Cuento | Por Leila Sucari

Parece que volamos

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Leila Sucari (Buenos Aires, 1987) es escritora y docente. Publicó las novelas Adentro tampoco hay luz (Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes, 2016), Fugaz (finalista del Premio Nacional Sara Gallardo) y Casi perra, el poemario Baldío, y el libro de relatos Te hablaría del viento. Coordina talleres de narrativa.

Roberta está mal porque su gata se quedó ciega. Pasó de repente, dice. No se sabe por qué, pero ahora está ciega y se choca contra todo. Qué garrón, le digo, y me manda una foto. Además de ciega la gata está medio dormida porque en la veterinaria le hicieron unos estudios y la tuvieron que dopar, estaba desaforada. Así dice Roberta, de-sa-fo-ra-da. Como vos, nena, y se ríe. Miro la foto: las piernitas cuelgan como dos medias sin relleno. No sé qué más decirle. Espero, muda, mirando las letras que vibran en la pantalla. Por suerte Roberta dice algo más, dice que no le puedo decir que no, que la acompañe esta noche a la fiesta de Paula. Me cae mal Paula. Hace días que no salgo pero es verdad, no puedo decirle que no. Pensaba darme un baño de inmersión con sal, practicar un rato Stravinsky. ¿Y si un día nos quedamos ciegas nosotras también?, le digo. Y me responde que soy una pelotuda, que deje de meter excusas y que me busca a las once. Entonces pasa algo que no me explico, pero se hacen de repente las once y Roberta aparece en la puerta con una botella de whisky y los labios pintados de un rosa glitter espantoso de esos que usa desde que está con Wol.
Salimos y en vez de usar el ascensor bajamos corriendo cinco pisos por las escaleras. En la calle vemos un gato que se desangra debajo de una camioneta. Son las tres de la mañana y ese gato es mi gato. El gato que tuve cuando era chica. No sé cómo llegó ahí. Pasa algo raro con el tiempo. Quiero ayudarlo pero Roberta dice que es tarde, que la fiesta, que hay que correr. Una jauría nos sigue. ¿Estará mi chico punk en la fiesta? Se escuchan gritos, no sé de dónde vienen. Roberta tira la botella de whisky contra el cordón y se ríe. ¿Qué hacés?, le digo. Estaba vacía, nena, responde y se chupa el glitter de los labios. Seguimos corriendo, yo detrás de ella, como una extensión de su cuerpo, agarradas de las manos, vamos tan rápido que a veces parece que volamos.
La casa es increíble. Una pecera gigante en el piso 19. Creo que nunca estuve en un lugar tan genial. Apenas llegamos, Roberta desaparece. Dejo mis zapatillas al lado del ascensor entre una pila de zapatos porque el dueño de la casa, este estúpido de Wol que es hermano de Paula, quiere que todos estemos descalzos. El piso es también increíble, suavísimo, irradia calor. Me tiro al lado de unos chicos que fuman y se acarician los cuellos como jirafas. Me convidan y fumo un poco. A los dos segundos siento cosquillas en las piernas, estoy bailando con una chica detrás de la barra. Una chica linda, rubia, con cara de alga. La nada misma. Debe ser la persona más aburrida de la fiesta, pienso mientras nos rozamos los pies. Dice que está enamorada de un tipo casado, que se obligó a venir a la fiesta para hacer algo que no sea esperar pero que en realidad lo único que quiere ahora es estar con él o irse a dormir. Nunca entres en esa, dice, te transformás de pronto en la típica amante que espera. Tenés suerte vos que sos tan joven y tan libre, aunque te vendría bien un peluquero. ¿Tenés novio? Sí, miento, pero no pudo venir porque está de gira.
Le doy un trago al champagne que encuentro en el piso y dejo esperando a la chica que espera. Las luces giran y yo giro y de pronto la veo a Roberta aparecer abrazada a una especie de elfo altísimo vestido de blanco que tiene una vincha de unicornios. Él es Wol, ¿te acordás?, dice y se ríe mientras le besa la nuca. A veces me fastidia que se ría tanto y sin sentido. ¿Querés?, dice el elfo. Abro la boca por inercia como si fuera un pececito más de su acuario de lujo mientras siento el sabor amargo disolverse en mi paladar. Roberta vuelve a perderse, aunque esta vez parece definitivo. El elfo me da la mano y corremos por un pasillo larguísimo y blanco igual que él hasta llegar a un baño lleno de enredaderas donde me dice al oído si me pinta el trío. No respondo. No sé si me pinta el trío. ¿Con quién? El elfo mete la cabeza debajo del agua y ahí se queda. ¿Estás bien? Le pregunto y ahora es él el que no responde y yo pienso que capaz se está muriendo de deshidratación o de pena y por las dudas me voy corriendo por el mismo pasillo pero en sentido contrario.
En la otra habitación todo me parece quieto como si la fiesta se hubiera quedado detenida. Las personas son demasiado lindas. Me dan miedo sus gestos tan perfectos, sus túnicas orientales, sus anteojos de sol, sus mandíbulas. Cierro los ojos y me concentro en la música. Me gustaría que esté mi chico punk acá conmigo para burlarnos de todos y vestirnos con medias de red bien negras y bien rotas, compensar tanto elfito blanco. Siento el corazón bombear demasiado rápido. Ay, mirá si me muero antes de haberlo besado. ¿Dónde estarás ahora? ¿Pensarás en mí o es verdad lo que dice Roberta que me vivo haciendo la película con cosas que nada que ver? ¿Vos sos una cosa que nada que ver? Te pienso con todas mis fuerzas hasta que te transformás en una cosa que puedo ver, casi incluso tocar, te pienso y te pienso y te pienso para que te llegue por telepatía las ganas que tengo de bailar con vos entre todos estos detenidos en el tiempo y el espacio. Pero no aparecés. En vez de eso, una chica hermosa de tetas hermosas y trenzas infinitas y también hermosas me sacude por la espalda. Podés subir, me dice. No entiendo, subir adónde, pregunto, y ella me pega piedritas brillantes en la frente. Subí cuando quieras. Y vuelvo a bailar, no subo las escaleras pero me subo a un sillón rojo y bailo sobre dos que se tocan las bocas y que me encantan y los besaría ahora mismo pero no sé cómo, no sé qué tengo que hacer para besar a las personas y los miro y siento de pronto una angustia enorme.
Desde las alturas, veo a la chica enamorada del casado. Salto del sillón y corro hacia ella, no me importa que sea un alga, necesito hablar con alguien que me conozca, aunque sea de vista. Le toco el hombro, pero la que se da vuelta es otra mujer. Le pido disculpas y se ríe, tiene la misma risa que Roberta y eso me hace sentir un poco extraña. Encuentro un vasito mínimo y vacío sobre la barra, es como una señal, aunque no sé de qué. Me encierro en el baño a tomar agua de la canilla en ese vasito. Después me lo guardo. Vuelvo a la fiesta, y de nuevo la angustia porque quiero besar a esa gente tan hermosa pero no sé qué tengo que hacer y nadie me mira y parece que nadie en el mundo me quiere besar a mí y me siento tremendamente sola y horrible y todo es un montón de pies descalzos moviéndose sobre la losa radiante.
De la montaña de zapatos entre el ascensor y la escalera agarro un par de botas altas que están al lado de mis borcegos, me las pongo y siento que me calzan bien, me voy con ellas. Bajo por las escaleras, me saco una foto que sale borrosa. Corro hasta la avenida y después hasta la plaza y después hasta una estación de servicio que está vacía. Me duelen los pies. Un chico con cara de dormido me dice qué necesitás. Entro agitada y le pido un paquete de caramelos multifruta y un chupetín crazy pop. Vuelvo a casa corriendo con el paladar lleno de azúcar y las botas en la mano. Afuera todavía es de noche y no me acuerdo mi nombre. En el silencio de la casa, el gato sigue vivo y la pregunta retumba en mi boca.

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