Cuento | POR Luciano Lamberti

Gente que habla dormida

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Luciano Lamberti

Luciano Lamberti (San Francisco, Córdoba, 1978) publicó las novelas La maestra rural y La masacre de Kruger, y los libros de cuentos El loro que podía adivinar el futuro y Gente que habla dormida, al que pertenecen estos textos. Vive en la ciudad de Buenos Aires.

Día del monstruo
Desde temprano sé que este día va a ser el día del monstruo. Digamos que me despierto, abro los ojos y los vuelvo a cerrar pensando: uf, este va a ser el día del monstruo. Entonces no sé si yo provoco el día del monstruo con la fuerza de mis oscuros vaticinios, o efectivamente estoy percibiendo la “monstruosidad”, pongalé, del día en cuestión, que se asoma con la contundencia de una cadena montañosa desde el horizonte.
Entonces sé que estoy experimentando un día del monstruo y que me veré apaleado por las paredes y los muebles de la casa como en medio de un terremoto hasta desplomarme en una cama que no ha sido tendida. ¡Apartarse humanos, hijos, mujer, amigos, almaceneros chinos, porteros y electricistas y fumigadores, que vengo con un día del monstruo! ¡Ya siento el burbujeo, el tremolar de los dientes, los pelos que me salen en las manos y la cara, el hocico abriéndose paso en mi cabeza, el reacomodamiento de los huesos, el aullido! ¡Ya estoy rompiéndome la ropa para asustar a las señoras que pasean a sus perritos! ¡Ya destrozo contra el piso los potes de yoghurt! ¡Apartarse taxistas y ciclistas y choferes de colectivo! ¡Es el monstruo!
Y así por el estilo.
Despierto al otro día en un baldío, en una plaza, en un edificio abandonado, bajo el dintel de una iglesia, con la ropa destrozada, dolor en las mandíbulas, mareo, gusto a metal en la boca. Mi cuerpo sigue vibrando durante todo ese día. El monstruo ha salido de mí, una considerablemente buena persona, un ciudadano no diré modelo pero sí considerablemente pacífico, y ha hecho, durante el lapso de la noche, cosas seguramente aberrantes. Cosas de las que deberé enterarme leyendo los diarios en internet. ¿Seré yo? ¿Habré sido yo? No lo recuerdo. El monstruo tiene vida propia.
Traté yendo al gimnasio. Hice yoga, meditación trascendental. Una tarde me metí en la iglesia de mi barrio y asistí hasta el final (sin comulgar) de una de esas melancólicas misas de barrio. Me arrastré hasta el diván de un psiquiatra para contarle, me recetó pastillas. Compré esas pastillas en un Farmacity de la calle Colón: blancas, con forma de rombo. Ahí en la palma de mi mano prometían poner un poco de orden, un poco de estabilidad a mi vida. No podría consumir alcohol ni marihuana. También tendría el efecto de una considerable «reducción» del deseo sexual.
Mis sueños se volvieron más claros. Los recordaba al despertar, con nitidez. Todos transcurrían en jardines ingleses, al atardecer, y sus protagonistas eran siempre niños y adultos vestidos de blanco que no dejaban de cachetearse por las nubes de mosquitos que se levantaban a esa hora.
Y sobre el día del monstruo, bueno. Señoras, señores. No solo no tengo días del monstruo si no que ni siquiera recuerdo cómo eran. ¿Sentirse así, con el monstruo despierto en el cuerpo? ¡No tengo la menor idea! ¡Eso quedó atrás para siempre! ¡Son impresionantes estas pastillas! Se las quiero recomendar a todos, de verdad. Vienen en unos prácticos estuches para distinguir cada día de la semana. Son de fabricación alemana, lo que en drogas y en casi cualquier otra producción significa muchísimo, y a pesar de ello (“¿ello?”, dije, qué gracioso, “ello”, nadie dice “ello”, debe ser otro efecto adverso) su costo no es desorbitado, y sus beneficios superan a los de cualquier pastilla. Creo que el hecho de que tengan forma de rombo ayuda un poco.
Justo acá tengo una. En el bolsillo, sí. Hay que abrir la boca y sacar la lengua. Ahora tragar.
Y listo. Curado.

El índice de singularidad
Tengo una colección de fotos familiares. Fotos familiares ajenas. No son muchas: unos cinco álbumes de tapas de cuerina blanca, con el nombre de nuestra empresa familiar de revelado grabado en el frente. Digo que no son muchas porque por mis manos pasan, en promedio, unas diez mil fotos semanales, y hace más de cuarenta años que tengo este oficio, desde que mi padre me inició cuando era niño, pueden ir sacando la cuenta. Hay lapsos enteros en los que no elijo ninguna, y meses en los que, de pura casualidad, elijo cuatro, cinco, diez. Tienen que tener lo que llamo el índice de singularidad. Ese rasgo, ese accidente, ese problema de la foto que revela lo que podría considerarse, con una gran dosis de generosidad, nuestra condición humana, aunque en realidad lo que revela no tiene nombre.
Alguien dijo que no se elige la puerta, sino que es la puerta la que lo elige a uno: eso pasa con las fotos. Puedo ver doscientas imágenes idénticas de vacaciones en la playa, pero la que tenga el índice de singularidad va a saltarme a la cara. Es algo que he charlado y discutido con otras personas del ramo, dueños también de casas de revelado, que me han mirado como si estuviera loco. Uno me dijo que era obsceno. Yo no respondí aunque pensé que nuestros conceptos de obscenidad distaban un buen tramo.
Un día encontré a mi mujer viendo los álbumes.
Ya éramos viejos para esa época, nuestros hijos vivían lejos, con sus propias familias, y supongo que el hecho de sentirnos solos en esa gran casa intervino en su decisión. Ella levantó la vista al oírme llegar, sus ojos se encontraron con los míos, después siguió pasando las hojas: estudiosa y lentamente. Por un momento me quedé ciego, después respiré hondo, cerré la puerta, calenté agua en la pava y me hice un té. La realidad también tiene sus índices de singularidad, que pocas veces pueden ser fotografiados pero se identifican por una especie de cosquilleo o de temblor, un rumor similar al de la crecida de un río.
Me senté frente a mi mujer y fui tomando sorbos de té mientras ella pasaba las hojas, una a una, hasta el final. Estábamos casi a oscuras cuando cerró el último álbum pero pude notar que se había quedado pensativa: era el efecto del índice de singularidad. A mí me pasaba lo mismo, cuando me escondía para repasar los álbumes. Me iba con el auto al campo, o incluso me metía en uno de los hoteles alojamiento de la ruta, con mis álbumes en una caja, y experimentaba lo mismo que ella estaba sintiendo en ese momento. La sensación sin nombre.
¿Por qué hacés esto?, me preguntó.
Llevábamos casi treinta años durmiendo juntos, nuestros sueños mezclados por encima de la almohada, y ahora ella veía algo siniestro en mí.
Le contesté que la vida no puede vivirse, que solo puede mirarse en los demás, mientras que para uno es imposible.
Creo que lo entendió. Y sin embargo, nuestra relación cambió significativamente a partir de ese día. No se terminó, ni se enfrió, ni empeoró: cambió, sencillamente.
Martelucci fotografías, se llama mi negocio, y queda en el centro.
Hacemos revelados, eventos, fotos carnet.

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