía distraído, como si estuviera pensando en algo, o en alguien.
Lejos de mí.
En un momento me pidió que nos sentáramos un rato.
Estoy un poco cansado, dijo.
Después me abrazó con fuerza.
Mi bonita, dijo.
Pero no me reí. La palabra bonita la dijo de otro modo, y su abrazo era tan fuerte que me ahogaba un poco.
Después dijo algo que me quedó grabado.
Lo dijo en voz baja me acuerdo, y su voz tenía un tono apagado, triste, como de niebla.
Lo importante, bonita, lo importante es no claudicar.
La palabra «claudicar» me resultó confusa. Me parecía haberla escuchado en la tele o en la clase de historia, pero no estaba segura de su significado. Sin embargo, me parecía una palabra muy linda.
Había palabras que no me gustaban para nada, como techo, estructura, trígono o betún. En cambio claudicar… Esa sí que era una palabra bonita. Una palabra elegante, erguida, segura de sí. Una palabra que me hacía pensar en palacios, en tronos, en la corona real. (Mucho después comprendí que yo la confundía con la palabra «abdicar»).
Papá se había quedado callado.
Lo miré.
Tenía la mirada fija en el piso, la espalda algo encorvada, y parecía haberse empequeñecido dentro de su sobretodo gris.
Nos quedamos en silencio.
Después lo abracé fuerte. Y le dije al oído que no se preocupara, que yo nunca renunciaría al reino. Nunca.

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