Cuento | Por Cecilia Moscovich

Enterrar a un perro

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Cecilia Moscovich

Cecilia Moscovich (Santa Fe, 1978) es profesora de Historia por la Universidad Nacional del Litoral y dicta clases en escuelas secundarias de Santa Fe. Publicó los libros de poesía La manguera (Diatriba, Santa Fe, 2009), Barranca (Diatriba, 2012), Llegar finalmente a
casa
(2020) y Desmontar una casa (2021), la nouvelle La ballena (2016) y varios títulos de literatura infantil, entre ellos El cerdo Rosendo y otros cuentos (Uranito, 2013) y Gliptodonte gigante y otros cuentos de mi abuela (2016).

El Terri se había muerto a la madrugada. Andrés lo encontró en el mismo sillón de siempre, hecho un ovillo todavía tibio. No le sorprendió que el perro no agitara la cola, como siempre, cuando se levantó y entró al baño. Al ir hasta la cocina a hacerse el café, seguía pensando en otra cosa. El sol empezaba a asomar entre los edificios. Vivía en un octavo piso, y una de las pocas bellezas de la naturaleza que podía apreciar desde ahí era esa, en ese preciso instante.

Solo al descolgar las llaves se dio cuenta. Era raro que el Terri no reaccionara. Se acercó y descubrió que no respiraba.

El sol se colaba ahora por las rendijas inferiores de la persiana. Andrés se sentó en el piso frente al sillón donde estaba el perro y se quedó mirándolo.

Cuando un rayo de sol se filtró a la altura de sus ojos, encandilándolo, se dio cuenta del tiempo. Miró el reloj: si demoraba un segundo más, llegaría tarde al trabajo. Buscó el celular y llamó a Personal.

–Hola, soy Andrés Jaeggi, de Ventas. Mi perro acaba de morir.

La mujer al otro lado del teléfono demoró en contestarle.

–Lo lamento, Andrés.

–Quería avisar.

–¿Qué es exactamente lo que querías avisar?

–Eso, que se murió mi perro, que no puedo ir a trabajar.

La mujer hizo una breve pausa.

–Lo lamento, Andrés, pero no existe ningún artículo que te puedas tomar. Sería una falta injustificada y acá estoy viendo en el sistema que en los últimos tres meses ya te tomaste una.

Andrés se largó a llorar.

–Voy a dar aviso de que llegás un poco más tarde.

–Está bien, gracias –contestó Andrés y cortó.

Le parecía terrible dejar a su perro muerto ahí, solo, todas las horas que debía estar en el trabajo. Pensó en llamar a su exnovia, ella había vivido un tiempo con el Terri, le tenía cariño. ¿Pero qué le iba a decir? ¿Vení a velar, vos sola, al Terri, yo me tengo que ir? Era una broma de mal gusto.

Se lavó la cara, trató de componerse un poco, mentalizarse para el laburo. Pero antes, sacó una manta liviana de la parte de arriba del placar y con ella tapó al Terri. Dudó si cubrirle o no la cabeza, no sabía qué era peor. Al final lo dejó con la cabeza asomada, como si realmente estuviera durmiendo y él solo lo estuviera abrigando en su sueño.

Todo el día tuvo al Terri en la cabeza. Lo veía solo, en el departamento. Se imaginaba la luz cambiando en el interior y el perro todo ese tiempo inmóvil, olvidado como una cosa.

Cuando salió del trabajo se tomó un remís para llegar más rápido. Al llegar al departamento ya estaba oscuro. La luz que se filtraba ahora por las hendijas era fría y dura. Le costó juntar el coraje para encender el plafón del techo, y cuando lo hizo, su luz plana cayó sobre el Terri como una helada.

Y como una helada también cayó sobre él la conciencia de que todo ese largo día no había pensado en lo más elemental: qué haría con el cuerpo.

Fue hasta el kiosco a comprarse una cerveza, pidió una pizza. Mientras la esperaba googleó en su celular. Leyó en Yahoo respuestas que la mayoría de las personas coordinaba con la veterinaria, que ellos se encargaban, pero los costos que comentaban eran altísimos.

Internet decía que por razones sanitarias el cuerpo de una mascota muerta debe ser incinerado o enterrado a más de un metro de profundidad. Pero estaba prohibido hacerlo en el espacio público. Hacerlo en un parque o plaza, de todas formas, tampoco era una opción para él: vivía en pleno centro; no había forma de hacer eso sin llamar la atención a la luz del día. Y por la noche era imposible, ya que hacía unos años el Gobierno de la ciudad había decidido poner rejas en los espacios verdes, que se cerraban al caer el sol.

Ninguno de sus conocidos tenía patio de tierra, salvo Ariel. Pero no tenía tanta confianza con él como para pedirle eso.

La opción que quedaba era el río. Tirarlo al río. Que se lo coman las palometas. Que se pudra.

Las únicas personas que conocía con auto como para ayudarlo a trasladar el cuerpo eran sus tíos, que vivían en Burzaco, y el Rafa, que estaba en Lanús.

El Rafa no atendió el primer llamado. Andrés le dejó un audio explicándole la situación. Pasaron más de cuarenta minutos hasta que el Rafa lo llamó.

–No me pidas que vaya ahora, Andy, estoy reventado. Manejé tres horas y media hoy. Hasta allá tengo como una hora solo de ida… y mañana tengo que laburar. Yo sé que es un garrón pasar la noche con el perro así, pero bueno, mañana cuando salga del laburo lo hacemos, voy directo a tu casa.

Andrés sabía que lo que su amigo le decía era razonable, así que no insistió.

–Buenas noches, loco, tratá de descansar –le dijo Rafa.

–Gracias, vos también.

Pero Andrés no pudo. Faltaban 18 horas para que Rafa apareciera por ahí. Andrés tenía que ir a trabajar una vez más dejando al Terri. Se preguntó si no era peligroso, si no lo podía agarrar un bicho, si no empezaría a despedir mal olor.

No sabía si era mejor ventilar el ambiente o mantenerlo cerrado. Por un lado pensaba que sería bueno renovar el aire, pero dejar las ventanas abiertas permitiría el ingreso de insectos. Así que no las abrió. Encendió el aire acondicionado, aunque era invierno, para mantener el ambiente lo más frío y seco posible.

A las 9:30 de la mañana, mientras estaba en el trabajo, le entró un mensaje de Rafa: «¿Tenés pala?»

«¿Pala?», le preguntó Andrés.

«Sí, boludo, ¿con qué lo pensás enterrar sino?»

«Pensaba tirarlo al río nomás, desde la costanera».

Andrés vio que Rafa escribía una respuesta por mucho tiempo, pero solamente recibió:

«Eso no se puede. Ahí no hay corriente, y el cuerpo no se hunde».

Andrés no supo qué contestar. Él se había imaginado que la corriente se llevaría el cuerpo, esa imagen le había dado consuelo, como una alegoría del fluir y la continuidad de la vida.

«Vos conseguí una pala. Y vamos a la costanera sur».

Andrés no tenía pala, ni conocía a nadie que tuviera una. Buscó en Internet. Las palas eran carísimas, pero no le quedaba otra. Googleó buscando ferreterías o corralones cercanos a su casa y trabajo. Optó por un corralón a diez cuadras de la oficina. 

El del corralón le preguntó si quería una pala de punta o una plana, y él no supo qué contestar.

–Para hacer un pozo –explicó.

El vendedor lo miró, o a él le pareció que lo miraba, como a un idiota.

Con la pala en el subte la gente lo miraba raro, como si empuñara un arma.

Rafa llegó a las cinco a su casa.

–Tuve que dejar el auto a dos cuadras, no había dónde estacionar.

Entre los dos levantaron al Terri del sillón. Estaba muy rígido y frío. Ya no parecía dormido; el rigor mortis le había dibujado una mueca rara. Esta vez Andrés sí le tapó la cabeza. Rafa lo ayudó a acomodarlo en sus brazos, le abrió y cerró la puerta, llamó al ascensor, todas las cosas que él no podía hacer por cargar a Terri.

–Esperá acá mientras busco el auto –dijo Rafa.

–Pesa mucho –le dijo Andrés.

La costanera sur se volvía un lugar turbio al atardecer, sobre todo en invierno. Pibes que iban a drogarse, parejitas que iban a coger, linyeras.

Andrés y Rafa tomaron un sendero que los llevó cerca de la costa, pero para llegar tuvieron que atravesar un pastizal largo. Abrirse paso era dificultoso, así que se fueron turnando para cargar al Terri.

Llegaron los dos agotados. Y todavía quedaba cavar el pozo.

Las últimas paladas las dieron iluminándose con la linterna del celular.

De regreso por el sendero Andrés sintió un poco de miedo y supo que Rafa también porque no paraba de hablar.

Llegando ya a la calle, vieron a un linyera durmiendo en un banco. A sus pies, había echados tres perros. Uno al verlos les movió la cola.

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