Cuento | Por María Martoccia

Las promesas

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María Martoccia (Buenos Aires, 1957) publicó entre otros libros Caravana (cuentos, 1996), Sierra padre (novela, 2006), Enemigos de la lluvia (cuentos, 2015) y La mujer sin razón (novela, 2022).

No puedo creer que no te acuerdes de ellos, mamá. Los viste mil veces cuando venías a visitarme. Mugrientos, borrachos, siempre juntos, caminaban por el pueblo llevando patos de un lado a otro. Los llamaban «Los Pimpinela» porque se peleaban a los gritos y delante de todo el mundo en la plaza de Huerta Grande. Invierno y verano. Diana era una vieja con cara de comadreja y el pelo teñido de muchos colores. Se reía sin dientes y tenía la piel como un cuero y las manos de un herrero. Vos me dijiste eso de las manos, estoy segura. Y también me dijiste que sus cuatro hijas eran tan lindas que hacía que uno se preguntara si alguna vez Diana había sido también linda o tenía el destino de encontrarse siempre con hombres buenos mozos para tener hijos. Juancho era mucho menor que Diana, veinte años por lo menos. Morocho, de ojos verdes nublados por el alcohol, y andar gatuno. Orgulloso, declaraba: «Yo, antes de volver a la cárcel, me mato». ¿Nunca te conté? Debo habértelo contado. Cuando decía que no volvía a la cárcel te daba miedo, te juro, daba a entender que había pasado algo espantoso sin siquiera darte una pista de qué había pasado. Capaz que lo viste a él solo, pero no creo, día y noche andaban juntos. Todos en el pueblo los conocíamos y sabíamos lo que hacían. Ni se molestaban en ocultarlo. Porque, además de pelearse y emborracharse como dos energúmenos, Juancho y Diana le robaban a los turistas y la policía no se daba por enterada. Sí, te conté que el comisario recibía mensualmente un par de patos faenados, la otra actividad productiva de los dos. «Comemos huevos de pato, alas de pato, pechugas de pato, hígado de pato». «Callate, turra, que te vi hablar con la cana». «Mentira, ¿qué decís, hijo de puta?». Y la pelea crecía; sin golpes, sentados uno frente al otro, se insultaban. Estaban horas. Cuando se cansaban de estar sentados o de verse las caras, caían al piso y, mirando el cielo, seguían. Juancho, por ejemplo, clavaba los ojos en una de esas nubes grises y cargadas, esas que seguro traen piedra, y decía: «Sos una tremenda yegua, vos tenés plata escondida y cuando la encuentre…». O Diana miraba la primera estrella, luminosa, lejana, desparramando su luz de diamante perdido en un telón negro, y declaraba: «Yo sé que fuiste vos, pedazo de mierda, quien le dijo a la Elvira que…». Los debés haber visto en el verano, mamá, cuando estaban las hijas, por eso me dijiste eso de que Diana o había sido muy linda de joven, o solo tenía hijos con hombres lindos. Algo así. Sí, en verano, cuando las hijas de Diana revoloteaban a su alrededor como mariposas y, en algún momento de distracción, le metían la mano en el bolsillo a su madre y salían corriendo a buscar una cerveza. Se decía que la menor era hija de Juancho pero las cuentas no me dan. Vaya a saber. Y también se dicen algunas cosas buenas de Juancho y de Diana, no te creas que todo es malo. Sí, como cualquiera. Ser ladrón, ser borracho, ser un buchón o violento no quita que también tengas buenos sentimientos, ¿no? Un suizo que vive cerca del camping municipal con su mujer y su hijo se hizo amigo de Juancho y Diana y los llevaba siempre en la camioneta al pueblo, a la chacra con sus patos gordos y a La Falda cuando hacían trámites, por lo general en la comisaría, por alguna denuncia. Y el suizo y su mujer, los defendían a muerte, contaban que una vez Juancho le había devuelto a su nene de cinco años un billete que se le cayó en el tobogán y no sé si una campera y algo más, un reloj, creo. Me dirás que una golondrina no hace verano. Pero las vidas están hechas de muchas «golondrinas», ¿no te parece? Sí, también se contaban otras cosas. Que la mujer del suizo le dijo a Juancho: «Sos el buen ladrón» y que él la miró con una mirada verde de hacha filosa y terminaron revolcándose en la playa del Saladito. No es nada raro por acá, ya lo sabés. Parejas cruzadas. Diana adoraba al suizo y se ponía contenta cuando él la llamaba «Daiana», pensaba que era un trato especial, no que el hombre pronunciaba mal. Sí, había un trato especial entre ellos, ahora que lo pienso. ¿Viste que escribir las cosas te hace darte cuenta realmente de lo que pasó? Vos siempre me lo dijiste: «Escribí y lo vas a entender». Porque el suizo y Diana fumaban porro y se bañaban en el río. Entonces, a ella empezaron a llamarla «lady Di», aunque lady Di no era suiza, ya sé, pero eso acá no importa, sos de «Allá» y listo, y señalaban la camioneta cuando iban juntos al río. Habrán sido felices, la mujer con Juancho y el suizo con la vieja cara de comadreja. ¿Qué tiene de malo? Bueno, todo eso ya se terminó, mamá. Por eso te escribo: para contarte que por muy raro que parezca, siento un nudo en la garganta cuando hablo de ellos, «Los Pimpinela». Y eso que apenas los conocí. Juancho murió primero, hace un mes, un coma diabético. Los patos se escaparon y la semana pasada, Diana se metió en el monte y hoy la encontraron muerta. Los perros le comieron los brazos. Hace años me había asegurado: «Yo no muero en un hospital». Y Juancho y Diana cumplieron las promesas: Juancho no volvió a la cárcel y Diana murió en el monte. Qué tristeza me da contarte todo esto, mamá.

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