Cuento | Por Agostina Luz López

La oscuridad

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Agostina Luz López (Buenos Aires, 1987) es escritora y directora de teatro. Escribió y dirigió, entre otras obras, Mi propia playa, Los milagros, Animal anterior y Jardín Fantástico. Publicó el libro de relatos Otro planeta (2021) y reunió sus obras de teatro en Como un espejo (2021). Dirige el espacio interdisciplinario Zelaya.

Romina me dijo que me quería mostrar las tetas. Nos metimos abajo del agua y le desabroché la malla. Llegaban hasta su ombligo y eran enormes. No parecían ni mis tetas, ni las tetas de mi mamá, ni las tetas que había visto en películas o en la televisión. Me dijo que se iba a operar, que era imposible vivir así, que le dolía la espalda y que no podía darse vuelta cuando dormía. No le dije nada, no sabía si tenía que darle un consejo, abrazarla o besarla. Me fui nadando hasta la otra punta de la pileta y cuando llegué al otro extremo la miré: ella seguía con la misma cara, como si todo hubiera sido una pausa y su cara hubiera quedado petrificada en ese mismo gesto, un gesto de demanda.

¿Pero qué podría yo hacer por ella? No sabía. Le pregunté qué decían los chicos de sus tetas y me explicó que nunca las veían, que solo las tocaban en la oscuridad. Que se calentaban porque eran interminables. «La oscuridad es el escenario perfecto», me aclaró y siguió: «La oscuridad es la única posibilidad de que no se den cuenta de que todo cae demasiado hacia abajo y que en cualquier momento pueden llegar a mis pies como si nada». Pensé en la noche y la oscuridad como el escenario perfecto no solo para ver tetas desmesuradamente grandes sino para todo, para besar, para dormir, para vivir la vida.

En ese momento era de noche pero las luces de la pileta impedían dejarnos a oscuras por completo. Ahora ella también nadaba, con la bikini puesta. Después de un rato salimos y comimos unas papas fritas, envueltas en unas toallas rojas. Cuando se terminó todo el paquete, me dio un vaso de agua y me dijo que se quería ir a dormir. Desde que me había mostrado las tetas nos habíamos quedado raras, incómodas, como cuando traspasás una barrera con alguien y nunca más podés volver atrás. Quería que fuera mi amiga como antes, pero la imagen de ella y sus tetas tan grandes ocupaban todos mis pensamientos. Me pedí un taxi y me fui, mirando todo lo que impedía que en la ciudad viviéramos en la oscuridad total. Eran un montón de luces prendidas en todos los departamentos, en las calles, en los autos, en los semáforos, en las luces de las autopistas, en los cigarrillos.

Dejé las clases de teatro y no vi más a mi amiga por un tiempo. Tenía tres materias bajas y quería estudiar.

Un día fui al cumpleaños de una compañera y me encontré con todos mis amigos de teatro. Ahí estaba ella, con una pollera azul y una remera que aplastaba sus tetas para adentro como si las estuviera ahorcando. Pobres, pensé. Estuvimos todos bailando hasta tarde. Con Romina charlamos un poco pero mi mente volvía sin cesar a esa noche que se volvía cada vez más oscura en el recuerdo.

Después de un rato, todos nos fuimos a dormir. Salimos de la casa de nuestra amiga y nos despedimos. Ella me dijo que nos viéramos pronto y yo le di un beso en el cachete, de esos que son fuertes y marcan la piel.

Al día siguiente me llamó la cumpleañera y me dijo: «Me llamaron recién del hospital, la violaron a Romina». Se me cayó el teléfono y no escuché nada más. Miré por la ventana y el sol estaba demasiado fuerte. Empecé a imaginarme todo lo que podía llenar esas palabras bajo la luz tremenda de ese día de verano. Cada versión era peor, pero dentro de mi película ella siempre estaba tranquila, con esa misma cara de demanda después de mostrarme sus tetas.

Más tarde fui al hospital y estaban todos. Sus compañeros de colegio, nosotros, los familiares. Parecía que alguien había nacido o que alguien había muerto. Las chicas tenían cara de susto y yo, al segundo, adopté la misma cara por reflejo. Todas pensábamos que tarde o temprano íbamos a ser violadas. En un costado, Martín y Violeta estaban besándose, y más al fondo la mayoría de su familia, callada, con un silencio de esos que no paran de hablarte.

Entré a verla, sola. Con el mismo tono de voz de la pileta, me dijo que le había pedido que se la chupara y que lo tuvo que hacer, que después se la metió, que parecía un chico triste, que no se acordaba mucho, que sintió asco, que también sintió que él gustaba de ella, que no tenía ganas de hacer todo eso pero que en un momento se confundió, que en un momento me le vine yo a la cabeza, que no sabía por qué, que ya está, que ya pasó, que tenía ganas de volver a verlo alguna vez, que chupársela tan lento le dio ganas de vomitar, que se dio cuenta de que el pibe la miraba pero que no corrió porque pensó que era peor, que tenía las llaves en la mano, las apretó fuerte, le quedaron las marcas sobre las palmas, después las dejó caer al piso.

Me dijo que él la agarró de atrás como si fuera su novio, no fue ni tan largo ni tan corto, se acordaba de los pedazos de cara que la poca iluminación le dejaban ver, algún gesto de placer, un momento mirándola a los ojos, como una escena de amor; que a veces se veía a ella misma haciendo todo con una luz muy fuerte, del mediodía, que era un típico rolinga, que había miles de pibes así, con el mismo peinado, la misma campera, el mismo morral, que esa cuadra antes de llegar a lo de sus hermanas siempre fue como meterse en la boca del lobo pero ella a propósito caminaba muy lento porque pensaba que así no se iba a acercar nadie, porque nadie la iba a escuchar, por ahí ya se habían cruzado, por ahí él ya le tenía ganas hacia un tiempo, por ahí él ya sabía que la iba a violar.

Hizo una pausa y siguió. «Yo traté de pensar que todo lo que estaba haciendo era porque tenía ganas y entonces no era una violación, entonces nos estábamos conociendo, besando por primera vez. Sabés, nunca me tocó las tetas, jamás».

Mientras me contaba todo esto lloraba y yo la miraba, otra vez callada. Con la luz de hospital parecía más vieja y más joven al mismo tiempo. Me miró como queriendo que le dijera algo, que la consolara o le diera una razón.

Nos quedamos un tiempo así, en silencio, mirándonos. Después me puse a llorar y le pedí perdón y ella me preguntó por qué. La respuesta fue: «No pude cuidarte».

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