Cuento | Por Elsa Drucaroff

La familia de las cosas

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Elsa Drucaroff (Buenos Aires, 1957) es Doctora en Ciencias Sociales, crítica literaria y novelista. Este año reeditó su novela El infierno prometido. Una prostituta de la Zwi Migdal y publicó el ensayo Fémina infame. Género y clase en Roberto Arlt. Los textos que se publican pertenecen al libro inédito La familia de las cosas, escrito durante la pandemia.

Zoquetes
Se pone zoquetes blancos y zapatillas de lona roja con suela fina. Esa primavera está de moda la reminiscencia años cincuenta: faldas con calzado bajo, piernas desnudas y medias de algodón a los tobillos. Elige un vestido amplio, sabe que no habrá vendajes pero prefiere ropa que no presione la zona.
Se encuentra con él en una esquina de Barrio Norte. Mientras buscan el número del edificio él dice que aunque no puede estar seguro de que le corresponda hacerlo, en unos meses tal vez ayude con algo de plata. Ella dice que sí le corresponde y no es una ayuda: lo que tiene que dar es la mitad.
El edificio es elegante. Toca el portero eléctrico como le indicaron: tres timbres cortos, contar hasta tres, un timbre largo. Nadie responde pero la chicharra abre la puerta. En el ascensor no hablan. Un hombre con ambo verde claro los hace pasar al living amueblado como sala de espera y cuenta los billetes del sobre que ella le ha entregado. A él le señala un sofá, a ella la lleva al consultorio. Otro hombre le estrecha la mano: es el anestesista.
Espera parada junto a la camilla.
–Tomá –dice sin mirarla el que le abrió la puerta, y le extiende una bata inmaculada blanca, de cirugía–. Pasá atrás del biombo, sacate toda la ropa y ponétela.
Ella ve los ojos subir despacio por sus piernas desnudas, después los ve, suspicaces, enfocar por un segundo los del anestesista y regresar a ella, esta vez directo a sus pupilas.
–Los zoquetitos no; los zoquetitos, dejátelos.
En la sala de espera él hojea una revista de deportes y bosteza. Atrás del biombo ella tiene los dientes apretados. Se arranca los zoquetes pero se los vuelve a poner. Después se los arranca otra vez pero le da miedo desobedecer y se los pone.
Gruesa, tosca, la bata raspa la piel de desnuda.
Pasa entre los dos mirando el suelo, se ubica en la camilla.
–¿No me va a pasar nada, no? –dice mientras se acuesta y coloca en cada estribo un pie, cubierto con su pequeña media blanca.
–Tranquila –susurra el anestesista–. Yo estoy acá para cuidarte.

KenzoFlower
Un año en el que tenían más dinero él le regaló un frasco de KenzoFlower para el Día de la Madre. Ella lo probó, se olió y descubrió que esa combinación de intensidad y sutileza no estaba en ninguno de los perfumes económicos que se compraba. Pronto descubrió además la persistencia: en su piel, al final del día, el aroma de una rosa insistía suavemente.
Desde entonces no quiso usar más que KenzoFlower. La situación profesional mejoró gradualmente para él y para ella; cada vez que viajó y tuvo un free shop a mano, cada vez que las políticas de su país dependiente ofrecieron a grandes inversionistas beneficios financieros, manteniendo el dólar a precio bajo, cada vez que fue negocio vender artículos importados en 12 y 18 cuotas, ella aprovechó para aprovisionarse.
Colocaba el frasco delgado y alto, levemente curvo, sobre la repisa de vidrio de su baño inmaculado. Observaba cómo se duplicaba en el espejo biselado la contundente, delicada forma fálica y femenina. Como si alguien la estuviera mirando, tomaba el recipiente después de cada ducha y se rociaba apenas el cuello bajo las orejas, el nacimiento de sus senos, el revés de las muñecas.
Hoy el frasco de KenzoFlower se está terminando. Ella sale de la ducha, lo observa: no hay aviones, no hay free shops, no hay invitaciones a viajes de trabajo ni turismo; las farmacias están abiertas porque son parte de las actividades esenciales durante la cuarentena pero es dudoso que vendan KenzoFlower, el comercio internacional se ha limitado en un grado alarmante; hoy, si pese a todo intentara comprarlo por una plataforma web, su precio resultaría para ella inalcanzable; el dólar y las cifras de pobreza no paran de subir en su país dependiente y endeudado, sus ingresos se han reducido en su país paralizado; alcanzan para que ella, él y su hijo, que ha perdido el trabajo, coman bien, para pagar la luz y el gas de la calefacción de ese invierno, no para reponer el KenzoFlower que se está terminando.
Muere de a poco el perfume en el frasco sinuoso, cristalino, penetrado por el tallo de una rosa, como muere su mundo conocido. Mientras tanto, ella rocía ritualmente algunos huecos de su cuerpo, disfruta las últimas gotas de placer del artificio, el placer del privilegio, la caricia de la rosa que hiede contra su carne.

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