Cuento | Por Ariel Idez

Flautista

Tiempo de lectura: ...

Ariel Idez (Buenos Aires, 1977) es magister en Comunicación y Cultura  y Licenciado en Comunicación Social, graduado en la Universidad de Buenos Aires. Publicó el ensayo Literal. La vanguardia intrigante (2010), los libros de cuentos: No vas a ser astronauta (2010), Luz y fuerza (2015) y Modus operandi (2023), la novela La última de César Aira (2012) y el libro de presentaciones apócrifas Elogio de la pérdida y otras presentaciones (2016). En el ámbito de la enseñanza se desempeña como docente universitario y tallerista. Codirige Larría Ediciones.

Ilustración: Marisa Rojo

Salió de su casa más tarde de lo previsto; tuvo que responder unos mensajes y preparar un material a último momento para la reunión, ocurrencia de Suárez. Su socio solía tener el irritable hábito de alumbrar grandes ideas o descubrir peligrosos errores pocas horas o minutos antes de las reuniones cruciales con sus clientes. Mientras esperaba que se elevara el portón automático de la cochera, cargó la dirección en el mapa del celular y lo colocó en el soporte bajo el espejo retrovisor. Conocía el edificio de oficinas donde se celebraría el encuentro y sabía muy bien cómo llegar, pero la ciudad era impredecible e indescifrable en su devenir cotidiano. Como un paciente bipolar, el camino allanado de ayer podría ser la pesadilla de tráfico atascado de hoy. Los motivos abundaban y eran la oración diaria que el «especialista en tránsito» desgranaba cada mañana en la homilía radial: «Marcha y manifestaciones en…», «corte por obras en…», «Interrumpido el tráfico por siniestro vial a la altura de…».

«Dirígete al sudeste en dirección a…». Escuchar la voz del dispositivo lo tranquilizó como tranquiliza reconocer una voz familiar en momentos de angustia. «Estás en la ruta más rápida, aunque hay más tráfico de lo normal». También se esperaba esa advertencia: siempre había más tráfico de lo habitual, lo habitual era el tráfico, el sistema debería funcionar a la inversa, pensó ante el primer semáforo, se imaginó a la voz anunciándole: «Eres muy afortunado: hoy hay menos tráfico de lo habitual». Miró el mapa de reojo antes de arrancar: indicaba que arribaría a destino en veintisiete minutos, su reunión estaba pautada para dentro de treinta. Si bien era cierto que a veces sus clientes lo sometían a una ejemplar amansadora en la antesala de sus oficinas, cuando llegaban puntuales querían que la reunión se iniciara en el momento preciso y cualquier impuntualidad era muy mal vista. De todas formas tenía a su socio y la excusa, o válido motivo, del tránsito siempre caótico de la ciudad. «En trescientos metros, dobla a la derecha en…». La voz del mapa, esa mujer que conocía todas las calles y todos los caminos lo sacó de sus cavilaciones. Venía abstraído repasando punto por punto su exposición para la reunión. Esa era otra ventaja de emplear el mapa: solo tenía que concentrarse en el manejo; su mente, liberada de la necesidad de recordar el camino, quedaba disponible para asuntos mucho más importantes. Distraído como estaba del itinerario, recién en ese momento se percató de que el recorrido era completamente distinto del que él habría hecho y tuvo un instante de duda, mejor dicho: de pánico. Su mirada pasó de la calle a la pantalla, al lugar que señalaba el destino. Resopló aliviado al ver el nombre del edificio de oficinas. Ya le había pasado alguna vez: el sistema sugería otro destino de nombre similar y el dedo se adelantaba al ojo; nunca había sido algo grave, lo había detectado enseguida, en este caso habría sido una catástrofe.

Aprovechó para mirar cuánto tiempo restaba para su llegada: doce minutos. La reunión estaba pautada para dentro de quince; si le concedían una cochera de cortesía tenía chances de llegar casi en punto. «Doble a la derecha en…», pegó el volantazo y escuchó la bocina de un taxista a sus espaldas. «Continúe doscientos metros por… después, doble a la izquierda en…». El camino le era desconocido y sin dudas el trayecto, medido en distancia, sería más largo, pero tenía que reconocer que casi no había tráfico por aquellas calles que se iban angostando a medida que avanzaba por ese barrio de edificios viejos y comercios grises, como teñidos por el hollín de décadas. «En cien metros, utilice la segunda salida para acceder a la autopista Dr…». Ah, sí, claro, la autopista, cómo no lo había pensado, había que hacer un desvío importante desde su casa para acceder a alguna de sus rampas, atravesando los postergados barrios del sur, pero una vez arriba de esa cinta asfáltica, que sobrevolaba la urbe como una alfombra mágica, los trayectos se reducían a unos pocos minutos. Es que las distancias en la ciudad eran ridículamente cortas, la cuestión era hacerlo en calles atestadas de automóviles. Se felicitó a sí mismo por haberle hecho saber al sistema del mapa que su preferencia siempre sería el camino más rápido sin importar distancias o costos. Es cierto que el peaje de la autopista era uno de los más caros, sin duda el más caro del país si se comparaba el costo con los kilómetros a recorrer. Mejor así: era un camino para los que podían pagarlo, desmalezado de taxis, colectivos y esos autos destartalados que hace rato deberían haber sido enviados a desguace, ¿qué significaba para él ese gasto del peaje? Una muesca en el resumen de su tarjeta, nada al lado de lo que podía llegar a ganar si todo salía bien en la reunión con sus clientes.

Apenas ascendió por la rampa percibió bajo los neumáticos el rumor liso del asfalto de la autopista y los pulmones que se le ensanchaban, aunque tuviera los vidrios polarizados levantados y el aire acondicionado en circuito cerrado. Respiraba a través de sus ojos, que se abrían a esa perspectiva de amplitud de cielo y vacío, con algunos automóviles salpicados aquí y allá. Pisó el acelerador y experimentó la fuerza del torque en su torso, que se reclinó un poco sobre el mullido tapizado de cuero. «Continúe cinco kilómetros por autopista Dr…», la voz del mapa era como un himno triunfal. Aceleró hasta el límite de lo permitido y se vio a sí mismo desde arriba, como en una publicidad de automóviles en la que se encaramaba sin obstáculos a la victoria, a la consagración, a lo que se había ganado por mérito y talento propio.

Al principio no creyó en lo que veía, como si no pudiera encajarlo en su esquema mental. La aceptación le fue llegando de a poco, en oleadas de impotencia y furia y, a medida que aceptaba que eso que tenía ante sus ojos era real, alternaba los insultos, los golpes al volante, los bocinazos como gritos sordos de frustración. Embalado como venía casi tuvo que clavar los frenos ante las balizas tintineantes de los últimos autos del embotellamiento que se extendía hasta donde llegaba la vista. ¿Cómo era posible? Miró el mapa: una línea recta y celeste, ningún gris, ningún rojo o negro que diera cuenta de ese tapón en la autopista. Por un instante tuvo el impulso de arrojar el celular por la ventanilla, en un intento de hacerle daño al mapa para cobrarse revancha, aunque solo se perjudicaría a sí mismo. Por eso el camino estaba tan allanado: otros conductores habrían escuchado el reporte del tráfico en algún programa radial o televisivo y habían evitado esa ruta. Pensó que el mapa tal vez solo había fallado en su caso, en que se había demorado en actualizarlo, pero pudo advertir por el espejo retrovisor cómo otros autos, otros ilusos, ya se aproximaban mientras otro, más adelante, intentaba desesperadas maniobras marcha atrás para tomar la autopista a contramano y así huir de esa ratonera. Un error de esa magnitud en la aplicación era un escándalo. Imaginó un sinnúmero de programadores despedidos, disculpas públicas, baja en las acciones, el despegue de una aplicación competidora y se dio cuenta de que no estaba pensando bien, ¿qué carajo le importaba a él el destino del mapa?, lo importante del mapa era que él llegara a su propio destino. Respiró profundo y observó por el espejo retrovisor el arribo de otros incautos, todavía tenía un pequeño margen de maniobra. Pensó que a veces la vida nos pone a prueba, que el premio es para los que se arriesgan, que crisis es oportunidad y otras tantas de esas frases motivacionales que acudieron a su cabeza para darle ánimo. Como si participara del asunto, la voz del mapa cobró vida para animarlo: «En quinientos metros utilice la primera salida y llegará a su destino». Aferró el volante, tragó saliva, puso primera y pegó un volantazo a su derecha. Escuchó las frenadas, las bocinas y los insultos de los otros conductores, que llegaban como rumores amortiguados al interior de su cabina insonorizada, disueltos en la gran marea de bocinazos. Se arrimó temerario hasta la banquina, reservada a emergencias, como la suya, apretó el acelerador, con el auto casi rozando el guardarraíl. No pudo evitar desviar la mirada para comprobar que todavía quedaba un minuto para la reunión, que todavía podía lograrlo y al ver la abrupta interrupción de la ruta en obra ya le resultó imposible frenar para impedir la caída libre en el precipicio, directo hacia la pila de autos estrellados.

Estás leyendo:

Cuento Por Ariel Idez

Flautista