Cuento | Por Carlos Battilana

Historias que se van

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Carlos Battilana

Carlos Battilana nació en Paso de los Libres, Corrientes, en 1964, y vive en Hurlingham. Publicó, entre otros, los libros de poesía La demora (2003), Un western del frío (2015) y Una mañana boreal (2018) y los ensayos El empleo del tiempo (2017) y Actos mínimos (2022). Reunió su obra poética en Ramitas (2018). Enseña literatura latinoamericana en la Universidad de Buenos Aires.

El video club. Todo eso ya pasó. Su extinción fue de la mano de, al menos, algunas presunciones: de que «todo está en la web»; de que «Netflix te salvará»; de que no hace falta un local de películas. Otro recorte. Aún creo en la específica necesidad de su existencia, de la existencia de los videoclubes, un microcosmos de búsqueda exquisita, y como si fuera una vieja librería, un espacio de diálogo con el empleado, cuya única regla laboral debería ser la de amar el cine.
En los distintos lugares que viví, desde la Ciudad de Buenos Aires hasta Hurlingham, desde Miramar hasta San Carlos de Bariloche, los videoclubes eran faros salvadores. Las últimas escenas propias de alquiler de películas fueron en El ojo blindado, en la zona oeste. El empleado era especialista en terror oriental: sombra sobre sombra en los sótanos del inconsciente. Yo me demoraba media hora, cuarenta y cinco minutos, hasta una hora. Elegía, trazaba diagonales y bisectrices; asociaba nombres de actrices, guionistas, directores; una fuente de información que tenía su gracia en la exploración material de ese tiempo suspendido: tiempo real y tiempo paralelo se unían en un punto. La fantasía del cine, en cualquiera de sus formas, desde el cine espléndido de Éric Rohmer hasta el eficaz de Robert Zemeckis, desde los antiguos westerns hasta el fino cine de terror de Polanski en El bebé de Rosemary, desde el realismo crudo y cincelado de Un oso rojo hasta la saga de El padrino y la secuencia de películas de Bourne, todo eso me gusta y llama mi atención. Sé que ese tiempo pasó, y casi no hubo un relato melancólico que evocara las veleidades de esa travesía.
Ir al video club era un acto cultural, incluso en la adocenada cadena de Blockbuster, cuyo objeto en la vida parecía ser odiar el cine; sus empleados alquilaban películas como si los films carecieran de aura. Sin embargo, a pesar suyo, ir a ese lugar no dejaba de ser un acto de exploración. Ya en los declives de los videoclubes, sosteniendo con ramitas y plegarias a El ojo blindado de Hurlingham, presentíamos con mi amigo del local el crepúsculo definitivo, su cierre inevitable. Silencioso, yo me dirigía al sector de clásicos, o al de aventuras; cine francés de la nouvelle vague o tanques de Hollywood, no importaba. Sabíamos que mi asistencia al lugar deshabitado, ya sin gente ni eventuales clientes, en el tiempo de la web unánime, parecía no responder a una necesidad sino, casi, a una sobreactuación. Recuerdo mis últimas travesías al videoclub local. Afuera hacía frío; el anacronismo nos sobrevolaba en su bella cualidad.

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Me gusta diciembre. Muchas personas cercanas con las que conversé odian este mes. Me hablan del cansancio, de las fiestas, del stress. Como trabajé durante mucho tiempo en escuelas medias, con muchas horas y muchos cursos, diciembre era un horizonte para aligerar el trabajo. Las clases terminaban el último día de noviembre por entonces. La corrección de exámenes, las clases, su preparación, todo eso me gustaba, para qué negarlo, pero en un momento del año fundía la máquina, y mi cuerpo quería estar solo, o casi solo. Los profesores que trabajaban en escuelas medias, cualquiera sean –públicas o privadas, de Capital o del Conurbano–, esa legión literaria que llevaba sus libros, sus cuentos, sus poemas, sus oraciones unimembres, bimembres, sus obras de teatro (desde Lorca a Casona, y desde Sófocles a Cossa), esa legión que retenía en la mente y en sus mochilas las clases de palabras y el origen de la lengua castellana, saben que diciembre era un oasis luego de haber trabajado (disfrutado, padecido, todo junto) con un grupo de adolescentes durante una buena parte del año. Ese grupo, ese curso afable o tremendo, ese lugar al que habíamos ido y que, de alguna manera, había dotado de sentidos las mañanas, las tardes o las noches, empezaba a desvanecerse.
La sala de profesores, ese territorio disperso de tazas de café, de abrazo con algún amigo, de afectos, incluso de alianzas y disputas incomprensibles, ese pequeño mundo, ese mundito, que con los años terminamos de mirar de manera benevolente como una metáfora de algo que no sabemos bien qué es, pero que asociamos al paso del tiempo, ese mundito, también se iba. Diciembre era, por entonces, una serie de cenas y la ilusión de un verano en algún lugar. Y también era armar el árbol y el pesebre con los niños. Todo eso, paradójicamente, no lo asocié al consumo del capital, o no necesariamente a ese tipo de consumo. Me tomé de Dickens, de sus dulces cuentos, y le creí. Diciembre es como un homenaje al año, bueno o malo, a aquello que se pudo hacer con el tiempo.
Desde hace casi dos décadas, nos juntamos unos amigos, poco antes de Navidad. Vamos al bar Celta, que está cerca de la avenida Corrientes, y cuanto más viejos nos ponemos, más relajados decimos nuestras pequeñas verdades, que con total certeza sabemos alejadas del éxito y la gloria, una suerte de potlatch, de energía que vamos fabricando para celebrar en diciembre que estuvo bueno haber transitado otro año, y que allí estamos, procurando algo, con antiguas obsesiones, flamantes descubrimientos, rutilantes achaques, aunque de fondo sabemos que no pasa nada, que no pasa nada extraordinario, que estamos allí, tomando una cerveza otra vez juntos. Nada más. Nada menos.

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«Un sábado más». Una gran composición de Chico Novarro. Las postrimerías de un modo de ver las cosas. Ya Homero Expósito, tempranamente, en uno de los temas más geniales del género («Tristezas de la calle Corrientes») había reconocido un nuevo pulso urbano, una vibración y un vértigo que se desviaban de cierto imaginario tanguero, pero que, al mismo tiempo, se incorporaban para su acervo. Tanto el tema de Chico como el de Homero mencionan el obelisco y la calle Corrientes, y registran la anónima soledad de la multitud que recuerda, desde el punto de vista poético, el descubrimiento baudeleriano de la errancia. Pero ambos se detienen ya no en un pasado idealizado sino en cierta percepción que apela al reconocimiento de ciertos detalles contemporáneos. «Un sábado más».
Esa postal urbana y esos versos que cierran el tango: «Total esta noche, minga de yirar, / si hoy pelea Locche en el Luna Park». Un sábado más en la amada, en la desdichada Buenos Aires; el asalto a la avenida, a sus cines y a sus pizzerías; la descarga de la semana en esas horas nocturnas que sobre todo, más que la felicidad, evocan un dejo de alienación y tristeza. Y la fascinación por los carteles luminosos que ocultan el vacío, y cierta necesidad de olvidar la propia soledad durante la velada de box del Luna Park, con Nicolino moviéndose allí en el ring, desplegando su arte y ayudando a esquivar, sin éxito, todos los temores.

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