Cuento | Por Luis Sagasti

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Luis Sagasti (Bahía Blanca, 1963) es profesor de Historia, crítico de arte y escritor. Publicó las novelas El canon de Leipzig (1999) y Los mares de la Luna (2006), y un libro de microficciones, Leyden Ltd. (2020), además de cuentos y ensayos en diversas revistas culturales.

Hay una enorme publicidad de heladeras Polaris sobre el lateral de un edificio que se alza sobre una diminuta plazoleta en una esquina de San Telmo. La pintaron cuando Joyce publicaba su Finnegans Wake, en 1939. El tiempo la ha cubierto de una niebla gris deshilachada. Se distingue un globo terráqueo con la cabeza cubierta de escarcha y cara de pocos amigos, vaya a saberse por qué. Esas heladeras dejaron de fabricarse; el negocio que las vendía ha cerrado.
Shakespeare and Co., la librería que editó el Ulises en 1922, cerró cuando su dueña, Sylvia Beach, se negó a vender a un oficial nazi de inglés perfecto el último ejemplar que le quedaba del Finnegans Wake y que pertenecía a su colección personal. Naturalmente, a la semana el oficial regresó con la intención de confiscar los bienes de Sylvia y la envió seis meses al campo de Vittel, donde se encarcelaban ciudadanos ingleses y norteamericanos. Logró ella esconder antes su biblioteca personal y lo que pudo de la librería. Diez años más tarde, en 1951, poco antes de morir, cede el nombre de la librería a los actuales dueños. El cartel de Polaris, declarado patrimonio urbano, marca el paso del tiempo sin saltos de minutero; las agujas ocupan todo el cuadrante a la vez, la publicidad se aleja de nosotros como toman de la arena su color las páginas de muchos libros en Shakespeare and Co. y en tantas otras librerías. Porque el color de la lengua en retirada no es el negro incólume de las palabras impresas sino el de la arena crepuscular donde reposan.  

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El colaborador más destacado de los miles de voluntarios que durante más de cincuenta años participaron en la confección del Oxford English Dictionary, un médico llamado William Minor, estaba rematadamente loco. Minor había participado como médico durante la Guerra de Secesión, prestando servicios al ejército de la Unión. Al parecer, fue durante la batalla de Wilderness, la más escalofriante de que se tenga memoria –veintisiete mil hombres mueren en menos de cincuenta horas–, cuando el cerebro de Minor se apaga un instante; un negro crucial de dos segundos nomás: al encenderse de nuevo, Minor ya no es el mismo. La batalla es un primer Vietnam: tierras cenagosas, lodazales, un calor horrible, mosquitos campeones, un bosque espeso y seco que no demora mucho en prenderse fuego y encender soldados. Esto sucedió en 1864. Terminada la batalla, el Consejo de Guerra le ordenó a Minor marcar a fuego, como se marca a las vacas, la mejilla de un irlandés que había desertado, tal como entonces solía castigarse un acto semejante. Años después, ya en Inglaterra, la batalla de Wilderness se celebra noche tras noche en la mente del médico, acosado por fantasmas de Irlanda y una culpa sexual que lo lleva, ya en el asilo de lunáticos, en un acto de purificación absoluta, a cortarse el pene. Pero mucho antes de esta decisión, cuando por la mañana la lucidez ganaba su sitio, Minor escribía largas y prolijas esquelas que seguían sin ninguna clase de vacilación el protocolo acordado por la Universidad para la confección del diccionario. Minor murió en 1915 en un asilo en Washington DC.  

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En 1986, luego de más de cuarenta años de esmerada dedicación, se jubiló Ernie Grunfeld, el hombre encargado de confeccionar el crucigrama del Boston Herald. El último que editó dejaba pistas, para quien así quisiera verlas, de su despedida. Y por una cuestión antes técnica que sentimental hubo algunas palabras que cayeron casi inevitables –años, cercanía, adiós, gratitud– que quizás hubiera preferido obviar. También hubo algunas de significado muy personal, por así decir. La última palabra del crucigrama –horizontal, abajo a la derecha– era su propio apellido, a modo de firma. La consigna orientaba la pesquisa hacia un tal e inexistente Ernie, destacado abogado de Massachusetts. En alguna ocasión, en esos casi cuarenta años, más de un lector había escrito al diario por algunas definiciones. Esta vez nadie lo hizo.

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Hasta 1864 el pueblo ubykh vivía en la costa oriental del Mar Negro; expulsados por los zares luego de la guerra de Crimea, se dispersaron por Turquía llevándose consigo el matiz de un color que solo ellos distinguían. Su idioma es el más difícil del mundo: ochenta y una consonantes y tres vocales, es decir, más de ochenta fonemas distintos; el inglés tiene la mitad y el español, la mitad de esa mitad. Y como Darwin funciona muy bien en los asuntos del lenguaje, es fácil imaginar que, de a poco, entre esas familias dispersas, el turco ocupó cada vez más lugar en el intercambio con vecinos, la discusión con los hijos, los pizarrones, el anaquel de una exigua biblioteca. Los fonemas se perdieron o se simplificaron y esa palabra de dos sonidos guturales que moraba en un matiz de lo que para el resto es nada más que verde, verde para el lado del turquesa, fue atardeciendo primero en los oídos, luego en la garganta y por último en los ojos de los hijos de los exiliados. Un verde turquesa, digamos, que solo persistía en aquellos capaces de pronunciarlo, hasta que finalmente quedó alojado en la retina de un solo hombre que vivía en una cabaña muy humilde, un granjero llamado Tevfik Esenc. Un color que a veces solía distinguir a media mañana entre las hojas de algunas enredaderas, en el vientre de un pájaro, en el reflejo calmo de un estanque.
Y acaso por haberlo escuchado alguna vez cuando era pequeño, uno de sus hijos le vino un día con el cuento de que la noche anterior había visto en un sueño un color que no era verde, no era azul y era lento, asordinado. Tevfik Esenc dijo sin dudar la palabra mágica de dos fonemas guturales y el color por unos segundos se le apareció al hijo en ese lugar que está en todas partes y en ninguna cuando recordamos algo. Allí estuvo lo que le duró la sonrisa. 
En otra ocasión, sin haberlo soñado ya de nuevo, mientras se preparaban para cenar, el hijo le pidió al padre que le recordara otra vez ese color de hojas quietas. 
Y, como por arte de magia, de nuevo apareció. 
Pero mucho tiempo después, una tercera vez, y esto ya parece un cuento de hadas, a Tevfik Esenc le costó mucho pronunciarlo con su voz cascada. 
El verde del sueño no apareció. 
Y ya no hubo más. 
Una mal dicción y el color se perdió para siempre. 

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Hay en el mundo más o menos unos siete mil idiomas. Cada año desaparecen aproximadamente unos veinticinco. Y de los doce mil faros existentes, hoy funcionan unos nueve mil. La tecnología satelital, que es el inglés de la luz, los está convirtiendo en piezas de otra época. De todas maneras siempre constituyen un reaseguro si el GPS no funciona. 
La gran diferencia entre las lenguas es sobre lo que callan; las cosas para las cuales no tienen palabras. Y son los segundos de oscuridad lo que distingue a un faro de otro. 

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