Cuento | Por Claudia Aboaf

Los perros callan

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Claudia Aboaf nació en Buenos Aires y actualmente vive en Tigre. Escritora y docente de extensión en la Universidad Nacional de las Artes, es autora de las novelas Medio grado de libertad (2003), Pichonas (2014), El Rey del Agua (2016) y El ojo y la flor ( 2019). Astrología y literatura. Diálogos cósmicos. Borges-Xul Solar, Pizarnik-S. Ocampo (2022) es su primer ensayo experimental. Colabora con artículos ecofeministas y socioambientales en medios nacionales e internacionales.

Los animales comienzan a dormir, los pájaros lo hacen juntos en árboles bajos. Andrea sale de la casa palafito y da pasos curtidos bajo la luna empañada, pasos muy distintos a los inciertos de su llegada a la isla. Lleva puestas las botas de lluvia que reflejan la luz blanca. Caminar en lo oscuro se ha vuelto un desafío secreto. Planea, por lo menos, conocer esta noche algunos otros senderos.

Siente la cobertura de la naturaleza. Luego de cien metros, en vez de ir hacia el Paraná –allí donde los sauces, con las ramas elásticas, copian el aire que corre libre en la anchura ventosa–, elige subir a un albardón que contiene las crecidas del río y camina bajo una línea de cipreses de los pantanos. Las raíces sobresalen y respiran cuando el agua sube, salvándose así del ahogo. Algunas parecen pequeños grupos de peregrinos que debe sortear.

Nunca se había aventurado en esa dirección. Avanza despacio para no tropezar con las raíces pulidas; sigue el perfil de los árboles. Se detiene ante una fractura en la tierra blanda que fue antes una sola e inmensa isla. Sus bordes en zigzag se ven como un sismo en el asfalto, pero son bordes horadados por la insistencia de las lanchas. Para atravesarlo, hay un puente de madera verdinegra que le deja el aliento suspendido: se ve resbaladizo e inclinado, angosto como para un pie después del otro, con una tabla que muestra algunos clavos, dientes que apuntan hacia arriba. Pero esa raja en la isla, calcula, no es tan ancha. No confía en sus botas resbaladizas, pero confía en sus pasos firmes. Tiene una cómoda vista del río en esa noche clara.

Del otro lado –ya en otro distinto a pesar de ser una única masa de barro de la isla– pisa un pasto corto que forma un cuadrado. Es un pequeño parque en medio de la selva blanca. Hay una vivienda precaria, justo para una o dos habitaciones. Avanza, quiere estar donde nunca estuvo, atreverse a dejar su marca para luego mirar todo con más calma. Descubre una casilla rodeada de trastos, iluminada por una bombilla manchada de insectos. Bajo la luz amarillenta hay un enorme conejo de felpa rosa descolorido de la altura de dos personas, con el cuerpo relleno y las orejas caídas, sentado contra una de las paredes de metal acanalado. Un peluche que solo podría estar en una famosa juguetería de una capital del mundo rico.

Andrea siente la falta del suelo bajo sus pies, ha traspasado la frontera de los sueños. Pero el conejo está ahí, expulsado de los juegos. Su aspecto meloso y gigante la atrae y la conmueve. Decide rescatarlo de la intemperie –a pesar de la majestuosidad de su tamaño parece liviano– y salvarlo de ese destino en el que algunas partes de su cuerpo ya parecen deshacerse.

–No olvidemos que las personas queremos alcanzar algo –dice Andrea en voz alta para darse ánimo. Concluye que lleva meses deambulando sin rumbo y, estrechar ese cuerpo prominente –aunque su relleno sea un misterio–, manchado y húmedo, con brazos que no tienen dedos, es atrapar algo grandioso. Ahora teme que al tocarlo se le disuelva entre las manos. 

En cuanto pisa el parque se enciende la luz de la casa y sale un hombre armado. Parece borracho. Andrea corre hasta pegar la espalda contra la panza blanda del conejo sensacional, pero el hombre le advierte con voz pastosa que se aleje mientras apunta con la escopeta. Le parece raro que lo deje afuera y que a la vez lo defienda, y cuando comienza a alzarlo –a pesar de la amenaza ya siente la suavidad de la gran cabeza que acaricia la suya con las orejas–, dos perros de patas cortas se acercan ladrando. Uno le muerde la botamanga, la sacude cruzando los dientes. El hombre ha dejado la custodia a sus cuzcos y baja el arma.

Nadie conoce mejor que el propietario sus árboles, su casa y sus trastos entre los que desechó al conejo, pero de sus hombros cae un cansancio junto con un bostezo que ella aprovecha. Aunque en esa noche todo parezca de la materia de los sueños el perro no la suelta, Andrea lo patea, se zafa y corre haciendo equilibrio con el gigante sobre sus espaldas. Alcanza el puente. 

La luna se ha desempañado y brilla fuerte sobre la humedad de la madera, es un halo blanco que se alarga sobre el puente desparejo, hinchado de agua. Mientras lo cruza, siguiendo la señal de la luna, se siente de nuevo una recién llegada y se tambalea, pero ve el contorno del peluche reflejado en el arroyo que aumenta su propio tamaño: carga un conejo sensacional en sus espaldas. Llega agitada a la casa, cierra la puerta, asegura los postigos. La niebla vuelve y los perros callan.

El conejo no la deja dormir. Lo ha puesto sobre la cama. Lo observa atenta como si fuera a darle algún mensaje, o al menos las gracias. Pasan las horas largas en la oscuridad de la casa. Finalmente, es Andrea quien le habla:

–Tal vez este sea un lugar para vivir, para tenerse y cuidarse con agua.

Abre una de las ventanas y su cara está como en el cielo; se abre a los sonidos del Delta: suaves chasquidos del río, pájaros que se revuelven nocturnos en las plantas, ligeros vaivenes de las ramas de los sauces aliados del viento. Andrea se desnuda, empuja el conejo para hacerse lugar en la cama y le acomoda una oreja a modo de almohada. Allí descansa.

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