Cuento | Por Christian Kupchik

La ruptura

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Christian Kupchik (Buenos Aires, 1954) es editor, traductor especializado en lenguas nórdicas, poeta, narrador y periodista cultural. Sus últimos libros publicados son Los colores de la vigilia (poesía, 2017) y Pranzalanz (cuentos, 2022). Entre otras publicaciones, fue codirector de la revista Siwa. Actualmente es editor del sello Leteo.

Un hombre que no ha pasado por el infierno
de sus pasiones, no las ha superado nunca.
Carl Gustav Jung

Las señales eran claras y, por tanto, la ocasión aparecía como propicia. El cielo plomizo, pesado, el perfume a menta y azufre, la electricidad en el aire, todos indicios como para tomar muy en cuenta. Al menos, el profesor Ostrov sopesó estos datos, se acomodó los cabellos grises, ordenó los apuntes en la ajada e inmemorial maleta marrón, tomó el paraguas y salió a la calle.
A mitad de la escalinata de la Facultad de Medicina, Ostrov se detuvo, miró a su alrededor y sonrió satisfecho. El acontecimiento no tenía nada de singular, por el contrario, su exposición figuraba prevista en el programa, pero el viejo profesor siempre elegía cuándo darlo. No podía ser en una fecha cualquiera: tenía que reunir ciertas «condiciones». Era con el único autor que le ocurría. Los demás podían acomodarse a lo que sea. Con Carl Gustav Jung era distinto, no podía explicar el por qué. Todo siempre fue distinto. Le tenía simpatía a ese suizo loco, que se escapaba por donde nadie lo preveía.
Antes de ingresar al edificio, el profesor Ostrov pudo notar extraños movimientos en la calle, y una densidad en el aire cada vez más manifiesta. Eran días particularmente difíciles, aunque bien pensado, el hombre parecía resignado a atravesar la vida como un infinito campo de espinas. Se encogió de hombros y volvió a sonreír para sí, sin alegría esta vez. Ya en el recinto, comprobó que la luz era más tenue de lo normal por efecto de algunas lámparas quemadas. Aprobó con la cabeza. La sala, en forma de hemiciclo, no estaba colmada, lo que también le resultó conveniente. No le agradaban las multitudes, aún cuando se tratara de alumnos.
Ostrov desarrolló su clase de acuerdo a lo esperado. No exageró entusiasmos ni evidenció reservas. Explicó los trabajos realizados en la clínica de la Universidad de Zurich (el Burgholzi), la tríada de Bleuler, la cooperación con Adler, la correspondencia con Kerensky. Y sus aportes más relevantes: la teoría de individuación que busca integrar en el hombre a la Persona y la Sombra; la utilización de los mitos para construir los arquetipos comunes al inconsciente colectivo y el concepto de sincronicidad como explicación de la coincidencia no mecánica de dos o más eventos, de los cuales uno, al menos, debe ser de naturaleza subjetiva.
Como se le exigiera un ejemplo, Ostrov lo reveló de inmediato. En la noche de la muerte de Jung, muchos de sus amigos y discípulos en diferentes partes del mundo acabarían por confesar que, aproximadamente a la hora del deceso, soñaron de una u otra forma con el Viaje definitivo del viejo maestro. De allí que al día siguiente llamaran casi simultáneamente para interrogar sobre su estado. Y a la misma hora del adiós, el árbol preferido de Jung, ubicado a orillas del lago Zurich y al que podía percibir desde la ventana de su cuarto en La Torre de Bollingen, cayó partido por un rayo.
Su audiencia, que hasta allí escuchaba al profesor con atención distante y hasta algo fría, se removió un poco en sus asientos y se dejaron sentir algunas incómodas toses. De todas formas, se lo juzgó un buen cierre de clase. Pero faltaba algo más. Ostrov se preparaba a dar el golpe maestro: en definitiva, al cabo de tantos años de docencia, sabía medir los tiempos del suspenso como un actor lo hace con su carcajada final.
Entonces, cuando alguno de sus jóvenes ya amenazaba con cerrar su cuaderno de apuntes o especulaba en diversas tácticas de seducción con el material reciente, el profesor aclaró que restaba lo más importante. Habló, en consecuencia, de las trece horas que duró el encuentro en el número 19 de la Bergassestrasse, en la muy imperial ciudad de Viena, y que marcó la ruptura entre Jung y Sigmund Freud. Entre ambos existía una corriente de sincero afecto, y el austríaco hasta podía llegar a tolerar que su colega se mostrase más inclinado a considerar la libido en un sentido bergsoniano, como elan vitae, es decir, energía vital, que comprende y trasciende el aspecto meramente sexual. Pero había ciertas ideas que no podía tolerar y quería expresarlas con total claridad. Jung, a su vez, le previno que todo su saber se derrumbaría si intentaba disuadirlo de convicciones que estaban más allá del orden natural de las cosas. Al oír esto, Freud se burló cruelmente del amigo y solo detuvo su diatriba cuando un estrépito brutal se oyó a sus espaldas, en el lugar exacto donde descansaba la biblioteca que parecía a punto de caer. Intentando hacer caso omiso, la insistencia de sus argumentos fue detenida con un nuevo estruendo, y entonces sí, ya no quedaba demasiado por hablar. Jung, dijo Ostrov, entonces, se permitió señalar: «El arte de dejar que las cosas sucedan, de la acción a través de la no acción, del renunciamiento a uno mismo tal como enseñara Meister Eckhart, se convirtió para mí en la llave que me abrió la puerta del camino. Es un arte que no muchas personas dominan. La conciencia siempre está interfiriendo, influyendo, corrigiendo y negando». Freud habría negado con la cabeza y sostenido que solo se trataba de otra prueba de la dura avalancha del oscurantismo.
Fue en ese momento cuando se escuchó el tosco rugido que pareció provenir de la pared a cuyas espaldas saludaba el profesor Ostrov. Hubo risas nerviosas, y alguien alegó convenientemente la interferencia de un trueno. Pero pronto estallaron gritos, y los estudiantes se lanzaban virulentas acusaciones tomando partido por temas que ni Freud ni Jung hubiesen discutido. Un nuevo estallido, más intenso que el anterior, sacudió el hemiciclo. Algunas muchachas comenzaron a gritar y otros lloraban como atacados por misteriosos gases.
Ostrov comenzó a guardar sus papeles. Lo último que dijo fue: «Wotan, el Dios de la Guerra y la Muerte, anda suelto sobre Germania». Esto lo escribió Jung en un artículo de 1933, artículo curiosamente olvidado por sus detractores. Ya no quedaba nadie en la sala para escucharlo.
En la calle, las sirenas ululaban enloquecidas y el olor a pólvora cortaba la respiración. Se levantaban barricadas en las esquinas y la ciudad parecía celebrar su más horrible aquelarre. Wotan, el dios Wotan…
Lo que se dice una buena clase, se consoló el profesor Ostrov. Abrió el paraguas. Se fue.

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