Cuento | Por Cynthia A. Matayoshi

La casa torcida

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Cynthia Matayoshi

Cynthia Matayoshi (Buenos Aires, 1971) publicó La sombra de las ballenas (novela, 2019) y De mi boca sale un elefante (poemas, 2023). Es psicoanalista y dicta talleres de literatura japonesa y de escritura.

Dormimos en la Casa Torcida en las afueras de La Plata. Tiene el aire de un barco escorado que se fundió con una casa y tomó esa envoltura para sobrevivir. Su torcedura es leve, pero me doy cuenta de que está torcida cuando miro el cuadro de naturaleza muerta de la habitación: uvas, caracoles, un escarabajo y espuma brillante en una taza. Si lo miro demasiado me produce náuseas.
No me molestan las cosas torcidas, excepto por el hecho de que luego es molesto ver cosas que no lo están. Mis parámetros de belleza se están modificando. Me pregunto si también se torcerán mis pensamientos.
–Soy la Mayor Lilian Gush, acabo de aterrizar, perdí contacto con la Estación y no tengo dónde pasar la noche –le dije a Quirón.
Una noche, pensé. Pero ya van cinco y creo que serán muchas más.
Quirón es un dios. Pero una cosa es saberlo y otra muy distinta es tenerlo enfrente. Los músculos, el olor de su cuero, ese ruido que hacen las patas contra el suelo de piedra. No miento si digo que casi me duplica en altura. Tiene el pelo hasta los hombros, los ojos rasgados, el cuerpo dividido, como todo centauro.
No le conté mi misión. Me di unos días para comunicárselo. La traición no es mi fuerte. Primero se lo digo, después veo cómo cazarlo. Para colmo es muy amable, eso me molesta. No soporto su hospitalidad. Desde que llegué está ofreciéndome sus pócimas. Se pasa el día haciendo preparaciones a las que no me puedo negar.
La arquitectura de la Casa Torcida es más increíble que cualquier cosa que haya visto en Espacio Flotante. Es como estar adentro de un cuadro anómalo. Tiene varias habitaciones y cada una es de un color diferente. Los vitrales, las paredes, los muebles, comparten el color. Hay una habitación dorada y una habitación azul. Una amarilla y una escarlata. También hay una habitación blanca a la que nunca ingresé.
–Nunca sabés en qué habitación estás, pero eso no es lo importante. Lo importante es saber dónde dormir –dice Quirón.
Él duerme en la habitación azul, despliega su cuerpo robusto en el suelo, engancha sus patas en unos topes que clavó en el piso para no rodar hasta la pared. Yo elegí la habitación escarlata. La pared es aterciopelada. Tiene cuadros que salen de ella como si estuvieran estampados, como si nacieran de su interior, sin marco. En cambio, en el pasillo, los cuadros están enmarcados. Hay cuadros con marcos cuadrilóbulos, y otros cuyo motivo son un montón de marcos vacíos.
A veces siento la tentación de acomodar un cuadro, aunque sé que no es eso lo que está torcido. Sin embargo, lo muevo. Muevo un milímetro hacía abajo uno de los bordes. Siento un mareo.
La cama de mi cuarto tiene una leve inclinación. No puedo dormir en una cama inclinada, así que me envuelvo en una manta y me acurruco en la esquina. No podría caerme si estoy en el suelo, pero todo parece que fuera a caer a algún lugar. Adónde. Mantenerme parada es un reto para las vértebras. Tiendo, sin darme cuenta, a agacharme, a adoptar la forma de los seres primitivos. Monstruos encorvados de piel dorada. Cuando noto que estoy arqueándome ya es tarde. Todo me duele. Fue lo primero que le dije a Quirón: me duele la cabeza, los dedos chiquitos del pie, los músculos del cuello. Empezó cuando entré a la Casa. Quirón me dijo: A mí me duele…, pero hizo silencio. Pensará que a alguien como él no debería dolerle nada.
En la Casa Torcida la luz se prende y apaga aleatoriamente. Me recuerda mi estadía en Espacio Flotante: la luz era una sorpresa. Las paredes son bloques macizos por donde se cuela la ferocidad de animales arcaicos. Las piedras albergan sonidos. Si apoyo una oreja en la pared puedo oírlos. Es un murmullo abisal. Animales extintos, tormentas de otra era, las voces de los bosques de especies quemadas; el olor de la carne de esas criaturas parece salir de las paredes.
A cierta hora la Casa se vuelve roja. Las sombras de las cosas se estampan en las paredes como tatuajes. Me paro cerca de la entrada y miro mi sombra. «Lilian, deberías dejar de mirar». Si pudiera me taparía los ojos y andaría a oscuras como un ciego. A veces cierro los ojos y camino. Nunca me choqué con ningún objeto.
La puerta de la Casa es blanda como la piel de una liebre. Pienso que puede ser una trampa. Quirón ya me lo dijo:
–Salir para mí es imposible.
–¿Estás atrapado?
–No, es que no hay afuera.
No hago otra cosa que preguntarme cómo se lo digo: «Mi misión es atravesarte la pata trasera con una flecha. Soy una cazadora de constelaciones, una cazadora de dioses». Pero la Casa Torcida no ayuda. De ella emana una fuerza imantada a permanecer. A no salir nunca.
Una vez al día intento salir. Cruzar la puerta requiere mucha concentración. Hay que caminar de una manera y no de otra, de lo contrario la puerta no se abre. Y cuando se abre hay un bosque. Uno diferente cada vez. Un día un bosque de eucaliptos, otro día un bosque de bambúes, otro un bosque de araucarias, y así todos los días. Si salgo me cuesta regresar. Me pierdo en el bosque y termino en la habitación dorada.
El arco y la flecha quedaron en la nave. «Tenés que traer el arco si querés cazar a Quirón». Pero cada vez que intento acercarme algo se desvía o me desvía. Como si una pieza se saliera de su sitio. La nave está a doscientos metros de la Casa, en línea recta la puedo ver. Está averiada. Varias veces caminé hacia ahí, pero quizás calculo mal la distancia, pierdo concentración, pierdo el objetivo. Tiene un casco anaranjado y un ojo que no deja de mirarme. «Lilian, no debiste dejar el arco en la escotilla, serás una arquera sin arco».
Se lo digo:
–Soy una cazadora de dioses –Quirón se queda mirándome. Mueve la cabeza como si le molestara una mosca.
–Estuve siglos esperando este momento –me dice, y ya no puedo sostenerme. Siento que la Casa se mueve.
Veo crecer la Casa, se dilata, se expande. El pasillo es angosto y tiene una atmósfera viviente. Y mientras pienso cómo escapar ya es demasiado tarde para ir hacia atrás, porque el pasillo va hacia adelante. Es una ola que se balancea y no me sostiene. Me agarro de las paredes y miro hacia abajo. No tengo ninguna referencia.
Me arrastro hasta la puerta de la Casa. Y apenas apoyo una mano en la pared, me hundo en su tela. Me absorbe como la mordida de una liebre. Una boca negra y mullida.
Quirón me mira desde afuera. Hay un marco entre nosotros, grueso, brillante, que se arrastra como una serpiente. La serpiente marco tiene escamas lustrosas. La serpiente marco late. Y se cierra. Se cierra como un velo entre los dos. Siento entumecerse mis articulaciones, se vuelven piedra. Todo mi cuerpo adquiere el carácter pétreo de las estatuas antiguas. Por mi mente pasan todos mis disparos, el instante en que la flecha da en el blanco y el dios se vuelve constelación. Siempre pensé que era algo realmente bello, una salvación.

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