Cuento | Por Magalí Etchebarne

Madres invisibles

Tiempo de lectura: ...
Magalí Etchebarne

Magalí Etchebarne nació en Buenos Aires en 1983. Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires y trabaja como editora. Publicó relatos en revistas literarias y antologías, el libro de cuentos Los mejores días (2017) y el libro de poemas Cómo cocinar un lobo (2023). Su libro de cuentos La vida por delante obtuvo este año el Premio Ribera del Duero y acaba de ser publicado en España.

Egham, 25 de febrero de 1891

Querida amiga,
Por fin un rato de soledad para escribirte. No tengo tiempo para nada, ningún espacio me pertenece. Me gustaría escribirte todos los días, a la mañana, a la tarde, a la noche. Enviarte noticias más seguido. Tener imaginación y escribir historias que invento, pero apenas puedo contar lo que veo: la forma en la que aprendió a sonreír este niño, cómo me fastidian los fantasmas de esta casa, cuánto extraño a mi padre, la alegría que experimenté en un festejo y cómo crece el abedul que plantamos juntas.

No sé cuándo te volveré a ver, así que te hago llegar la foto de mi primogénito. Espero que notes sus ojos grandes y su pelo durazno. No salgo de mi estupor ante este invento maravilloso. Ahí detrás estoy yo, escondida bajo una alfombra. ¿No te resulta asombroso? Es lo más novedoso que vi en mucho tiempo. Es casi imposible tener quieto a un bebé, así que diseñaron este truco que te mantiene escondida, pero sosteniéndolo. ¡Las modas nos pasan por encima! Pero las personas como yo nunca se ponen de moda… Antes, se usaba la melancolía, ahora se usa ser valiente.

Hace varios días que no salgo de esta casa. Miro por la ventana y solo veo tres ramas que amanecen blancas por la helada. «Hace frío», «qué frío hace», «¡está helando!». Nadie anuncia nada nuevo cuando cruza la puerta de entrada. Pero esta foto la tomaron en el verano. La odisea nos llevó dos días: salimos de casa bien temprano y caminamos hasta la estación. Tomamos el tren hacia Londres y después diez minutos a pie hasta la tienda del fotógrafo. La ciudad me impresionó, y a la noche soñé con jirafas en llamas. Te podría haber avisado antes del viaje, pero estuvo organizado con apuro y embrutecida como estoy por tantos trastos. ¡Tendrías que ver lo que es viajar con un niño por la calle!, solo el tren lo calma. Gregorio dice que eso se debe a que es un niño del futuro, que está en su sangre el gusto por la velocidad y lo efímero.

Lamento decirte esto ahora que estás esperando a tu propio hijo, pero los bebés no se ajustan a nuestros planes, cada día es una sorpresa y no me puedo comprometer a ninguna invitación.

Tomé el riesgo de darle esta carta a Gregorio para que te la alcance. Fue hasta la ciudad para vender dos dientes de oro que le dejó su padre. En realidad, se los dio su hermano antes de prepararlo para el entierro. Primero dijo que los iba a guardar, pero hace unos días alguien que no soy yo lo convenció con la promesa del dinero. Gregorio está raro, perturbado, leyó que una mujer en América usó pantalones para trepar montañas.

Pero lo que importa ahora es mi niño, precioso, regordete, tan suave que me perturba. Miro sus ojos tan nuevos y me pregunto si alguna vez yo fui así de pequeña. Me pregunto en tu caso, ¿cómo habrás sido?, ¿habrás nacido con ese encanto?

Pero si llegaste a leer hasta acá, puedo revelarte la verdadera intención de mi carta. Querida, me pregunto de noche, cuando se apaga la luz y me quedo sola con mi alma, ¿cómo un dolor tan grande puede entrar en una vida tan insignificante?

Todavía me acuerdo de nuestra última tarde caminando por Virginia Lake. Era otoño, habíamos salido a caminar y pasamos por el cementerio, el correo, y luego alguien nos dijo que cerca del bosque un hombre había sido atacado por un lobo. Encontraron sus manos tiradas en la calle y una oreja entre unos árboles. Te sobresaltaste y me diste la mano. Tenías miedo de ir hasta el lago, pero te convencí de que nada malo nos podía pasar si nos quedábamos cerca.

Vimos familias paseando con sus hijos y nos preguntamos si alguna vez tendríamos los propios. Creo que al final lo deseabas mucho más que yo. En cambio, ahora a veces me pregunto ¿es este bebé mi única suerte? Mi madre decía que yo había nacido en el año de la desgracia, y que a mi inteligencia se la había comido un sapo. Ahora la entiendo… 

Mi querida, me gustaría enviarte esperanza. Decirte que los días florecerán, que nos esperan muchos veranos juntas, con la melodía de las promesas. Pero cuando regrese el calor habrás sido madre, y estarás muy ocupada. Encontrar la que una fue después de tener un hijo es como querer volver a usar un vestido de cuando fuimos niñas. Nadie nos avisó de este embrujo. Me llevarían presa si dijera en voz alta lo que haría con él cuando es de noche y no se calma. 

Pero ¿sabés qué?, mirando la fotografía que te envío, me doy cuenta de que es el único y el mejor retrato que nadie me ha hecho nunca. A veces leo esos poemas que me dejaste escritos entre los libros, y en una postal que me enviaste. Busco una respuesta entre tus palabras, pero nada me alcanza para saber si me quisiste tanto como yo esa tarde.

Cuando nos alejábamos te escuché recitar, «si viviera sola estaría muy pendiente de la poesía». Creo que yo también lo haría. Aunque creo que soy más sencilla. Si viviera sola, si alguien me diera la posibilidad de viajar muy lejos y dejarlo todo y estar sola, sola conmigo, haría arder todo lo que tengo y me regalaron. Entraría al mar para juntar caracoles. Después, los uniría uno junto al otro hasta formar un tejido, una manta inmensa, como una alfombra. Sería el mejor regalo que podría darte: un tesoro hecho con mis manos y escondido entre sus pliegues guardaría dos pasajes. Uno para cada una hacia un destino salvaje. 

Deseando que sigas siendo la de siempre, M.

Estás leyendo:

Cuento Por Magalí Etchebarne

Madres invisibles