18 de marzo de 2025
Pablo Ottonello (Buenos Aires, 1983) es escritor, guionista y crítico literario. Publicó Quiero ser artista (2015), El verano de los peces muertos (2017), Veteranos de la guerra del día (2018), El vello álmico (2019), La breve luz de nuestros días (2020), Satisfaction (2021) y Match (2023).

Nací inspirado. Pude darme el lujo de prescindir del mito de la inspiración. No es poca cosa lo que estoy diciendo. En mi caso me dirigí a las Musas, con M, para que me dejaran en paz. Vacaciones, letargo. La literatura es una rama de la música. A veces hace falta escribir y a veces hace falta silencio. Me referí a esto varias veces como «períodos de latencia». ¿Dónde quedaron esos escritos teóricos? Los perdí de vista hace años.
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Como una alameda que soporta, plegándose, las tempestades de la ambivalencia, la primera novela aceptable analiza, refuta y reformula sus propias consignas, siguiendo una estricta política de flexibilidad.
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Es objetivamente más fácil escribir una entrada de diario que una novela. ¿Hace falta discutirlo? Cualquiera que haya escrito en ambos formatos sabe que tengo razón. La novela exige cierto diseño. Por más moderna que sea, suele tener personajes, transcurre en un espacio, cuenta algo. El diario es menos exigente: relleno sanitario. Pero no le niego virtudes. Como las viejas de agua, que comen la mierda de los peces coloridos del acuario, o como los hongos, que crecen en las paredes, sin tierra ni luz, el diario siempre encuentra de qué alimentarse.
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Si me toca ser el fundador de una literatura blandengue y no áurea (de cobre, o aluminio, o de charol), daré a ese destino mis mejores horas. ¿La primera novela aceptable es un manual de autoayuda? Género-camalote: todo lo abraza con amor y democracia.
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Las frases que son fruto de la excitación, esa ligera crisis de las energías cerebrales, casi nunca sirven para nada. Pero irrumpen, brotan. Con ícara soberbia exigen que se las anote en alguna parte. ¿Por qué obedezco? Nunca se pierde del todo la ilusión de la frase perfecta. Son, como intento decir, meros reflejos nerviosos. Electricidad mal administrada. Por las dudas, porque nunca se sabe, anoto igual: a veces a mano en la libreta chica, a veces en el celular. Sobre cualquier superficie.
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Pasado cierto tiempo –tengo cuarenta y dos años– confirmo que existe cierta opaca felicidad en haberme dedicado a algo tan inútil como la literatura. Sobre todo, como es mi caso, cuando buena parte de lo que escribo son estas opacas joyas de plástico difíciles de compilar.
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El escritor de diarios «sufre». No puede escribir su «obra». Entonces abre el cuaderno –o el Word, o el Scrivener, o el teléfono– y se entrega a la lírica de la queja. La evacuación es siempre placentera. Por el mismo motivo hasta los terapeutas más incompetentes tienen problemas de agenda. En seguida el diarista se siente mejor. No cumplió con su objetivo –la obra que se escapa, o se demora, o se desvanece–, pero al menos dejó registro. El engaño es que el diario no es la novela, ni la obra de teatro, ni el poema, ni el ensayo, ni el cuento. Ni la vida.
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Doy a conocer –muy humildemente– la primera novela hiperactiva de la literatura argentina. Por sus condiciones de producción (se escribe en todas partes, a toda hora, sin excusas) no se afinca en tópicos, no echa raíces, no se detiene. Si se moviera más lento, si de pronto reposara, correría peligro de tratar sobre algo.
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Si uno espera demasiado sin escribir la «impresión», o el
«impulso», se pierde. (Detesto las comillas, pero a veces sirven). A la vez, si se escribe en seguida –como una cámara de seguridad–, es posible que se gane frescura y se pierda espesor. Escribir es un oficio jodido.
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El diario sufre estrabismo. Tiene un ojo sobre sí mismo, hacia dentro, concentrado en su propia fabricación. Casi todos los diarios –si en el fondo se aman– hablan de sí mismos: de cómo se escriben. Y un ojo hacia afuera: desviado, peregrino y deseante. El ojo que vigila el fracaso. Aquello que no hacemos, que se nos escapa, que está siempre lejos. ¿Cuándo volverá la novela que se atascó? ¿Por qué me abandonan las ganas de escribir, dicen todos los diarios? No me sale lo que quiero que me salga. Sale esto, cuya apariencia es menor, imperfecta y amorfa. Mientras, echa músculo, crece hasta la hipertrofia. Pizarnik, por ejemplo. ¿Por qué no puedo escribir una novela? Mil páginas de prosa diciendo lo mismo. El diario es el diario y también la novela del diario.
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Pensé separar las secciones de este capítulo con números romanos: más elegantes. Pero asteriscos son un objeto tipográfico más feliz. También son peligrosos. Temo, como siempre que tomo carrera, que esto se bifurque demasiado y se frustren las pretensiones de brevedad. Prometí algo corto. El fragmento es seductor, sobre todo en nuestra época del déficit atencional y la dispersión, pero hay que saber usarlo. Ya me conozco. Empiezo a emitir párrafos –esos diáfanos bocados– y cuando quiero acordarme acumulé ciento quince páginas. ¿Por qué me cuesta la síntesis? Respuesta: el diario alarga la prosa. No hay otra explicación. ¿Y si pongo un límite máximo? ¿Tres mil quinientas palabras? ¿Y amputo el documento, sin dar explicaciones, en mitad de una frase, cuando alcance el tope?
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El diario es trampa y salvación. Una trampa porque está siempre dispuesto a recibirte, porque no discrimina, porque le gustan los manoseos. Tiene el sí fácil. Siempre se puede abrir el Word, o la libreta, para declararse la guerra a uno mismo. O al mundo. Los diarios siempre se quejan. Hacen acopio de fracaso. El diario es insoportable. Habla del amante silencioso (¿por qué no responde, por qué?), envidia la consagración ajena, describe aprietos financieros y se queja de la injusticia editorial (¿por qué no me publican?). Sin plata para puchos, Ribeyro –lo cuenta en La tentación del fracaso– remata sus libros en París. Se fuma su biblioteca.
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No estoy a salvo de las oscilaciones. Amo mi diario, odio mi diario, vuelvo a amarlo. Kafka también tiene sus días buenos. A veces se siente ácido para las grandes cosas. Pero le dura poco. Algo –siempre– se sale de fase y teme arrasar con todo. Entonces se siente incapaz. Lo declara: si sigo, arruino todo. Me intoxiqué, dice. Un virus recorre la prosa.
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El capítulo perfecto podría colocarse en cualquier lado. Es hidropónico: tiene raíces flotantes. A diferencia de la poesía, donde cada sonido tiene una ubicación específica, el capítulo perfecto de la primera novela aceptable es más parecido a un comodín. No dice nada, o casi nada, pero mantiene en funcionamiento las utopías, abona los helechos, y hace un aporte de existencia a un género –el de los experimentos– en peligro de extinción. Sobre todo en estos tiempos, tan violentos.
Sirve, también, como cierre.