29 de marzo de 2025
Marcos Herrera (Buenos Aires, 1966) publicó los libros de relatos Cacerías (1997) y Todos los camioneros del mundo saben lo que llevan (2024), las novelas Ropa de fuego (Premio Fondo Nacional de las Artes, 2001), La mitad mejor (2009), Polígono Buenos Aires (2013) y La escuela de Satán (2017) y el libro de poemas El núcleo de la soledad (2022).

Yo tenía un camioncito, un trompo y una muñeca. A la muñeca no la sacaba de mi cama. Pero lo que pasaba era que la muñeca me aburría. El camión me gustaba mucho. Era de lata. Las ruedas no. Las ruedas eran de goma, negras, brillantes. El trompo también me gustaba. Me gustaba hacerlo girar arriba del techo del camioncito. A la siesta mi mamá se sentaba en la puerta de casa, en una reposera, vivíamos en Parque Patricios. Ella con su mate dulce y la radio y yo con mi camión y mi trompo, en el suelo de baldosas color arena. Salíamos siempre salvo que lloviera. Me gustaban esas dos horas ahí jugando en la vereda. En verano hacía mucho calor. Pero en verano había mariposas. Mi mamá me decía que atrapara alguna. Andá, perseguí a ese galerón, me decía. Pero yo no le hacía caso. Me gustaba ver a las mariposas, pero no se me pasaba por la cabeza perseguirlas.
Una siesta de esas, mi mamá entró a la casa y yo me quedé ahí, pero ella tardó mucho, demasiado. Por eso creo que él aprovechó. Me dio la sensación de que nos había estado espiando. Pero que no solo esa vez nos había espiado. Él dijo: Encantado de conocer a una pequeña representante de mi querida Escocia. Una princesa escocesa en Parque Patricios. Sus ojos giraban, verdes con chispas doradas. Yo lo miré y me dio un escalofrío y le dije que era mejor que se fuera. Andate que a mi mamá no le va a gustar que estés acá hablándome, le dije. Él sonrió y me acarició la cabeza y me dijo que ese camión era muy lindo pero que él me iba a traer uno más lindo. Y se fue. Y volvió mi mamá y me dijo: ¡Mirá, mirá, un limonero! Así que era verano. ¡Qué hermosos son!, dijo mi mamá. Sí, le dije, me gustan esas alas triangulares, negras y amarillas.
Esa noche soñé que en vez de acostarme en mi cama me tendía en la tierra. Una tierra muy negra y blanda y húmeda y miraba el cielo, miraba cómo se iban apagando las estrellas. No había luna. Y al final el cielo quedó negro. Negra la tierra y el cielo; y la tierra empezó a moverse, a cubrirme un poco, un poquito, los brazos y las piernas y un poco el cuello y también las orejas. Y ahí me desperté. Creo que me hubiera tapado toda. La tierra se me hubiera metido en la boca y en los ojos. Pero no fue una pesadilla. Creo que no fue una pesadilla porque me desperté tranquila, un poco feliz también.
Cuando le conté el sueño a mi mamá, ella me dijo que las estrellas son flores. Que alguien había cortado esas flores, que, tal vez, eso no fuese malo porque podía ser alguien que necesitara esas flores para algo bueno. Pero no estaba segura.
La cosa es que pasaron tres días y el hombre, que había dicho que era escocés y que me iba a traer un camión, volvió. Y sacó de una bolsa de lona azul un camión mucho más grande que el mío y me lo dio. Me dio el camión. Era espectacular. Y me dijo que él tenía el mismo apellido que yo, que no era mi padre pero que teníamos el mismo apellido. ¿McAllister?, pregunté. Sonrió, sus ojos giraron, me tocó la cabeza y se fue. Mi mamá no lo vio. Fue raro. Pero vio el camión y me preguntó de dónde lo había sacado. Le expliqué. Y ella abrió muy grandes los ojos y la boca y se tapó la boca y me agarró la mano y me llevó adentro.
Pasaron unos meses y volvimos a salir.
Y el hombre raro no volvió a aparecer. Y el camión que me regaló (tenía luces y manijas chiquitas doradas y hacía ruiditos de campanas y sirenas) no funcionó más. Las ruedas no giraban y las luces no se prendieron más.
Al verano siguiente volvió a aparecer. Pero no se acercó. Nos miró desde lejos y me saludó levantando el brazo. Tenía un pañuelo amarillo en la mano. Vi, no sé cómo, los dientes blancos de su sonrisa. ¿Qué mirás?, me preguntó mi mamá. Y yo le dije que miraba al escocés que me había regalado el camión, que me estaba saludando. Mi mamá me dijo que ella no lo veía.
Esa noche soñé otra vez que no dormía en mi cama. Pero esta vez mi mamá me acostaba en un cajón. Me dijo que en ese cajón de madera de pino iba a dormir mejor. Me dio un beso y me tapó con una manta de lana blanca. Ella sonrió y le dijo al escocés, que de repente apareció a su lado, que la ayudara a bajarme. Bajaron el cajón de pino conmigo adentro a un pozo rectangular que había en la tierra, que esta vez no era negra sino roja.
Me desperté feliz. Transpirada pero feliz.
No siempre pasa lo que uno cree que va a pasar. Pero tampoco, por lo menos yo, tuve sorpresas absolutas. Y eso que las cosas empezaron a ponerse bastante extrañas. En un punto era como si yo hubiera aparecido en un planeta desconocido y hubiera tenido que ir explorándolo. Pero en algún subsuelo de mi memoria, estaba todo, estaban las cosas que iba descubriendo en ese nuevo planeta y por lo tanto no me sorprendía.
Después vino el frío. Un amanecer, todavía no había salido el sol, pero ya había esa claridad que anuncia la luz solar por el este, no sé por qué, estábamos con mi mamá en el parque. Había escarcha en el pasto y en los parabrisas. Las lágrimas se habían secado y a través de las membranas del aire veía las luces de los departamentos que se encendían. Era la hora de los solitarios. Era la hora de hablar en voz baja. Los pájaros se movían y hacían anuncios eléctricos al mundo del invierno. Yo cerré los ojos. Los apreté. Y cuando los volví a abrir estaba ahí. Sí, el hombre raro, el que me había dicho que era escocés. Sus ojos otra vez rotando como viejos sueños. Good morning, little girl, oh, my little girl, dijo. How do you do?, le dije, y traté de sonreír.
Pasó el tiempo. Pasaron los días y las semanas y los años. Y yo me fui. No sé cómo hice. Pero me fui. Cada tanto el escocés aparecía. A veces me miraba de lejos y levantaba la mano y otras veces se acercaba y hablábamos. Un poco en inglés y algo en español. Pero cada vez vino menos a verme. Fue como si hubiera llegado a la conclusión de que ya no hacía falta. Me imaginé su mente, esa luz rara de sus ojos raros y sus manos de dedos largos que se movían con elegancia, pero que a la vez (eso se notaba) podían ser muy amenazantes, igual que sus ojos. Esa locura contenida que podía ablandar la oscuridad más negra con esas chispas y la adrenalina de caídas y caídas y caídas en el espiral del sueño, cuando las paredes de la realidad se vuelven campanas o trenes.