Cuento | Por Lila Gianelloni

La siesta

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Lila Gianelloni

Docente, actriz y escritora, Lila Gianelloni nació y vive en Rosario. Publicó los libros de cuentos Mapamundi (2016) y Camino a casa (2022) y, en literatura infantil, Lobo (2023), ilustrado por Cris Rosenberg y recomendado por el Plan Nacional de Lectura. En 2022 obtuvo una beca de creación del Fondo Nacional de las Artes para la finalización del libro de poemas Una casa sobre palafitos. Participó del libro colectivo Diccionario de las cosas que nos gustan (2023).

Ana descruza las piernas y cruje el sillón de mimbre. Se levanta despacio y busca las ojotas con cuidado porque no quiere hacer ruido. Son las dos de la tarde y está lista para escapar de su casa por un rato. A tres cuadras, su prima Ángela estará tratando de salir para esperarla en la quinta.
Entre los árboles, la pileta de natación ya estará llena. Ana sale por la puerta de atrás. Una puerta que rechina y queda abierta. La malla le tira en la entrepierna y le molesta al caminar. Se ata el pelo con una cinta que trae en la mano. La vereda está desierta y larga un calor seco. Las casas tienen las persianas y las puertas cerradas. Los animales están echados contra las paredes, adormecidos. Nadie espera la lluvia. El cielo está limpio y azulino. Ni una brisa que mueva el polvo.
En la esquina, Ana se agacha y levanta una rama caída entre los cardos. Se rasca los dedos y mira a lo lejos. Tendrá que cruzar el campito para llegar a la quinta. Toma carrera. Corre unos metros y se frena. Hay un hombre en el camino. Ana mira alrededor. No se ve a nadie, todo está quieto. El hombre está de espaldas. Tiene puesto un saco de invierno y un sombrero. Ana camina para atrás. No quiere volver a su casa. Cantan las chicharras. Ángela ya debe estar en el agua. El hombre sigue de espaldas. Ana tira el palo entre los yuyos y corre por el campito dando una vuelta para no ser vista hasta que llega a la puerta de la quinta que por suerte está abierta. Entra rápido. Está agitada. Siente una puntada en el costado izquierdo, se agacha para que se le pase.
—Si corrés mucho te duele el bazo —dice Ángela.
Está envuelta en una toalla y le chorrea agua del pelo. Ana todavía está asustada pero no dice nada. La frescura que sale del cuerpo mojado de Ángela la reanima.
—¿Está llena? —dice.
—Falta poco.
La pileta es vieja y profunda, casi siempre musgosa. El resto de la casa es más vieja. Las habitaciones están lejos. Ana está en el borde de la pileta, rodeada de árboles con frutas y rosales embichados. El agua sale de una manguera azul, desde el motor de la bomba. Brota un chorro helado. Cuando se llene hasta rebalsar, el agua las tapará. Por ahora todavía hacen pie en la parte playa. El suelo es áspero.
Una escalera de hierro está enganchada al borde, Ana y su prima la levantan y logran sacarla, una se agarra un pie y la otra un dedo, pero no se quejan. La tiran al centro de la pileta. Tarda en hundirse y por fin, queda recostada en el fondo. Ángela se tira y cae entre el primero y el segundo escalón. Ana se demora. Mira alrededor y duda por primera vez en hacer lo que ha hecho diez, cien veces. Al fin, se tira de pie y cae abajo del chorro.
Ángela se concentra en mover la escalera. Los escalones son filosos. Tiene que aguantar la mayor cantidad de tiempo debajo del agua. La escalera oxidada es un submarino ruso. Ángela estuvo viendo en televisión submarinos rusos hundidos durante la guerra fría. Ella dice que no sabe qué es la guerra fría, pero que imagina un mar congelado. Saca la cabeza y mira el cielo sin nubes y las ramas de los sauces. Gira en el agua sin dejar de mirar el cielo y se deja llevar. Toca con los pies la escalera hundida. Ángela está en el agua helada del Mar del Norte, un mar que dice que inventó ella; enreda los pies en los caños y suelta el cuerpo. Entrecierra los ojos, la cara fuera del agua, los brazos relajados. Parece desmayada, o muerta. Se encuentra entre los hielos, sobreviviendo a un naufragio.
Ana está debajo del chorro. Mira el agujero por el que sale el agua. Las gotas tienen destellos de colores. De pronto se convierten en formas desagradables, casi horribles. Un berrido la sobresalta, un sonido ronco entre el motor de la bomba y el agua que cae.
—¿Qué fue eso?
Sin abrir los ojos ni cambiar de posición, Ángela dice:
—Es el chivo. Reemplaza al jardinero.
—¿Qué?
—El chivo se come el pasto de la quinta.
Otro berrido. Ana se asoma al borde. Su prima estira un brazo y alcanza el salvavidas. Es una cámara de camión. Se lo pone debajo de la cabeza. Espera ser rescatada. Hace un sonido de moribunda y Ana se apura, en el submarino ruso la necesitan. Tiene que buscar las patas de rana, pero sin escalera y con verdín en las paredes es difícil salir de la pileta. Cuando lo logra se sacude el agua de las orejas. Ve al chivo con bigotes de pasto entre los árboles. Le recuerda a alguien de la familia. Le da risa.
Hay tres higueras en fila junto al peral. El terreno va en bajada. A la derecha se levanta un tapial largo y torcido que parece que se va a caer en cualquier momento y que tiene la única puerta para entrar a la quinta. Ana ve la puerta abierta. Ella siempre se acuerda de dejarla cerrada. Es el único cuidado que tiene.
Ángela está quieta, en posición de náufraga esperando auxilio, con los ojos abiertos. Se miran y sonríen. Ana se apura y entra en el galpón. Las patas de rana están entre la azada y el rastrillo. Encuentra un snorkel. Sale y corre para zambullirse. En el borde, se frena. Debajo del peral hay alguien. Tiene un sombrero y un saco. Está tan asustada que puede oír los latidos de su corazón. Se acomoda la malla y entra despacio en la pileta. Toma aire y se hunde. Agarra a Ángela del brazo por debajo del agua y se lleva el índice a la boca. Ángela se sumerge y las dos salen por el agujero del salvavidas. Ana susurra:
—Hay un hombre.
Ángela quiere ver. Forcejean y se asoma. Baja rápido la cabeza y hablan debajo del agua. Salen y permanecen juntas, inmóviles, dentro del salvavidas. Acalambradas. Ana dice que no debieron desobedecer y las dos hacen promesas a los santos de la siesta.
Susurran:
—¿Robaste?
—A las tías, del monedero.
—…
—Compramos cosas.
—No me acuerdo.
—¿Mentiste?
—Nunca.
—Mentira.
—Bueno, dos veces, por necesidad.
—Mentiras blancas.—Mentiras blancas.

* * * * *

Las chicharras anuncian más calor. Algunos pájaros agitan las alas. Un berrido del chivo. El motor que ronca. El chorro de agua.
—No nadaremos de noche sin pedir permiso.
—Desnudas.
—No escribiremos asquerosidades en las paredes.
—No eructaremos ni formaremos frases con eructos.
—Ni fumaremos zarzaparrilla.

* * * * *

Escuchan un zumbido. Un enjambre de avispas sale de un árbol y pasa por encima de ellas. Toman aire y se sumergen. Hablan por señas debajo del agua. Salen con los ojos enrojecidos por el agujero del salvavidas. Se acercan al borde y espían. Debajo del peral, una mano espanta a las avispas que se arremolinan en el sombrero.
—No hay que tocarse las partes del cuerpo.
—Tampoco espiar a los que van al baño. Ni a los varones cuando se descambian.
—No hay que meterse los dedos en los agujeros del cuerpo.
—Y olérselos.
—Comemos golosinas como cerdas.
—Eso es gula.
—Una vez tomamos cerveza.
—Siempre tomamos vino.
Hacen silencio. Levantan las narices hacia el cielo. Una nube solitaria tapa el sol.
Una sombra cae sobre sus cabezas unidas adentro del círculo de goma. Se agarran de la mano por debajo del agua. Ya no hacen pie. Se miran. Tienen los labios morados y los dedos con arrugas. Dos chimangos vuelan sobre ellas y detrás unas mariposas que se pierden en el sol.

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