Cuento | Ana María Shua

La otra guerra

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Ana María Shua (Buenos Aires, 1951) publicó entre otros libros las novelas Los amores de Laurita (1984), El libro de los recuerdos (por el cual recibió la Beca Guggenheim, 1994) e Hija (2016). En Todos los universos posibles (2017) reunió su obra en el género del microrrelato y en Que tengas una vida interesante (2011) sus libros de cuentos. Traducida a catorce idiomas, recibió entre otros galardones el Premio Nacional de Cuento y Relato (2010-2013) y el Premio Iberoamericano Juan José Arreola en minificción (2016).

Adelantos tecnológicos
En la batalla de Hastings, año 1066, Guillermo el conquistador, Duque de Normandía, vence al rey Harold. En los cuatrocientos años siguientes, Inglaterra será botín de los normandos. Dos avances tecnológicos que los sajones no conocían colaboran con su triunfo: el longbow, un arco largo de casi dos metros, y los estribos, que permiten al jinete afianzarse y aumentar así la fuerza del golpe de lanza. La bomba atómica, por su parte, se basa en la fisión de núcleos de los átomos mediante el bombardeo de neutrones, provocando una reacción nuclear en cadena. Contemplados desde cierta distancia, los hechos no parecen tan alejados en tiempo y espacio, son un espectáculo atrapante y están basados en las mismas premisas. Como siempre en la guerra, no se trata de matar, sino de vencer. Entretanto, se mata.

Alejandro Magno
Con solo cuarenta mil hombres enfrentó Alejandro Magno a medio millón de persas y los venció.  Le llevó apenas trece años conquistar y construir uno de los mayores imperios conocidos por la humanidad, desde Grecia, Mar Egeo y Mediterráneo, Asia Menor, Media, Egipto, Mesopotamia, Persia y Asia Central hasta la India. Murió a la edad en que mueren los grandes, poco antes de cumplir los treinta y tres años. Murió lentamente, quizás envenenado, en una agonía larga y dolorosa que duró muchos días.  Después, en un instante, su gigantesco imperio se desvaneció en el aire transparente de la Hélade. Se lo admira y reverencia como si hubiera llevado la felicidad y la vida a sus dominios, en lugar de su ambición y la muerte.

El batallón sagrado de Tebas
El Batallón Sagrado de Tebas, creado por el comandante tebano Górgidas en el siglo IV a.C., estaba formado por ciento cincuenta parejas de amantes. Durante  treinta y tres años, esos trescientos hombres fueron invencibles. Tres veces derrotaron a Esparta y labraron la gloria de Tebas. Solo Filipo de Macedonia logró vencerlos en Queronea y se dice que preguntó, con admiración y respeto, al ver los cadáveres en el campo de batalla, quiénes eran esos soldados que yacían abrazados, unidos en el amor y la muerte.
Según afirma Plutarco, el batallón era invencible porque los amantes, avergonzados de no ser dignos ante la vista de sus amados y los amados ante la vista de sus amantes, se arrojaban con entusiasmo al peligro. Otros, más superficiales, podrían haber atribuido tanto coraje al deseo de proteger a la persona amada. Plutarco comprendió que, a la hora de la guerra, cuenta más la vanidad que la pasión.

Rascher y Himmler
En el campo de concentración de Dachau el médico Sigmund Rascher realizó experimentos relacionados con el frío extremo, para descubrir la forma más adecuada de tratar a los pilotos alemanes que caían en el mar del Norte. Los sujetos de experimentación, en su mayor parte prisioneros judíos, debían mantenerse inmóviles a la intemperie durante muchas horas con temperaturas bajo cero, o bien se los forzaba a introducirse en un tanque de agua helada. Cuando perdían la conciencia, Rascher intentaba recuperarlos con baños de agua caliente. Su amigo Heinrich Himmler, el comandante de las SS, no estaba de acuerdo con este método.  Sostenía que, cuando los pescadores del Mar del Norte caían al agua por accidente, sus esposas los revivían mediante el calor de sus cuerpos. El doctor Rascher puso a prueba la hipótesis de Himmler con mujeres gitanas, que fueron obligadas a desnudarse y acostarse sobre los cuerpos helados de los hombres. Se llegó a la conclusión de que los baños de agua caliente eran más efectivos.
En 1945 Himmler ordenó la ejecución de Rascher y se suicidó un mes después. Ambos presentaron sus antecedentes en el infierno con la esperanza de obtener empleo, pero fueron rechazados a causa de la tenaz oposición del sindicato de demonios, que temían verse reemplazados por la gran cantidad de postulantes que llegaban después de la guerra. Fueron condenados al suplicio del frío, alternando con estadías en los círculos destinados a los pecadores judíos y gitanos. Se presentaron en su defensa algunos pilotos caídos en el Mar del Norte, pero eran pocos.

Nacido en guerra
En la guerra, dice el hombre, la vida sigue. Los que no están en el frente viven como siempre, como pueden: se casan, tienen hijos, van al cine. La aviación italiana hizo cuatrocientas veinticuatro incursiones sobre Barcelona. En una de ellas nací yo, en la casa de mi madre, que se negó a esconderse en el refugio antiaéreo. Si tengo que morir, dijo ella, que sea en mi casa y no en una madriguera. Me alimentó como pudo, con su leche primero, después con engrudo y farinetas. Así es la guerra.

La guerra contra el narcotráfico
La primera gran guerra contra el narcotráfico la libró el Imperio Chino contra el Imperio Británico. Se la llamó «La guerra del opio» y triunfaron los narcotraficantes. China se vio obligada a abrir sus fronteras al opio de la India, que importaban los ingleses. Hoy el opio viene sobre todo de Afganistán, la cocaína de Bolivia, las drogas de diseño de Europa y Estados Unidos, las substancias cambian y mejoran, se invierte, se investiga, la guerra continúa. Y ganan siempre los narcotraficantes.

Depresión y nostalgia
La depresión asociada con las crisis de nostalgia fue un problema serio para los médicos militares del siglo XVIII y XIX.   En las tropas de la Grand Armée, el ejército napoleónico, los médicos establecieron los signos que permitían diferenciar a los enfermos verdaderos de los que solo fingían. Eran síntomas irrebatibles la mirada vidriosa, las alteraciones del pulso, una dramática pérdida de peso. El doctor Jourdan Le Cointe en su libro La salud de Marte, de 1790, propone curar la nostalgia mediante el dolor y el terror.  De acuerdo a sus consejos, se debe informar al soldado nostálgico que se lo curará colocándole un hierro al rojo sobre el abdomen: la depresión desaparece en el acto. Le Cointe cita también el caso de un general ruso que tuvo que enfrentar una verdadera epidemia de nostalgia en 1733, cuando se encontraba con sus tropas en Alemania. El general ordenó que se enterrara vivo al primero que mostrara signos de la enfermedad. Cumplió su amenaza en dos o tres casos y el resto del ejército se curó de inmediato sin dificultades.
Sacrificar a unos pocos nostálgicos puede ser un buen método, pero hay que considerar que muchos deprimidos auténticos se dejarán matar sin reanimarse ni oponer resistencia y las masacres masivas pondrían en riesgo la victoria sobre el enemigo. Otro método excelente para evitar la nostalgia es librar todas las guerras en el propio territorio: a veces, dejarse invadir vale la pena. Evitar la guerra es la solución más segura y hace unos trescientos mil años que está tratando de implementarse. Es apenas un instante en la historia del universo, seamos pacientes.

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