2 de noviembre de 2025
Diego Angelino nació en la provincia de Entre Ríos en 1944 y a los 20 años se radicó en la Patagonia. Publicó entre otros libros las novelas Recordando en el viento (1983), El bumerang vuelve al cazador (finalista del Premio Herralde, 2014) y Al país de las guerras (2019) y los libros de cuentos Con otro sol (premio La Nación, 1974), Escrituras (2011) y Cuentos completos (2025).

La primera vez que escuchó gritos al otro lado del tapial él andaba hurgando en los fondos de su casa, detrás del gallinero, entre los altos pastos. Nadie llegaba hasta allí, ni sus hermanos ni sus padres, porque los pastos eran un hervidero de bichos colorados pequeños, invisibles, que uno advertía después cuando aparecían las ronchas y la picazón era insoportable. Ese era el precio que había que pagar por la soledad, por los descubrimientos que día a día le brindaba la soledad de la fronda. Ahí estaban las arañas plateadas que tejían su tela entre una rama y otra; había que agacharse para pasar y no romper esos hilos finísimos, esa red imposible que sólo a contraluz se destacaba y en cuyo centro la araña parecía suspendida en el aire. Le gustaba mirarlas, verlas en su aparente letargo, en su paciencia infinita, inconmovibles a otra cosa que no fuera la espera. Tarde o temprano –parecía decir la araña– caerán los seres alados, los seres libres, perdidos en su propia soberbia. A veces él daba un manotazo en el aire y apuraba el destino de una mosca. Era bueno ver cómo se debatía, cómo lo inexorable hacía sentir su peso.
Los gritos venían del otro lado del tapial, algo apagados por los ruidos de la calle, algo distintos a las voces despreocupadas de los transeúntes. Inútilmente se estiró tratando de alcanzar el borde del tapial. Después no escuchó más gritos y volvió a los pastos. Las caravanas de hormigas avanzaban incansables por los ocultos e intrincados caminos.
Unos días más tarde volvió a sentir los gritos; los quejidos, más bien, porque un quejido es inconfundible entre todas las voces. Desde la casa de Paunero llegaban quejidos, se dijo satisfecho. Era importante descubrir las cosas, develarlas. Un quejido no es lo mismo que un grito. Paunero vivía solitario y hosco, ocultando al mundo el muñón de su brazo. No es que sintiera pudor, pero nadie se corta el brazo con una sierra de carnicería. Él había tropezado y caído con toda la torpeza de su cuerpo presionando sobre el brazo. Dicen que en un gesto de infinito desprecio había tomado la mano ensangrentada y la había tirado sobre la balanza. Posiblemente no era verdad. Lo único cierto es que desde entonces Paunero sintió rabia, y se aisló del mundo.
Y si Paunero vivía solo –se dijo, irguiéndose sobre los pastos–, ¿de dónde venían los quejidos? Recorrió el tapial de arriba abajo hasta encontrar un ladrillo cuyas junturas de barro estaban semicarcomidas por los años. Después hurgó entre los yuyos, olvidado de las hormigas y los bichos. Descubrió el alambre cuando lo llamaban a comer, de modo que lo único que pudo hacer fue clavar el alambre como seña. Supo que esa tarde la escuela se le haría insoportable. De todos modos, mañana tendría todo el día por delante…
Terminó de aflojar el ladrillo pero no lo sacó sino que se quedó parado, escuchando. No escuchó otra cosa que el cloqueo de las gallinas semialetargadas por la pesadez de la siesta. La siesta es la hora de menos ruidos pero cuando más suenan, se dijo una vez más. La siesta tiene menos ruidos que la noche, volvió a repetirse. Tenía el ladrillo aferrado, demorándose. Esperaba los quejidos porque sin los quejidos todo se parecía más bien a un trabajo inútil. Y sin embargo no podía seguir esperando toda la tarde. Sacó el ladrillo y recién después de ponerlo cuidadosamente en el suelo, se dispuso a mirar.
Del otro lado no había nada. Es decir, estaba la huerta, cuidada con el esmero de un solitario. Y nada más, nada que alimentara el misterio. Y enfrente, más allá, otro tapial como este, igual a este. Volvió a colocar el ladrillo con cuidado, disimulando el desconcierto.
La tercera vez que escuchó los quejidos, ya prácticamente los había olvidado. Le costó encontrar el ladrillo, esa ventana oculta. Esta vez tuvo menos cuidado y lo arrojó a los pies, arriesgando golpearse.
En un primer vistazo no vio más que la huerta, los canteros prolijos que verdeaban en toda la extensión del patio. No tardó en asombrarse; ahí nomás enfrente suyo, confundido contra el otro muro de ladrillos, estaba Paunero doblado sobre su altura, espiando. Entonces –se dijo, comprendiendo por fin– los quejidos vienen de la casa de Altuna, es la mujer de Altuna la que grita con ese quejido lastimoso. Y pese a que el misterio había sido develado, ya que todos sabían cómo trataba Altuna a su mujer, había algo en la escena que lo fascinaba: él estaba viendo cómo alguien veía algo. Él estaba descubriendo cómo se puede descubrir algo a través de alguien. Porque cualquier puede ver algo, pero eso no es todo: hay que ser capaz de imaginarlo. Eso era lo que descubría. Muchos años más tarde recordaría esa escena y escribiría que todos estamos viendo la vida a través de un agujero en el muro; pero hay otros que ven, por así decir, desde la distancia, con una óptica más abarcadora. Esa era la lección que le había dado la vida y la elección que él había tomado: tratar de ver desde más lejos. Aprender a mirar desde lejos.
Había algo más. Y era que si bien Paunero estaba ahí estático, como recortado contra el muro, y los quejidos llegaban unos iguales a otros en una monotonía lastimera, sin embargo algo estaba sucediendo. Como si algo se hubiera echado a rodar, un carro desbocado por ejemplo, y ahora ya no pararía hasta resquebrajarse. Eso se podía adivinar viéndolo a Paunero amenazar el aire con su muñón grotesco. Se podía saber escuchando los quejidos de la mujer de Altuna. Algo no había terminado de pasar, él lo sabía.
Y sin embargo, era difícil que su madre –que nadie– comprendiera. De manera que él aguantó el sermón, admitiendo a regañadientes que no está bien espiar hacia otra casa –hacia otro mundo, decía su madre–, sabiendo no obstante que su madre se equivocaba, porque ahí nomás al lado de ellos estaba sucediendo algo, iba a suceder algo que ni sus padres ni sus hermanos podían imaginar. Ni Paunero, tal vez. Ni los mismos Altuna. Él sabía porque estaba viendo desde este lado de la tapia. Y sabía también que nadie escucharía, porque había descubierto que no importaba lo que se dice sino quién lo dice. Y él era apenas un niño. De manera que a regañadientes preparó barro y colocó el ladrillo como estaba antes, prometiendo no volver a sacarlo.
Ese día se quedó rezagado en el patio, inventando algún juego pero en realidad atendiendo a los quejidos que él sabía no tardarán en volver; algo le decía que el carro estaba a punto de estrellarse. Y fue esa misma tarde, mientras él andaba como auscultando el aire, cuando de pronto estallaron los quejidos como alaridos incontenibles, y todavía por encima la voz bronca y hosca de Paunero que por fin gritaba.
–¡Por qué no le pega a un hombre!
Él se echó a correr. Ni por un momento se le cruzó sacar el ladrillo nuevamente, no tanto porque lo había prometido, sino más bien porque ya no tenía sentido. Atravesó el patio todo lo rápido que le permitieron sus pequeñas piernas, atropelló sillas en la galería, ignoró retos de estupor y de asombro. Ya en la vereda, vio claramente el rebencazo que cruzaba la cara de Paunero, y alcanzó a ver, apretujado por sus hermanos que ahora llegaban en tumulto, cómo Altuna era alzado en el aire, suspendido en el aire sobre el mango de la cuchilla de carnicería. Y vio también por último cómo la mujer de Altuna caminaba llorando, sosteniendo con su escuálido cuerpo el tambaleo moribundo de su marido, sobre cuyos ojos asombrados ya rondaba la muerte.
Al poco rato, sobre el lugar no había quedado más que una mancha oscura, sin duda pringosa hasta para las moscar. Él se acercó a la mancha, mientras sus hermanos hacían corrillos con los demás vecinos. Más allá de su brillo, había algo en la mancha que lo atraía irresistiblemente. Es el olor, se dijo. Eso es, la sangre humana tiene olor. Un olor raro, indefinible. Un olor único, pensó repasando infinitos olores. ¡Un olor a guayabas maduras!
Esa noche, mientras cenaban, sus hermanos contaron a su padre, atropelladamente, los pormenores de la pelea. Cómo había cruzado el rebencazo sobre la cara, cómo la mano de Paunero había cortado el aire de abajo hacia arriba, cómo las cosas habían sucedido realmente. Todos hablaban y atendían al unísono, menos él. Permanecía silencioso, como si la pelea no le interesara. Como si no le hubiera interesado nunca. De pronto dijo:
–Papá…
–¿Sí?
–La sangre tiene olor.
–¿Cómo es eso, a ver?
Hubo un silencio, expectante.
–Que tiene olor, la sangre.
–¿Olor a qué?
Él aguardó un momento, recorrió los rostros, descubrió algunas muecas socarronas.
–Y… a sangre, nomás.
La mesa entera estalló en una larga carcajada. Él levantó la cabeza y también comenzó a reírse.
