Cuento | por Esteban Castromán

Pájaro embriagado de metal

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Esteban Castromán

Esteban Castromán es escritor, editor y productor cultural. Desde 2012 coordina Zona Futuro en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Dirige el laboratorio de contenidos originales en ReadingU Audiolibros y su estudio creativo Strom. Publicó, entre otros libros, Manual de supervivencia para el fin del mundo, Las rocas y las bestias, Bailar es revolución en la era del mal, La cuarta dimensión del signo y El alud; el último, Monte Silicia y el sonido del misterio, es su primera obra literaria dirigida a jóvenes lectores.

1.
Hasta segundos antes de la catástrofe, mi mundo era una red de diversas especies vegetales e imaginaba cómo sería una versión de mi propia existencia, si en vez estar envasada en un cuerpo humano fuera un organismo genéticamente alterado con xilema y floema donde viajaran nutrientes vitales y agua, pero también con una estructura psíquica capaz de timonear las inflexiones neuróticas.

2.
Hasta segundos antes de la catástrofe, estaba haciendo mi trabajo de jardinero en un enorme jardín repleto de variedades en cantidad. Más que un trabajo, para mí era un verdadero placer pasar el tiempo rodeado de plantas y flores. Pero no se trataba de un hobby porque de eso vivía. Aunque lo hubiera hecho gratis si el mundo tuviese una dentadura menos filosa a la hora de lanzarnos tarascones a los desclasados. 

3.
Hasta segundos antes de la catástrofe, una flotilla integrada por seis albañiles, tres pintores, cuatro carpinteros de aluminio, un gasista matriculado y un capataz se encargaban de construir cada centímetro cuadrado del caserón ubicado en el centro exacto del lote. Y todo alrededor, mi jardín, un extenso y hermoso ecosistema perimetral que debía acondicionar. 

Una digresión: entre los fundamentalistas ortodoxos del trabajo físico circulaba el rumor de que los jardineros éramos unos blandos. Quizá porque en general nuestras tareas requieren menor esfuerzo corporal en relación con otras labores y porque existía una fantasía de que nos la pasábamos cabalgando sobre desvaríos de la imaginación.

Nos llamaban «poetas».

Sostenían que nuestro quehacer facilitaba lapsos de tiempo extra para pensar, que nos abría espacios intermedios donde los relojes de la productividad capitalista se frenaban. Afirmaban que los jardineros estábamos cerca de la naturaleza y lejos de la máquina: para ellos la naturaleza se vinculaba con lo femenino y la máquina los retrotraía a cuerpos aguerridos, viriles, fortachones, irrespetuosos, básicos pero funcionales, con bidones de testosterona, con cuerpos industriales y sufrientes. Todos esos gremios nos consideraban los artistas del sector obrero.

4.
Hasta que irrumpió la catástrofe. De repente, sin previo aviso, como si un pájaro embriagado de metal hubiera perdido el rumbo despedazándose en pleno vuelo, desde el cielo cayó la mitad del fuselaje de un avión sobre la parte trasera de mi jardín junto a la pileta, muy cerca del futuro solarium que aún era un esqueleto. Los obreros dejamos de hacer lo que estábamos haciendo apenas escuchamos el impacto a pocos metros. También se escucharon explosiones al otro lado de la medianera, porque la mitad restante del avión parecía haberse desplomado en el lote lindero. Todos menos yo salieron corriendo de inmediato.

5.
Durante la catástrofe, me sorprendió el tamaño desmesurado que iba adquiriendo el cilindro metálico estrellado mientras me acercaba, pero más aún reconocer el inicio de la gravedad dramática apenas di la vuelta y llegué al otro lado. Herida del caos, un concierto de quejidos inspirados en el dolor, obreros extrayendo cuerpos del fuselaje para ubicarlos sobre el césped a cierta distancia prudente y muchos objetos desparramados: valijas, calzoncillos, residuos plásticos chamuscados, perfumes y cremas en potes, remeras negras de grupos heavy metal, marañas de cables enrulados con enchufes y fichas, bombachas de varias formas y tamaños, dos tablas de surf, camisas cuadriculadas, medias individuales perdidas, revistas de interés general, bastantes remeras de todos los talles y de todos los colores menos negro.

6.
Minutos después de la catástrofe el capataz interrumpió el desfile de estímulos visuales para darme una orden concreta: «Vos, pibe, entrás a la casa, agarrás el teléfono de línea y pedís ayuda, nosotros nos encargamos de los cuerpos, ¿queda clarito?». Al instante, ya me había teletransportado y estaba en el living, junto al aparato naranja, sobre un sillón demasiado confortable para el estado de cosas. Pero no supe a quién llamar. Por un enorme ventanal de aluminio y vidrio vi cómo la gravedad dramática del escenario exterior aumentaba en forma exponencial, al mismo ritmo que mi pánico torpe. Afuera, mucho fuego en zonas del fuselaje donde antes no había peligro y primeros indicios de fatiga en la voluntad de los obreros rescatistas. Adentro, un bonsai de mí mismo, congelado y achicharrado, temblando sin poder hacer nada. Hasta que sonó el teléfono, atendí, era el dueño de la casa, quien nos había contratado para trabajar, y me dijo cosas que no me gustaron. Entonces colgué el tubo y salí corriendo de la casa para advertirles a los demás que una nueva catástrofe estaba por llegar.

7.
Segundos antes de la nueva catástrofe, corría en diagonal desde la casa hasta la pileta y vi, al otro lado del alambrado perimetral del lote, cómo venían camionetas negras con vidrios negros y hombres gigantes de trajes negros con anteojos negros. La gravedad dramática ya estaba por todos lados: un rizoma contaminado embichando cualquier intento de escape colectivo. No pude avisarle a nadie. Nadie a mí tampoco me dijo nada. Al parecer, aquel instinto de supervivencia mamífero individualista perdía relevancia frente al caos. Hasta que los humanos perdieron contacto entre sí.

8.
Durante la nueva catástrofe, logré escabullirme en modo vegetal. Reptar sobre la grama bahiana. Búsqueda rastrera de un escondite sin depredadores ni peligros. Hubiera sido imposible llegar ileso hasta acá sin el sincretismo diplomático entre lo animal y lo vegetal, atravesar tantos metros así, como si fuera una existencia sin cuerpo o un cuerpo de materialidad etérea, sin la cooperación psicomágica de las plantas.

9.
Segundos después de la nueva catástrofe, ahora mismo, estoy agazapado entre ramas cilíndricas y pilosas pertenecientes al ligustrum sinense que circunda el lote, viendo el núcleo de la tragedia desde una platea VIP panorámica. La ilusión del espectáculo se suspende cuando empieza una balacera desde las camionetas negras y varios obreros rescatistas corren mientras otros caen y el fragmento de cilindro metálico que se había estrellado en mi jardín ya está todo prendido fuego y muchas sombras serpentean por ahí sin sus dueños a plena luz del día y me agazapo lo más que puedo y cierro los ojos tan tan fuerte para ser invisible y fugarme con el viento.

10.
Horas después de esta última catástrofe, cuando la zona ya esté despejada, huiré. Ser el único sobreviviente me transformará en un peligro latente para algunos. Tendré que desaparecer, esfumarme del ámbito cotidiano, abandonar relaciones y trabajos, confundirme con el fondo. Los periódicos construirán versiones transgénicas de mí, con el misterio de lo invisible. Mis quince minutos de fama serán desde las sombras. Hasta que nuevas catástrofes irrumpirán para resetear todo lo anterior. Y morirán otros mártires. Y nacerán otros héroes. Y mi identidad se marchitará en la memoria colectiva. Y al fin tendré que sembrar mi futuro en un jardín distinto.

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