Cuento | Por Jimena Néspolo

La otra infancia

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Jimena Néspolo (Buenos Aires, 1973) es doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires e investigadora del Conicet. Publicó entre otros libros los poemarios
Papeles cautivos (2002) y La señora Sh. (2009), el ensayo Ejercicios de pudor. Sujeto y escritura en la narrativa de Antonio di Benedetto (premio Fondo Nacional de las Artes, 2004) y las novelas El pozo y las ruinas (2011), Episodios de cacería (2015), Círculo polar (2017) y Mundo Orco (2023). Dirige la revista Boca de Sapo.

La primera vez que se le apareció uno no entendió bien de qué se trataba. Había ido a ese recital en Obras, arrastrada por su mejor amiga, que quería recordar la mística de otros tiempos, cuando saltaban de pogo en pogo siguiendo a sus bandas favoritas. Entonces, lo central era conseguir plata para el colectivo y la entrada, llegar al predio, luego la suerte guiaba. La consigna entonces era mantenerse on the road, siguiendo los pasos de Jack Kerouac y aullando con Allen Ginsberg, esos beatniks que habían enseñado que la vida había que gozarla sobre ruedas y a toda velocidad. Su amiga estaba tan emocionada que no paraba de bailar; y ella ya empezaba a arrepentirse. Solía decir que se sentía una veinteañera, pero ciertamente tenía las rodillas y el peso de una mujer menopáusica, aunque intentara disimularlo con el persistente color negro que vestía, las camperas de cuero y tachas, y ese estilo punk a lo Joy Division. Después de la primera hora de recital, parada en el agite, el cuerpo comenzó a recordarle una edad imposible de maquillar con esos sofocones que ahora le hacían sudar la gota gorda del rock. En verdad ya no tenía los lozanos veinte, tampoco los jóvenes treinta ni los maduros cuarenta. Se iniciaba en “la infancia de la vejez”, como le gustaba llamar a esa década, con el ánimo joven más allá de los subidones hormonales.
Al primero, aquel que se le apareció en Obras, decidió ponerle el nombre del padre, porque era por cierto muy parecido. Las mismas cejas tupidas y melena negra enrulada, el mismo color aceitunado de piel, la misma mirada intensa y curiosa. En medio de uno de los temas insignia de los Stones comenzó a saltar junto a ella. Al principio, caviló que aquello era un efecto indeseado de la pastilla blue que su amiga le había invitado a tomar. Pero con el correr de los días y esa viscosidad envolviéndola, la sensación de extrañeza continuó, y entonces una mañana encontró su nombre vuelto noticia. Las cosas no estaban bien desde hacía tiempo, incluso antes de que él decidiera irse para Centroamérica a probar suerte. Por eso no le había dicho nada del retraso. Un par de semanas después del recital, encontró mencionado a su ex en la sección Internacionales: un organismo de Derechos Humanos de México lo enlistaba entre los periodistas que habían sido víctimas de la violencia narco del último año. 
Recién cuando se le apareció el segundo, comenzó a armar la serie y abandonó la hipótesis de que el primero hubiera sido producto de las drogas sintéticas. Estaba en la sala de espera del dentista, cuando surgió de la nada. El sol de media tarde se colaba por la ventana, mientras ella cabeceaba la modorra ante la prolongada espera. Entre un abrir y cerrar de ojos más pausado que lo habitual, se lo encontró allí, leyendo una revista. No era tan joven como el anterior; parecía ya haber atravesado la juventud y tener una vida consolidada, signada por el seguimiento de una cantidad de reglas que se evidenciaban en la postura de su cuerpo, en el simple acto de sentarse o de vestir. Llevaba el pelo prolijamente cortado, la cara rasurada con esmero, la mano con la que daba vuelta la página también ostentaba unas uñas cuidadas. Entonces, como si estuviera continuando una conversación ya iniciada hacía rato, comentó que el ganador del Tour de Francia había entrenado mucho más que en la anterior oportunidad, a fin de superar sus propias marcas. Sólo más tarde, cuando percibió el acento australiano de su inglés, lo identificó. Se habían casado en Sídney. Su madre solía decir, durante los primeros años, cuando plañideramente la instaba a que volviera a formar pareja, que si se hubieran comprometido en Buenos Aires otra habría sido su suerte. Este que habían liberado al poco tiempo de la convivencia no se les parecía en nada. En aquella época, ella buscaba trabajo en lo suyo, cubriendo giras o haciendo entrevistas a músicos variopintos. No obstante, aunque escribía un inglés correcto no llegó a sintonizar con el ambiente del país y luego de algunos meses decidió volverse a Argentina. Él prometió seguirla, pero una razón y luego otra fue demorando el viaje. Hasta que un día la llamó por teléfono para decirle que había comenzado los trámites de la separación, que era obvio que lo suyo no iba a funcionar así que lo mejor era aceptarlo cuanto antes. Gracias al material periodístico recabado durante su estancia en el exterior pudo entrar como redactora estable a un conocido diario. Nada dijo a sus compañeros de la separación, tenía muchas anécdotas que explotar antes de comentar la crisis. Sin darse cuenta, como una picardía sin importancia o un divertimento inocente, instaló la presencia de su marido como la de un tipo discreto, de perfil bajo, que había cruzado medio mundo para estar junto a ella. Cuando su madre murió y desapareció la magra explicación que se daba a sí misma por haberse inventado una pareja inexistente, ya era tarde. Su ex se había convertido en la gran excusa que justificaba su poca vida social. Días después de la visita al dentista, terminó hablando del recién llegado con sus colegas como si de un familiar cercano se tratara. Al fin, como suele pasar con esos parientes que irrumpen en la cotidianidad desbaratando la rutina y luego se esfuman, desapareció de un día para otro, sin dejar rastro.    
Y entonces sucedió algo que en verdad le metió miedo, aunque esa no fuera una palabra que ella aceptara sin más. Hasta entonces, el terror era puro placer y divertimento, propio del cine gore y de las novelas de Stephen King que tanto adoraba. Pero con el tercero o, para ser más exactos, la tercera, fue distinto. Tenía las crenchas largas y negras con dientes de perro amarrados en las puntas de cada rasta, andaba maloliente y sudada como a ella misma le gustaba estar sólo para exasperar a su madre y a sus profesores de escuela, escribiendo sus crónicas de derrape en ese cuaderno Gloria que un día su mejor amiga le robó, para mostrárselo a su hermana y decirle que ella era una genia y que debía publicarla en el suplemento juvenil que dirigía. Fue en esos tiempos bestiales, en que despertaba sin saber cómo o con quién había estado la noche anterior, en que se había hecho su primer raspado. Por eso no se animó a buscarle nombre a esa piba olorosa y maleducada que le hacía recordar sus comienzos en el periodismo. Mejor dejarla ahí, hablando sola hasta que se cansara y se fuera. Ahora ella tenía ciertas responsabilidades y no estaba para perder tiempo con alucinaciones. Ya se cansaría de interceptarla en cualquier lado para mostrarle sus textitos idiotas. Ya crecería, o quizá no. Pero lo que menos necesitaba era que un fantasma viniera a recordárselo. 

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