Cuento | Por Ramón D. Tarruella

La futura capital del mundo

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Ramón D. Tarruella nació en Quilmes (1973) y vive en La Plata. Es docente de Historia, coordinador de talleres literarios, escritor y editor de Mil Botellas. Publicó las novelas Balbuceos (en noviembre) y Allá, arriba, la ciudad y los libros de cuentos Asunción no es París y La tribu de mi calle, además de libros de historia y de crónicas sobre la ciudad de La Plata.

En la futura capital del mundo, el sánguche disciplina los mamelucos en lo alto de la ciudad. El extremo de sus piernas moviéndose, como abanicando el vacío. Durante media hora, lo más alto de la ciudad es una sola franja azul, un color unificado y en la misma tarea, menos en uno de los edificios. Allí, aún quedan restos de la tragedia. Y en la esquina, frente a ese edificio, el único donde no hay actividad, el cartel de una multinacional, que en unas horas echará sus luces sobre la ciudad.

Chávez, el más joven de los trabajadores de ese edificio, continuaba disfrutando de su descubrimiento, en una extensión del último suspiro, un juego de la infancia a modo de despedida. Las siglas de la multinacional eran las mismas que las de su nombre, un azar que lo llevó a imaginarse sin el mameluco y con su novia, bajo el cartel luminoso. Él y ella, diminutos, en algún lugar de la ciudad, al pie de sus propias iniciales, en una heladería, en una mesa de afuera, ellos dos y su helado, fileteados por las luces rojas de la multinacional. Él con un cucurucho de pistacho y chocolate relleno. Ella… era una incógnita el gusto de ella. Y en esa incógnita recordó a Carrizo, a su lado, los dos compañeros de trabajo desde hacía unos pocos meses, ahora los dos números de esa tragedia.

Carrizo sonreía, escarbando en su tupper un arroz con pollo, comprometido en su tarea. Carrizo siempre sonreía. En la futura capital del mundo, Carrizo almorzaba y sonreía, en el cuarto piso amorfo, vacío desde la tragedia. Y para Chávez, la sonrisa gélida de Carrizo era un alivio, su compañía, eterna. En otros momentos, en los intervalos del trabajo, esa misma sonrisa pudo provocarle curiosidad, también sospecha. Carrizo rascaba pollo, una y otra vez, más pollo que arroz. Y sonreía Carrizo.

En el sánguche de Chávez habían quedado las huellas de su dentadura, como una bahía deforme y castigada, aún entre sus manos, sin apuro, el hallazgo de las siglas, en el cartel de la multinacional, casi que coincidieron con el final de su almuerzo.

Detrás de ellos, irrumpen voces, algo apresuradas, ruidos de pisadas torpes, sorteando los escombros del cuarto piso. Carrizo, indiferente a esas voces conocidas, rescataba trozos contundentes de pollo. El tenedor se alzaba, siempre nutrido, en un almuerzo continuo. En la heladería de la esquina son especialistas en cremas, por eso Chávez reemplazó el pistacho por crema americana, y además el contraste del chocolate con la crema le resultaba más tentador. Siempre había disfrutado contemplar el color de las comidas, lo mismo que los frentes de las verdulerías. Un esteta Chávez, a pesar de que ese último mediodía devoró en minutos casi completo su sánguche de milanesa, sin observar colores ni formas, hasta que lo impredecible detuvo todo en un instante, en ese instante. Mientras, las voces detrás de ellos, se multiplican, o quizás la urgencia, o el vacío del piso, dimensionan esas voces. Parecen dialogar entre ellos, sin necesidad de órdenes, por ahora. Carrizo seguía aprovechando de su infinito arroz con pollo, el tenedor siempre cargado y él sonriendo. La sonrisa y el almuerzo. Chávez creyó que la combinación de los nuevos gustos había sido, sencillamente, otro logro de su deseo postergado. Nada como el chocolate relleno con crema americana.

Las voces se mueven con desenvoltura entre los restos del cuarto piso, conocen cada uno de sus recovecos, se trata de su proyecto, un proyecto detenido hacía tres días. El resto de los edificios, mientras, continúan su rutina sin pausa. El regreso al lugar demoró más de lo esperado, tan solo voluntad y cierta destreza para eludir responsabilidades. Hace ya unos días los números quedaron claros y bien segmentados: sobrevivientes y heridos, y las dos muertes. El resto fue esperar. Apenas unos días, mientras el resto de los edificios no desperdiciaron un solo minuto. Nada debe frenar a la futura capital del mundo. Chávez, con el pedazo insignificante de su sánguche entre sus manos, como un recuerdo de su último almuerzo, esperaba el signo vital de la ciudad que seducirá al resto de las capitales, los colores multinacionales copiando sus iniciales. Y durante la espera, creyó que el chocolate relleno puede ir con cualquier gusto pero mucho mejor con crema americana. Conforme, Chávez, seguía entretenido en su propia imaginación, ellos dos, su novia y él, en la mesa desde donde pretendían contemplar las vicisitudes de esa parte de la ciudad, bajo la tutela estridente de las luces multinacionales. Y de a ratos, recordaba a Carrizo, años trabajando en las alturas, a su lado, los dos en un almuerzo perpetuo. A sus alrededores, los otros mamelucos azules están en plena tarea, lejos ya del intervalo del almuerzo. 

Y ya no solo las voces se multiplican en ese cuarto piso, también los movimientos de esos hombres, dueños de los números de la tragedia y del capital, por eso urge retomar el proyecto, la demora es un enemigo, la mayor adversidad. Se multiplican las voces, se redoblan los pasos, la construcción de la futura capital del mundo es inminente y no hay lugar para duelos. Acelerar los tiempos, esa fue la consigna, y tras esa idea visitan por primera vez el lugar luego de la tragedia. Dueños del tiempo, se apropian del espacio en pocos minutos, y a pesar de las dificultades, en pocos minutos también retomarán el proyecto postergado, imitando el ritmo de las otras construcciones.

Para Carrizo y Chávez el tiempo fue un recuerdo, sinónimo de lo impredecible, por eso Chávez se entretenía evaluando el color intenso del chocolate relleno, color y gusto incomparables, y así como se olvidaba así también cada tanto observaba a Carrizo, a su tenedor con pollo y la sonrisa, la sonrisa tal vez como coraza al destino que se llevó todo, venturoso destino el de él y el de Chávez. Para las voces que habitan el cuarto piso, el destino ya existe, es uno, diseñado en otras oficinas, en una maqueta con nuevas siglas y una nueva multinacional. Y por eso se mueven con pasos torpes y acelerados, ahora indiferentes al suceso que suspendió por un rato la futura capital del mundo. Los números de la tragedia ya no se visibilizan, son eso, números, por eso Carrizo removía con éxito su tupper, y Chávez seguía barajando gustos y colores que combinaran con el chocolate relleno, a metros de esas voces, con la arbitrariedad de la imaginación, los dos pretendiendo un momento ideal, que no existe pero que se busca en el instante final para perpetuarse.

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